Intrigas,
un flamante y ambicioso príncipe heredero de 32 años, miembros de la
realeza y multimillonarios detenidos en un hotel cinco estrellas, un
sospechoso accidente de helicóptero y la opresiva renuncia de un jefe de
gobierno extranjero son apenas algunas de las escenas de la tormenta
política que sacude Arabia Saudita y que re flotó el temor de una nueva
guerra en Medio Oriente.
La tensión no es nueva en esa región del mundo ni tampoco la inestabilidad; sin embargo, en los últimos meses y, especialmente, en los últimos días, una seguidilla de eventos con epicentro en esa monarquía petrolera, algunos sin precedentes, activaron una escalada de rumores, operaciones políticas y mediáticas y, ante todo, de belicosidad.
La primera señal pública la dio el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, cuando a sólo cuatro meses de asumir realizó su primera visita oficial a Medio Oriente y una de sus paradas fue Arabia Saudita. Allí intentó dejar de lado el discurso islam que caracteriza su política inmigratoria y llamó a formar una alianza regional contra Irán, la mayor potencia chiíta del mundo.
“Irán es responsable de tantas atrocidades. Financia y entrena a terroristas y otros grupos que llevan la muerte en la región”, sentenció Trump desde Criad, y el rey Saudita, Salman bin Adula, coincidió: “Es la punta de lanza del terrorismo mundial”.
Rodeado de líderes musulmanes sunnitas –la rama mayoritaria en el islam–, Trump pidió formar una alianza para “aislar” a Irán, y en la lista de amenazas también mezcló a dos milicias radicales, el Estado Islámico y Al Qaida, con dos partidos políticos islamistas que tienen su propio brazo armado: Hezbollah en Líbano y Hamas en Palestina.
Apenas dos semanas después, esta alianza empezó a tomar forma.
Arabia Saudita, Egipto, Emiratos Árabes Unidos y Bahréin rompieron relaciones diplomáticas con el pequeño emirato de Qatar tras acusarlo de apoyar a grupos radicales islamistas en la región y a Irán, país con el que comparte y explota unas masivas reservas de gas.
Hoy el tono y la asiduidad de las amenazas se relajaron un poco, pero gran parte del aislamiento impuesto a Qatar se mantiene y hasta se extendió a otros países.
La tensión no se había aplacado aún y Arabia Saudita seguía sumando titulares en los principales medios occidentales cuando el rey Salman, un veterano y enfermo dirigente de 81 años, hizo otro anuncio que sacudió a la región e, inclusive, a su propia familia: cambió la línea sucesoria, removió a su sobrino y nombró como heredero a su hijo Mohamed bin Salman.
MbS, como lo bautizó la prensa, se convirtió casi de inmediato en la cara visible de un reino que hasta ahora no había tenido gran interés en mostrarse y venderse al público occidental.
Impulsó un plan masivo para diversificar la economía, hoy casi completamente dependiente del petróleo, la privatización parcial de la empresa de crudo Aramco y empezó con una serie de purgas, primero con detenciones de clérigos musulmanes, considerados más contestatarios o por fuera de la promoción del gobierno, y otros referentes disidentes.
Poco después, el flamante príncipe heredero prometió frente a un grupo de CEOs de empresas y bancos internacionales y la directora gerente del FMI, Christine Lagarde, que su país “volverá a un islam moderado, tolerante, abierto al mundo y a todas las otras religiones”.
Apenas unos meses antes, el reino había dado un paso simbólico en esa dirección al permitir que las mujeres manejen vehículos, un derecho que no tenían hasta el momento. Al anunciarlo, la televisión pública saudita destacó el daño que esta prohibición había provocado en la imagen internacional del país.
En paralelo, MbS continuaba consolidando su nueva posición como heredero dentro de un complejo entramado familiar y tribal, que estructura el poder en Arabia Saudita. Mientras las purgas y las olas de detenciones de los últimos meses habían afectado principalmente a referentes de la sociedad civil, el golpe del sábado pasado fue directamente al corazón del poder político y económico del reino y fue tan contundente que fue bautizado como La Noche de los Cuchillos Largos.
El rey creó por decreto un comité anticorrupción dirigido por su hijo y heredero, y en sólo unas horas, 11 príncipes –entre ellos descendientes directos del fundador de la dinastía saudita–, cuatro ministros y decenas de ex ministros y poderosos empresarios fueron detenidos y trasladados a un hotel cinco estrellas de Riad. En total, más de 200 personas fueron acusadas de delitos económicos que van desde lavado de dinero y extorsión hasta cobro de sobornos y tráfico de influencias, y en los días siguientes el Estado congeló más de 1.200 cuentas bancarias, entre ellas las de los hombres más ricos y políticamente más influyentes del país.
La conmoción aún dominaba el ambiente en el país cuando al día siguiente el helicóptero en el que viajaba el príncipe Mansour bin Murquin, el hijo de un ex director de inteligencia y ex heredero en la línea sucesoria de la corona, se estrelló en el sur del país.
La cadena de noticias saudita Al Arabiya informó que el príncipe y las otras siete personas que viajaban con él murieron en el acto. Las autoridades aún no informaron por qué se estrelló el helicóptero.
Pero la avanzada de MbS parece no haberse limitado a su país. Poco antes de ejecutar la mayor purga de miembros de la familia real, dirigentes y empresarios en la historia del reino, el primer ministro de Líbano, Saad Hariri, sorprendió a sus conciudadanos, a su partido y a todo Medio Oriente al anunciar su renuncia desde Riad, la capital saudita.
Hariri responsabilizó de su decisión al movimiento islamista Hezbollah, uno de los miembros de la amplia coalición de gobierno que tuvo que armar el año pasado para poder asumir, y denunció el “tutelaje” de Irán a través de esa agrupación. “Sé que se está confabulando en secreto contra mi vida”, denunció el premier. La acusación fue desmentida por Hezbollah.
La tensión no es nueva en esa región del mundo ni tampoco la inestabilidad; sin embargo, en los últimos meses y, especialmente, en los últimos días, una seguidilla de eventos con epicentro en esa monarquía petrolera, algunos sin precedentes, activaron una escalada de rumores, operaciones políticas y mediáticas y, ante todo, de belicosidad.
La primera señal pública la dio el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, cuando a sólo cuatro meses de asumir realizó su primera visita oficial a Medio Oriente y una de sus paradas fue Arabia Saudita. Allí intentó dejar de lado el discurso islam que caracteriza su política inmigratoria y llamó a formar una alianza regional contra Irán, la mayor potencia chiíta del mundo.
“Irán es responsable de tantas atrocidades. Financia y entrena a terroristas y otros grupos que llevan la muerte en la región”, sentenció Trump desde Criad, y el rey Saudita, Salman bin Adula, coincidió: “Es la punta de lanza del terrorismo mundial”.
Rodeado de líderes musulmanes sunnitas –la rama mayoritaria en el islam–, Trump pidió formar una alianza para “aislar” a Irán, y en la lista de amenazas también mezcló a dos milicias radicales, el Estado Islámico y Al Qaida, con dos partidos políticos islamistas que tienen su propio brazo armado: Hezbollah en Líbano y Hamas en Palestina.
Apenas dos semanas después, esta alianza empezó a tomar forma.
Arabia Saudita, Egipto, Emiratos Árabes Unidos y Bahréin rompieron relaciones diplomáticas con el pequeño emirato de Qatar tras acusarlo de apoyar a grupos radicales islamistas en la región y a Irán, país con el que comparte y explota unas masivas reservas de gas.
Hoy el tono y la asiduidad de las amenazas se relajaron un poco, pero gran parte del aislamiento impuesto a Qatar se mantiene y hasta se extendió a otros países.
La tensión no se había aplacado aún y Arabia Saudita seguía sumando titulares en los principales medios occidentales cuando el rey Salman, un veterano y enfermo dirigente de 81 años, hizo otro anuncio que sacudió a la región e, inclusive, a su propia familia: cambió la línea sucesoria, removió a su sobrino y nombró como heredero a su hijo Mohamed bin Salman.
MbS, como lo bautizó la prensa, se convirtió casi de inmediato en la cara visible de un reino que hasta ahora no había tenido gran interés en mostrarse y venderse al público occidental.
Impulsó un plan masivo para diversificar la economía, hoy casi completamente dependiente del petróleo, la privatización parcial de la empresa de crudo Aramco y empezó con una serie de purgas, primero con detenciones de clérigos musulmanes, considerados más contestatarios o por fuera de la promoción del gobierno, y otros referentes disidentes.
Poco después, el flamante príncipe heredero prometió frente a un grupo de CEOs de empresas y bancos internacionales y la directora gerente del FMI, Christine Lagarde, que su país “volverá a un islam moderado, tolerante, abierto al mundo y a todas las otras religiones”.
Apenas unos meses antes, el reino había dado un paso simbólico en esa dirección al permitir que las mujeres manejen vehículos, un derecho que no tenían hasta el momento. Al anunciarlo, la televisión pública saudita destacó el daño que esta prohibición había provocado en la imagen internacional del país.
En paralelo, MbS continuaba consolidando su nueva posición como heredero dentro de un complejo entramado familiar y tribal, que estructura el poder en Arabia Saudita. Mientras las purgas y las olas de detenciones de los últimos meses habían afectado principalmente a referentes de la sociedad civil, el golpe del sábado pasado fue directamente al corazón del poder político y económico del reino y fue tan contundente que fue bautizado como La Noche de los Cuchillos Largos.
El rey creó por decreto un comité anticorrupción dirigido por su hijo y heredero, y en sólo unas horas, 11 príncipes –entre ellos descendientes directos del fundador de la dinastía saudita–, cuatro ministros y decenas de ex ministros y poderosos empresarios fueron detenidos y trasladados a un hotel cinco estrellas de Riad. En total, más de 200 personas fueron acusadas de delitos económicos que van desde lavado de dinero y extorsión hasta cobro de sobornos y tráfico de influencias, y en los días siguientes el Estado congeló más de 1.200 cuentas bancarias, entre ellas las de los hombres más ricos y políticamente más influyentes del país.
La conmoción aún dominaba el ambiente en el país cuando al día siguiente el helicóptero en el que viajaba el príncipe Mansour bin Murquin, el hijo de un ex director de inteligencia y ex heredero en la línea sucesoria de la corona, se estrelló en el sur del país.
La cadena de noticias saudita Al Arabiya informó que el príncipe y las otras siete personas que viajaban con él murieron en el acto. Las autoridades aún no informaron por qué se estrelló el helicóptero.
Pero la avanzada de MbS parece no haberse limitado a su país. Poco antes de ejecutar la mayor purga de miembros de la familia real, dirigentes y empresarios en la historia del reino, el primer ministro de Líbano, Saad Hariri, sorprendió a sus conciudadanos, a su partido y a todo Medio Oriente al anunciar su renuncia desde Riad, la capital saudita.
Hariri responsabilizó de su decisión al movimiento islamista Hezbollah, uno de los miembros de la amplia coalición de gobierno que tuvo que armar el año pasado para poder asumir, y denunció el “tutelaje” de Irán a través de esa agrupación. “Sé que se está confabulando en secreto contra mi vida”, denunció el premier. La acusación fue desmentida por Hezbollah.
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