jueves, 11 de enero de 2018

¿Por qué los mexicanos votamos cada vez menos?


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©¿Por qué los mexicanos votamos cada vez menos?


¿Votar o no votar?
No existe una regla aceptada por los expertos que dé cuenta con certidumbre del comportamiento electoral y sus variaciones en las democracias modernas. Tanto una copiosa concurrencia en las urnas como un marcado abstencionismo se pueden deber a un sinnúmero de causas tanto coyunturales como estructurales. En virtud de ello, no hay encuesta confiable ni cálculo infalible para anticipar con precisión quién o qué partido va a ganar una elección, cuál será el grado de participación o de abstencionismo de la población, qué campaña será exitosa y cuál, un desastre. Con todo, una cosa es cierta: en aquellas democracias donde se ha registrado al menos una vez una concurrencia elevada a las urnas por parte de la ciudadanía, un repentino descenso en dicha participación o un incremento considerable del abstencionismo, no se explica por razones de una cultura política escasamente democrática que aleja a los ciudadanos de las urnas, sino todo lo contrario, o sea a la existencia de una ciudadanía lo suficientemente madura e informada como para discernir que la oferta política que se le presenta es pobre y por tanto no merece ser respaldada en las urnas. Algo similar se puede decir de los indecisos, o sea que un número elevado de indecisos para una elección no se debe necesariamente a desinformación o apatía, sino que el electorado se toma muy en serio el hecho de votar por lo que se toma el tiempo necesario para madurar su elección.
Consideraciones de este tipo son importantes, porque es muy frecuente descargar en los ciudadanos las insuficiencias de los propios partidos y candidatos para conectar con sus potenciales seguidores. Por esta vía, el abstencionismo vendría a ser la expresión de una ciudadanía poco participativa y políticamente apática. Obviamente, pintar las cosas de ese color resulta muy cómodo para los políticos profesionales, pero no hace justicia a los hechos. Así como no hay una regla que explique puntualmente las variaciones en el comportamiento electoral de una elección a otra, tampoco el abstencionismo es sinónimo de una pobre o escasa cultura democrática, sino de una ponderación más o menos razonada de la mayor o menor utilidad del voto.
El argumento aplica perfectamente para el caso de México, que no obstante tratarse de una democracia joven, ha mostrado patrones de comportamiento bastante irregulares, desde la afluencia masiva a las urnas, sobre todo en algunas elecciones presidenciales decisivas, como de marcado abstencionismo, sobre todo en elecciones federales intermedias y en muchas elecciones locales. Y si bien, por lo mismo, no se puede establecer una tendencia neta sobre el comportamiento electoral dominante en el país, una cosa parece cierta: los mexicanos se preocupan y se ocupan cada vez menos de ir a votar.
Teóricamente, las razones del abstencionismo pueden ser muchas y muy complejas, desde un creciente malestar hacia la clase política en general, o un desencanto con la democracia y un consecuente hartazgo hacia los partidos, hasta, por el contrario, la existencia de un umbral bastante elevado de confianza o aceptación de la democracia electoral que en lugar de motivar la participación la mantiene en niveles mínimos. En ambos casos —el malestar y la confianza básica—, aunque contradictorios entre sí, tienen algo en común: nacen de la sensación o percepción de que gane quien gane, para bien o para mal, con la democracia no pasa nada, o al menos nada decisivo y trascendental como para involucrarse activamente. Obviamente, la primera razón del abstencionismo —el malestar— es más frecuente en democracias poco consolidadas y con fuertes tradiciones autoritarias no muy lejanas en el tiempo, mientras que la segunda —la confianza básica— es típica de democracias consolidadas y da larga data.
De acuerdo con lo anterior, no es descabellado anticipar que el principal protagonista en las próximas elecciones federales de 2012 y en la gran mayoría de las elecciones locales concurrentes será el abstencionismo. Podrá ganar un partido la presidencia y hasta la primera mayoría en el Congreso; otro, alguna plaza estatal o municipal; un tercero caerá en sus cálculos más optimistas. Pero en todos los escenarios, los ciudadanos nos sentiremos menos estimulados que en otros años para asistir a la cita. Y entre las razones posibles, como veremos, la que prevalece en México es el malestar hacia la clase política en general más que la confianza básica con la democracia. A riesgo de ser muy general, la lectura prevaleciente entre muchos electores se acercará a la siguiente: el PAN tuvo su oportunidad, pero ha sido un fracaso en el poder; el PRD merece su oportunidad, pero sus elites se la pasan destruyéndose entre sí; el PRI está siendo prudente y busca capitalizar el desgaste de los demás, pero no deja de ser el inefable “partidazo” de la era autoritaria; la chiquillada, por su parte, ha exhibido una y otra vez grandes dotes de oportunismo y falta de compromiso con las causas nacionales. En consecuencia, diremos muchos, “¿para qué votar? Todos los partidos son un asco, y además no tienen ningún compromiso con la ciudadanía”. A ello hay que sumar factores coyunturales igualmente desalentadores, tales como el deterioro socioeconómico que vive el país, la delicada situación de inseguridad y violencia, la ausencia de reformas estructurales que provean un horizonte de futuro más optimista a los mexicanos...
Las cifras del abstencionismo
Que el abstencionismo vaya ser el gran protagonista de las elecciones federales y locales concurrentes de 2012 no es una novedad y tampoco un asunto por el que debamos desgarrarnos las vestiduras, como vociferan muchos políticos alarmistas. Si revisamos las cifras de abstención tanto en los comicios presidenciales como en los de diputados federales de los últimos veinticinco años (cuadro 1), ambas muestran una clara tendencia al alza (ver gráficas 1 y 2), con todo y que el comportamiento electoral en algunos comicios parece escapar a toda lógica, lo cual bien puede deberse a la falta de instituciones electorales confiables en el país, sobre todo antes de la reforma electoral de 1996. Considérese, por ejemplo, la elección presidencial de 1982, con una abstención según las cifras oficiales de apenas 32.55 por ciento, en una coyuntura de crisis económica, con una competencia partidista todavía incipiente y con un “candidato oficial” con escasas dotes para movilizar al electorado pero que terminó arrasando en las urnas. Pero más sorprendente aún resultan las elecciones presidenciales de 1988, quizá las elecciones que más interés han concitado entre los electores, pero que según las cifras oficiales arrojaron la abstención más alta de la que se tenga registro hasta el día de hoy: 54.80 por ciento. Y como estos hay muchos ejemplos más, lo cual sólo nos sugiere una cosa: debemos tomar con pinzas las cifras oficiales, al menos las existentes hasta bien entrados en los años noventa, para no generar espejismos.
Cuadro 1
Porcentaje de abstencionismo en elecciones federales (1982-2009)

Fuente: Instituto Federal Electoral/*Proyección
No obstante ello, como decíamos, la tendencia a la alza del abstencionismo en elecciones federales es bastante clara en el país. Mientras que en las elecciones presidenciales de 1982 a 2006 tenemos un abstencionismo promedio de 39.37 por ciento, las elecciones más recientes —las de 2006—, pese al enorme interés que concitaron, arrojaron un abstencionismo de 2 puntos por arriba de dicho promedio. En las elecciones para diputados, por su parte, el promedio de abstencionismo para el mismo período es de 46.10 por ciento, cifra que se eleva considerablemente a 51.55 por ciento si contemplamos únicamente las elecciones federales intermedias. De acuerdo con una estimación tendencial simple es posible establecer en alrededor de 51.22 por ciento la abstención para las elecciones de diputados de 2012, cifra que sentaría un precedente histórico muy significativo para este tipo de comicios, y cuyas consecuencias analizaré más adelante. Mención aparte merecen los resultados de comicios locales a nivel municipal e incluso estatal, donde ya se registran niveles de abstencionismo de hasta un 70 por ciento, como en elecciones no muy distantes celebradas en Baja California y Oaxaca. Para las elecciones locales de julio de 2012, pese a ser concurrentes con las elecciones federales, no existen indicios de que se pueda revertir en ningún caso la tendencia al alza del abstencionismo. Cabe señalar que sumando el conjunto de las elecciones municipales en todo el país, concurrentes y no concurrentes con elecciones federales, celebradas durante el sexenio de 2000-2009, la abstención alcanzó un 49.5 por ciento, cifra que aumenta a 54.5 por ciento si sólo se consideran las elecciones locales no concurrentes.
Gráfica 1
Evolución del abstencionismo en elecciones presidenciales
(1982-2006)

Gráfica 2
Evolución del abstencionismo en elecciones para diputados federales
(1982-2009)
Causas y consecuencias
En la perspectiva de un triunfo arrollador del abstencionismo en las elecciones federales y estatales concurrentes del 2012, habría que desechar por obsoletas aquellas interpretaciones según las cuales un creciente abstencionismo es sinónimo de incultura política y una fuerte tasa de participación solo es posible es naciones con culturas democráticas maduras. En efecto, pese a que la democracia mexicana está apenas dando sus primeros pasos, no se puede decir que la cultura política de los mexicanos sea escasamente democrática. Por el contrario, el abstencionismo constituye una expresión de creciente apatía o malestar social hacia la política institucional, lo cual nada tiene que ver con el grado de cultura democrática existente sino con el pésimo desempeño de las autoridades y la pobre oferta política de los partidos en contienda.
En realidad, este diagnóstico vale para prácticamente todas las democracias del planeta, pues hoy presenciamos en todas partes una crisis de la representación política; es decir, un creciente extrañamiento de las sociedades y sus representantes elegidos democráticamente. En lo personal, prefiero leer el fenómeno del abstencionismo en las democracias actuales asociado a este contexto global de crisis de la política representativa, que quedarme en la superficie de nociones como “fatiga” o “saturación” electoral con las que los politólogos y los “electorólogos” suelen referirse al asunto, pues no sólo subestiman la magnitud de la crisis de la política institucional de fondo sino que suponen que basta perfeccionar las campañas electorales o la imagen de los partidos ante el electorado para revertir las tendencias a la baja de la participación electoral, cuestión que por lo demás la propia realidad se ha encargado de desmentir una y otra vez. Es decir, estas lecturas terminan haciendo apología de esa bazofia que es el “marketing político”.
Por lo demás, no puede decirse que la cultura política de los mexicanos es pobre cuando han sido precisamente los ciudadanos los que marcaron la diferencia en las urnas para que finalmente terminara de manera pacífica y no traumática el viejo régimen priista y fuera sustituido por otro distinto sustentado en la libertad y la justicia. Por ello, tampoco extraña que los electores no concurran ahora a las elecciones en la misma proporción que en el 2000 o el 2006, o incluso antes cuando la expectativa de cambio era un ingrediente adicional en los comicios, pues la mayoría de los mexicanos nos sentimos ahora defraudados o frustrados ante una expectativa de transformación que no se ha concretado en los hechos. La percepción dominante entre los ciudadanos es que ninguno de los actores políticos, pero sobre todo el gobierno federal, los partidos y el Congreso, ha estado a la altura de las enormes expectativas de transformación que se abrieron entonces. Otra cosa es calificar el tipo de cultura política dominante en México, o ubicarla en una escala de mayor o menor cercanía a los valores democráticos de tolerancia, pluralismo, participación, etcétera. Pero incluso aquí seguramente nos llevaremos una sorpresa si se contrasta la cultura política de los ciudadanos con la de sus propios políticos. Basta pues de menospreciar a los ciudadanos. En México tanto el voto como el no voto son hoy en la mayoría de los casos elecciones individuales absolutamente racionales, maduras.
La elección de no votar o de anular el voto, cuando es consciente, es también una elección legítima, es decir, tiene un  significado que quiere proyectarse políticamente. Tampoco comparto aquellas interpretaciones que consideran que el desencanto de los ciudadanos más que con los partidos o con los políticos es con la propia democracia, pues han descubierto con pesar que ésta no resuelve milagrosamente sus problemas inmediatos de todo tipo. Nuevamente se etiqueta aquí a los electores y se presume que su apatía en las urnas nace más de la ignorancia y el desconocimiento de lo que verdaderamente es la democracia, pues la cargan de significados que no tiene. En realidad, este supuesto candor no aplica, pues lo que la mayoría de los ciudadanos en México pretende de la democracia es que sus representantes los representen adecuadamente, quiere mejores leyes y garantías, quiere vivir en un verdadero Estado de derecho. Ni más ni menos.
Pero, ¿qué consecuencias puede tener un abstencionismo creciente para el desarrollo democrático de un país, y en particular para México? Ante todo no hay que alarmarse. La mayoría de las democracias en el mundo, consolidadas o no, conviven cotidianamente con este convidado de piedra. Eso no significa que su presencia no advierta de un distanciamiento cada vez más visible de los partidos y las autoridades con respecto a los ciudadanos, un distanciamiento nacido de la inconformidad o la insatisfacción hacia la política institucional. Cabe precisar que en democracias consolidadas esta insatisfacción suele acompañarse de algunas percepciones según las cuales la democracia está bien como está y participar o no en las urnas no cambia nada las cosas, o la democracia está maltrecha pero votar o no votar no modifica nada, o gane quien gane las elecciones las cosas seguirán iguales. Obviamente, se trata en todos los casos de posiciones que desalientan la participación. Las cosas en una democracia joven, no consolidada o que no ha podido sacudirse el peso del pasado autoritario, como México, son más burdas. Un ciclo de alta participación seguido de alto abstencionismo electoral sólo puede ser explicado por un hecho: la mayor o menor expectativa de cambio o de ruptura con el pasado autoritario.
Más específicamente, una afluencia masiva a las urnas estaría revelando una cierta confianza en la ciudadanía de que las cosas pueden cambiar, mientras que el abstencionismo indicaría lo contrario. Dicho de otro modo, la gente se moviliza cuando considera que es necesario hacerlo para avanzar en la democracia, y deja de hacerlo cuando ha dejado de creer en esa posibilidad. Lamentablemente, en México el abstencionismo llegó muy temprano en su vida democrática. No terminábamos de transitar a la democracia por la vía de la alternancia cuando el malestar y la frustración ya empezaban a campear en muchos ciudadanos. Pero como he venido sosteniendo, el alejamiento de las urnas no es una condición cultural sino una consecuencia del pésimo desempeño de las autoridades. Es la constatación de una ciudadanía capaz de cuestionar con su silencio la pobre oferta política de los partidos en competencia o de castigar a una clase política ineficaz y timorata, o simplemente de enviar señales de malestar y desencanto a sus representantes con la esperanza de que algo cambie finalmente. En México el abstencionismo está muy lejos de ser como en varias democracias consolidadas una expresión indirecta de complacencia con la política institucional del país en cuestión; una manera de decir que todo está tan bien que ni siquiera tiene caso ocuparse en votar. Por el contrario, en México la arena electoral ha sido en los tiempos recientes y sigue siéndolo aún el principal espacio de contestación a la política oficial, el ámbito genuino de expresión de la ciudadanía.
Por todo ello, el abstencionismo creciente debe alertar sobre todo a los partidos políticos y a los gobernantes en general. Para empezar, debe quedar claro a los políticos que la mercadotecnia no aplica en nuestro país, que nuestra ciudadanía es lo suficientemente madura como para dejarse engañar por espejitos o retóricas vacías. Debe quedar claro para los políticos que el único criterio válido para aspirar a contar con las preferencias de los ciudadanos son sus propias acciones, la congruencia entre sus promesas y sus decisiones. La ciudadanía en México está más alerta y despierta de lo que los políticos sospechan. Ya es tiempo de que los partidos y los gobernantes se tomen en serio el “¡No nos falles!” del 2 de julio del 2000. Una consigna más que elocuente del nuevo México que hasta ahora muy pocos políticos han alcanzado siquiera a atisbar. 
En esta perspectiva de cuestionamiento general a la partidocracia, abstenerse de votar o anular el voto no marca mayores diferencias. Al final, ambos se suman a la expresión generalizada de descontento social hacia nuestros representantes. Así, por ejemplo, una abstención/anulación total del 60 o más por ciento en las elecciones presidenciales del 2012 sería la mejor manifestación de que la ciudadanía ha dejado de confiar completamente en lo que proponen los partidos y candidatos. Por su parte, quien así llegue finalmente al poder lo hará sumamente deslegitimado, sabiendo que gobernará en términos prácticos con el respaldo de una minoría poco representativa de la pluralidad que cruza a la sociedad, una minoría de 15 a 25 por ciento del padrón en su conjunto.
En ese escenario, contrariamente a lo que sugiere cierta lógica, el abstencionismo creciente puede propiciar transformaciones interesantes en el sistema de partidos y cambios positivos en las agendas y la fisonomía de los partidos en busca de permanecer como opciones electoralmente viables en futuras contiendas.  Es decir, puede tener un efecto positivo: estimular y acelerar tanto la renovación política y la autocrítica que hasta ahora han desdeñado todas las fuerzas partidistas como la celebración de acuerdos interpartidistas efectivos en el seno del Congreso y en otras instancias con el objetivo de avanzar, ahora sí, en una verdadera Reforma del Estado, tan necesaria para el país.
Por otra parte, no falta quien descalifique la abstención o el voto nulo con el argumento de que proceder así le daría una enorme ventaja al puntero en las tendencias, y sí éste es el PRI pues estaríamos en la antesala de una regresión autoritaria. No es este el lugar para discutir si el regreso del PRI significa una regresión, un restablecimiento del autoritarismo o simplemente una alternancia de regreso, pues de ello me he ocupado profusamente en otros ensayos (aunque aclaro que mi perspectiva al respecto es poco halagüeña), pero sí para señalar que si el PRI “arrasara” en 2012 no sería por culpa del abstencionismo sino por la decepción, frustración o rechazo que provocan las otras opciones, las cuales serían mucho más castigadas por el electorado que el propio PRI. En esa perspectiva, o sea de un triunfo abrumador de un partido sobre los otros, quizá tenga un mayor peso simbólico que dicho triunfo vaya acompañado de un muy alto abstencionismo, como manifestación fehaciente de repudio y malestar, que de un bajo abstencionismo. Dicho de otra manera, en ese escenario vale más manifestar el descontento no votando o anulando el voto que votando por los abajeños, sabiendo de antemano que no alcanzarán al puntero. Obviamente, las cosas serían distintas en un contexto donde las tendencias se cierran y nadie puede anticipar el resultado. En ese caso y sólo en ese, el “voto útil” sí valdría más que el no voto o el voto nulo. Ya veremos…

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