Es una historia antigua, casi enterrada. Pero Donald Trump se ha encargado de resucitarla. Acorralado por el escándalo del espionaje ruso, sus apelaciones a que es objeto de “una caza de brujas y una víctima del mcCarthismo”
han reverdecido la memoria de una de las amistades más oscuras del
presidente de Estados Unidos. Un vínculo que hunde sus raíces en los
años cincuenta, cuando la nación cayó en la histeria anticomunista y
adoró al monstruo de la sospecha. Su protagonista fue el diabólico
abogado Ray Cohn. “En la vida de Trump jugó un papel fundamental, Cohn
fue su gran mentor, el hombre que le enseñó a golpear”, dice Marc
Fischer, editor en The Washington Post y coautor de la biografía Trump, al descubierto.
Muerto hace 30 años, la existencia de Cohn tuvo dos
momentos estelares. El primero le llegó a los 23 años, cuando como
asesor jefe del senador Joseph McCarthy (1908-1957)
orquestó uno de los mayores aquelarres del siglo XX americano. El
segundo ocurrió mucho después, en octubre de 1973 en el exclusivo
establecimiento neoyorquino Le Club. Para entonces, Cohn tenía 46 años,
un Rolls Royce verde dólar y ejercía de abogado de éxito para clientes
dudosos.
En aquel templo de millonarios encanecidos, el antiguo macarthista conoció a un joven con ambiciones faraónicas. Un tigre de 27 años llamado Donald Trump que había decidido dejar atrás las medianías del Queens paterno y salir a la conquista de Manhattan. Lo que ahí surgió fue algo más que una amistad.
Cohn seguía siendo alguien muy conocido. La fama le había llegado en su primera juventud cuando como fiscal empujó a la silla eléctrica al matrimonio Ethel y Julius Rosenberg
bajo la acusación de haber entregado secretos atómicos a la Unión
Soviética. Su modos inquisitoriales en aquel juicio le valieron las
simpatías de McCarthy, quien no dudó en tenerle como primer espada de su
temida caza de comunistas. Juntos acabaron con la carrera de miles de
inocentes y fabularon conspiraciones paranoicas. Ante un país
electrizado por el odio, su poder inquisitorial alcanzó tal penetración
que el propio presidente Dwight Eisenhover tuvo que intervenir para
desactivarlo.
Tras su censura por el Senado, McCarthy acabó sus días alcoholizado. Cohn se reconvirtió en un letrado tan brillante como poco escrúpuloso y amante del dry-martini. “Entre otros, defendía a los jefes de las familias mafiosas Gambino y Genovese”, explica el premio Pulitzer David Cay Johnston, autor de la biografía The making of Donald Trump.
Asiduo de Le Club, Trump llevaba tiempo observando a aquel escualo, hasta que aquella noche decidió a acercarse y pedirle asesoramiento sobre una causa que les quitaba el sueño a él y a su padre. Propietarios de 14.000 pisos en Brooklyn, el Gobierno federal les investigaba por negarse a alquilar a viviendas a negros. No era la primera vez. Veinte años antes el progenitor se había enfrentado a acusaciones similares que incluso derivaron en una famosa canción protesta de uno de sus inquilinos, el legendario músico Woody Guthrie. Pero esta vez, las pruebas acumuladas eran muchas más y la resonancia del caso amenazaba con una catástrofe.
Al conocer el asunto, Cohn no lo dudó. Lejos de recomendarle pactar, soltó: “Diles que se vayan al infierno y lucha en los tribunales”. Esa agresividad enamoró a Trump.
Poco tiempo después, guiado por el abogado, el joven promotor convocó una conferencia de prensa en la que acusó al Departamento de Justicia de haber fabricado el caso contra él y exigió una reparación de 100 millones de dólares. El golpe acertó. Los Trump lograron un acuerdo sin necesidad de declarar su culpabilidad. “Fue un momento clave. Cohn le mostró el camino: no ceder, no cooperar, llamar como sea la atención y ganar los casos en los medios”, indica Fischer.
A partir de entonces, el abogado devino en el maestro de Trump. Casi un segundo padre que moldeó su carácter y le enseñó a “golpear, golpear y golpear”. “Trump aprendió mucho de Cohn, fue quien le instruyó en cómo atacar al Gobierno y a los periodistas que no hacían lo que quería”, explica David Cay Johnston.
El letrado, bien relacionado, abrió a su nuevo amigo las
puertas del Nueva York dorado. Le sentó a la mesa de los grandes
políticos, le representó en los casos más espinosos, y le aconsejó en
detalles tan íntimos como el acuerdo prenupcial con la modelo Ivana
Zelnickova. Ambos conectaban. Estaban hechos para el lujo y la atención
mediática. Y eran implacables. “Se parecían en métodos y creencias”,
dice Fischer.
A Trump, además, le importaban poco las complejidades de su abogado: un homosexual que insultaba en público a los homosexuales; un extremista que hasta sus últimos días aplaudió al senador McCarthy.
La pareja dio un largo paseo por el lado salvaje. Y no sólo
el de las noches locas de la discoteca Studio 54. Cohn era un
nigromante del poder y en su lista de contactos figuraban desde el
turbio director del FBI, J. Edgar Hoover, hasta el jefe mafioso Anthony
Salerno.
“Nunca me engañé sobre Roy. No era un boy-scout. Un día me dijo que había pasado más de dos tercios de su vida adulta procesado por un cargo u otro. Eso me fascinó”, escribiría años más tarde el magnate.
La amistad terminó de forma natural. Cohn, arrasado por el VIH, murió el 2 de agosto de 1986. Tenía 59 años y acababan de expulsarle de la abogacía. Entre otros hechos se le condenaba por haber entrado en la habitación del agonizante y senil multimillonario Lewis Rosenstiel, tomarle su mano y, bajo engaño, obligarle a firmar un documento que le nombraba albacea de sus bienes. Ese era Roy Cohn.
Pero su fallecimiento no trajo el olvido. La sombra del abogado nunca ha dejado de perseguir a Trump. Y cuando la semana pasada, acosado por el escándalo ruso, el presidente declaró que era víctima del “mcCarthismo” y acusó sin pruebas a Barack Obama de haberle grabado conversaciones telefónicas, muchos creyeron ver en la Casa Blanca al fantasma de Cohn. Muy cerca de Trump, aconsejándole al oído: golpea, golpea, golpea.
En aquel templo de millonarios encanecidos, el antiguo macarthista conoció a un joven con ambiciones faraónicas. Un tigre de 27 años llamado Donald Trump que había decidido dejar atrás las medianías del Queens paterno y salir a la conquista de Manhattan. Lo que ahí surgió fue algo más que una amistad.
Tras su censura por el Senado, McCarthy acabó sus días alcoholizado. Cohn se reconvirtió en un letrado tan brillante como poco escrúpuloso y amante del dry-martini. “Entre otros, defendía a los jefes de las familias mafiosas Gambino y Genovese”, explica el premio Pulitzer David Cay Johnston, autor de la biografía The making of Donald Trump.
Asiduo de Le Club, Trump llevaba tiempo observando a aquel escualo, hasta que aquella noche decidió a acercarse y pedirle asesoramiento sobre una causa que les quitaba el sueño a él y a su padre. Propietarios de 14.000 pisos en Brooklyn, el Gobierno federal les investigaba por negarse a alquilar a viviendas a negros. No era la primera vez. Veinte años antes el progenitor se había enfrentado a acusaciones similares que incluso derivaron en una famosa canción protesta de uno de sus inquilinos, el legendario músico Woody Guthrie. Pero esta vez, las pruebas acumuladas eran muchas más y la resonancia del caso amenazaba con una catástrofe.
Al conocer el asunto, Cohn no lo dudó. Lejos de recomendarle pactar, soltó: “Diles que se vayan al infierno y lucha en los tribunales”. Esa agresividad enamoró a Trump.
Poco tiempo después, guiado por el abogado, el joven promotor convocó una conferencia de prensa en la que acusó al Departamento de Justicia de haber fabricado el caso contra él y exigió una reparación de 100 millones de dólares. El golpe acertó. Los Trump lograron un acuerdo sin necesidad de declarar su culpabilidad. “Fue un momento clave. Cohn le mostró el camino: no ceder, no cooperar, llamar como sea la atención y ganar los casos en los medios”, indica Fischer.
A partir de entonces, el abogado devino en el maestro de Trump. Casi un segundo padre que moldeó su carácter y le enseñó a “golpear, golpear y golpear”. “Trump aprendió mucho de Cohn, fue quien le instruyó en cómo atacar al Gobierno y a los periodistas que no hacían lo que quería”, explica David Cay Johnston.
A Trump, además, le importaban poco las complejidades de su abogado: un homosexual que insultaba en público a los homosexuales; un extremista que hasta sus últimos días aplaudió al senador McCarthy.
“Nunca me engañé sobre Roy. No era un boy-scout. Un día me dijo que había pasado más de dos tercios de su vida adulta procesado por un cargo u otro. Eso me fascinó”, escribiría años más tarde el magnate.
La amistad terminó de forma natural. Cohn, arrasado por el VIH, murió el 2 de agosto de 1986. Tenía 59 años y acababan de expulsarle de la abogacía. Entre otros hechos se le condenaba por haber entrado en la habitación del agonizante y senil multimillonario Lewis Rosenstiel, tomarle su mano y, bajo engaño, obligarle a firmar un documento que le nombraba albacea de sus bienes. Ese era Roy Cohn.
Pero su fallecimiento no trajo el olvido. La sombra del abogado nunca ha dejado de perseguir a Trump. Y cuando la semana pasada, acosado por el escándalo ruso, el presidente declaró que era víctima del “mcCarthismo” y acusó sin pruebas a Barack Obama de haberle grabado conversaciones telefónicas, muchos creyeron ver en la Casa Blanca al fantasma de Cohn. Muy cerca de Trump, aconsejándole al oído: golpea, golpea, golpea.
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