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La máxima extracción posible
La militarización de la política energética
Introducción de Tom Engelhardt
Pensemos al presidente Trump y su administración como una panda de ladrones. Por supuesto, hay un robo evidente: lo que en el fondo pretenden –como sucede con la recientemente aprobada ley de “reforma” tributaria– es robar al ciudadano de a pie y regalar un ahorro eterno a los ya pasmosamente ricos –entre ellos al propio presidente (posiblemente, hasta 15 millones de dólares por año) y a su yerno Jared Kusher (tal vez, hasta 12 millones de dólares por año). Según la Oficina del Presupuesto del Congreso (CBO, por sus siglas en inglés), las reservas en metálico ya están empezando a caer más rápidamente que lo que se esperaba como consecuencia de la pérdida de recaudación asociada con esta ley, Y las modestas ganancias ofrecidas a los contribuyentes normales para ocultar un vasto aumento de la riqueza del 1 por ciento más rico desaparecerán en los próximos años veinte, mientras que los recortes impositivos que benefician a las corporaciones serán para siempre.
Pensemos en esas acciones no como las de un insignificante ladronzuelo sino como un robo fundamental, ya que implican robar a un tiempo futuro para financiar a una plutocracia cada vez más rica del presente. Donald, en otras palabras, no solo está robándonos a nosotros sino a nuestros hijos y nietos. Y si esto es verdad respecto de su ley impositiva, mucho más lo es de su política energética, como hoy lo pone en negro sobre blanco Michael Klare, colaborador habitual de TomDispatch. Dada la adicción del presidente a los combustibles fósiles, su creencia de que liberar a la Gran Energía de todas las restricciones y regulaciones existentes es crucial para la futura dominación mundial de Estados Unidos –Klare nos informa– está incrustada en el núcleo de la Estrategia de la Seguridad Nacional recientemente dada a conocer por la administración. Dicho de otro modo, la explotación de los combustibles fósiles en América del Norte es oficialmente el meollo de la formulación de la política del presidente Trump y sus generales.
Esto no solo es una cuestión de robar el futuro dinero de nuestros hijos y nietos; ni siquiera de la contaminación del medioambiente en el que ellos crecerán, como todos los estadounidenses que crecieron en los cincuenta del siglo pasado –como Donald Trump (o yo mismo)–. La cuestión es el robo de todo lo suyo, incluyendo la potencialidad de un entorno que alimentó a generación tras generación de niños en este planeta durante los miles de años de historia humana. Si el presidente y su equipo de negacionistas climáticos hacen lo suyo, es decir, la versión ‘combustibles fósiles’ de la “dominación” de la energía para gobernar nuestro mundo estadounidense –mientras cierran el camino a las energías alternativas–, habrán robado el futuro de todos para asegurar la comodidad de unos pocos seres humanos de hoy. Como parte de los que solo se puede considerar un insensato plan para calentar aún más el planeta, la política energética del presidente Trump será, sin duda alguna, no solo un robo, no solo el mayor deliro de este siglo, sino también un terricidio, es decir, la destrucción del propio planeta, un crimen de todos los siglos por venir. Tenga el lector eso en cuenta mientras lee la nota de Klare.
--ooOoo--
Cómo piensa Donald Trump utilizar los combustibles fósiles en la lucha por el dominio del mundo
De alguna manera, la nueva política energética de la era Trump es la más extraña del mundo. Todas las grandes potencias de la historia han tratado de tener a sus órdenes los recursos energéticos, no ser esclavos de ellos –la fuerza eólica, la hulla o el petróleo–, para favorecer sus ambiciones hegemónicas. Lo que hace que la variante trumpiana –explotación irrestricta de las reservas de combustibles fósiles de Estados Unidos– sea única tiene que ver con el momento en que se aplica y la probable devastación que resultará, gracias no solo a la contaminación estilo años cincuenta del siglo pasado del aire, el agua y el entorno urbano sino la devastadora ayuda que dará a un planeta cada vez más recalentado.
El mes pasado, si el lector prestó atención al parloteo de la elite del poder en el Foro Económico Mundial de Davos, Suiza, habrá oído mucha suficiencia sobre el inmenso progreso realizado en las energías renovables. “Mi gobierno ha proyectado una importante campaña”, dijo el primer ministro indio Narendra Modi en su discurso. “Para 2022, queremos generar 175 gigavatios con energías renovables; en los últimos tres años ya hemos conseguido generar 60, es decir, más o menos un tercio de nuestro objetivo.” Otros gobernantes del mundo también presumieron de haber logrado acelerar la construcción de instalaciones para utilizar la energía eólica y la solar. Solo un personaje importante osó expresarse contra la tendencia dominante: el secretario de Energía de Estados Unidos Rick Perry. Nuestro país, insistió, ha sido “bendecido con una sustancial capacidad para brindar a la población mundial una mejor calidad de vida mediante los combustibles fósiles”.
¿Una mejor calidad de vida mediante los combustibles fósiles? En esta cuestión, él y sus colegas de la administración Trump están hoy completamente solos en el planeta Tierra. En estos momentos, prácticamente todos los demás países han optado –ya sea participando en el acuerdo climático de París o con iniciativas como la puesta en marcha por India– por acelerar la transición de una economía basada en el carbón a otra fundada en las renovables.
Tal vez esto tenga una explicación: la deuda que Donald Trump tiene con los intereses de la corporación de los combustibles fósiles que le ayudaron a hacerse con la presidencia de EEUU. Por ejemplo, piense el lector en la reciente decisión de su secretario del Interior de habilitar gran parte de los litorales marinos del Atlántico y del Pacífico a la perforación en el mar (un viejo anhelo de la industria del petróleo y el gas natural) o las medidas de su administración para levantar las restricciones a la explotación de la hulla en tierras federales (un viejo anhelo de la industria carbonífera). Claramente, ambas medidas son en pago de algo. Aun así, hay mucho más que sumisión a los barones del crudo y la hulla escondido detrás de la política energética de Trump (y de los dichos de Perry), Desde la perspectiva de la Casa Blanca, Estados Unidos está metido en una importantísima lucha con naciones rivales por el poder en el mundo y, según se dice, la abundancia de combustibles fósiles le proporciona una ventaja decisiva. Cuantos más combustibles fósiles produzca y exporte EEUU, tanto mayor será su estatura en el sistema competitivo mundial; es por esto, precisamente, que la maximización de estos rasgos ya se ha convertido en la columna vertebral de la política de seguridad nacional del presidente Trump.
El presidente trazó su distópica visión del mundo (y la de los generales que él nombró para que se encarguen de lo que alguna vez se conoció como la “política internacional” estadounidense) en un discurso pronunciado un 18 de diciembre en el que anunciaba la publicación del documento sobre de la nueva Estrategia de la Seguridad Nacional (NSS, por sus siglas en inglés) de la administración. “Nos guste o no”, afirmó, “estamos insertos en una era de competición.” Estados Unidos se enfrenta a “regímenes maliciosos” como Irán y Corea del Norte y “potencias rivales, Rusia y China, que tratan de desafiar la influencia, los valores y la riqueza de EEUU”. En un mundo tan competitivo, agregó, “nos defenderemos solos; por nuestro país, lo haremos como nunca lo hemos hecho. Nuestros rivales son fuertes. Son tenaces y comprometidos con el largo plazo. Pero nosotros también”.
Para Trump y sus generales, estamos en un mundo que tiene que ver muy poco con el que tuvieron que vérselas las dos administraciones anteriores, un mundo en el que era raro que los conflictos entre las grandes potencias fueran el centro de la atención y la sociedad civil se mantenía mayormente al margen de la presiones de las interminables guerras de este país. Ellos creen que en estos momentos, con la amenaza de años de lucha por venir, Estados Unidos ya no puede permitirse separar “la patria” de las zonas de combate en el extranjero. “Para tener éxito”, acabó el presidente, “debemos integrar todas las dimensiones de nuestra fuerza como nación y competir con todos los instrumentos de los que dispone nuestro país.”
Es aquí, en la visión trumpiana del mundo, donde se sitúa la energía.
Dominación energética
Desde el inicio de su presidencia, Donald Trump dejó bien en claro que en EEUU la barata y abundante energía derivada de los combustibles fósiles iba a ser el factor crucial de su enfoque de movilización total para la competición global. En su punto de vista y el de sus consejeros, se trata del elemento decisivo esencial para asegurar la vitalidad económica de la nación, su fuerza militar y su peso geopolítico, sea cual sea el daño que se pueda ocasionar a la vida de los estadounidenses, al medioambiente de la Tierra o incluso al futuro de la vida humana en este planeta. Hoy, la explotación y la utilización política de los combustibles fósiles se sitúa en el corazón mismo de la definición trumpiana de la seguridad nacional, como la reciente publicación de la NSS lo pone con meridiana claridad.
“El acceso a las fuentes nacionales de energías limpias, factibles y confiables asegura un Estados Unidos próspero, seguro y potente durante las próximas décadas”, plantea. “la liberación de esas abundantes fuentes de energía –hulla, gas natural y nuclear– estimula la economía y construye los cimientos de un futuro crecimiento.”
Entonces, los cierto es que aunque –en las palabras– el documento menciona el papel de las energías renovables, nadie se tomaría eso demasiado en serio si, por ejemplo, se tiene en cuenta la reciente decisión presidencial de gravar con altos aranceles la importación de paneles fotovoltaicos, una medida que probablemente paralice la industria de las instalaciones solares. Lo que en el fondo realmente le interesa a Trump son esas reservas nacionales de combustibles fósiles. Solo utilizándolos para obtener supremacía o lo que él anuncia con bombos y platillos, no solo en cuanto a la “independencia energética” sino la total “dominación energética”, Estados Unidos puede evitar el quedar en deuda con algunas potencias extranjeras y de ese modo proteger su soberanía. Es por eso que él celebra un día sí y el otro también el éxito de la “revolución de los combustibles no convencionales”, el empleo de la tecnología del fracking para extraer el crudo y el gas natural profundamente encerrados en las formaciones shale. Tal como él lo ve, la explotación al máximo de estos yacimientos hace que EEUU sea mucho menos dependiente de la importación de combustibles.
Además, la posibilidad de suministrar combustibles fósiles a otros países será una ventaja geopolítica, una realidad dolorosamente clara en los primeros años de este siglo cuando Rusia aprovechó su condición de principal proveedor de gas natural a Ucrania, Bielorusia y otras antiguas repúblicas socialistas para conseguir que le hicieran concesiones políticas. Donald Trump aprendió esa lección y la incorporó en sus planes estratégicos.
“Nuestro país ha sido bendecido con una energía extraordinariamente abundante”, declaró el pasado junio en un ‘Encuentro para liberar la energía de Estados Unidos’. “Somos uno de los principales productores de petróleo del mundo y el número 1 de gas natural. Con estos increíbles recursos, mi administración no solo buscará la independencia energética que EEUU ha estado anhelando durante tanto tiempo sino la dominación en el campo de la energía. Y seremos exportadores... Seremos preponderantes. Exportaremos la energía estadounidense a todo el mundo.”
Lograr la dominación energética
En cuestión de energía, ¿qué significa en la práctica una posición dominante? Para el presidente Trump y sus adláteres, significa sobre todo “quitar todo freno” a las posibilidades que brinda la abundancia energética mediante la eliminación de todas las limitaciones que regulan la explotación de las reservas nacionales de combustibles fósiles. Después de todo, Estados Unidos posee algunos de los mayores yacimientos de crudo, huya y gas natural del mundo; con la aplicación de todas las maravillas tecnológicas a su disposición puede extraer al máximo esas reservas para aumentar la potencia del país*.
“La verdad es que en nuestro país contamos con un suministro virtualmente ilimitado de energía”, declaró el presidente en junio del año pasado. Todo lo que impedía su explotación cuando él entró en el Despacho Oval, insistía, eran las normas medioambientales impuestas por la administración Obama. “No debemos tener obstáculos. Desde el mismo primer día en mi cargo, he estado tomando medidas a buen ritmo para suprimir esas normas y eliminar las barreras que dificultan la producción de la energía nacional.” Después mencionó su autorización para la construcción de los oleoductos de Keystone XL y Dakota Access, la cancelación de una moratoria en el arrendamiento de tierras federales para la minería de la hulla, la revocación de la medida de la administración Obama cuyo objetivo era impedir la emisión de metano en la extracción de gas natural en tierras federales y la reducción presupuestaria del plan Energías Limpias del anterior presidente, que (de haber sido puesto en marcha) habría exigido una drástica reducción de la utilización del carbón mineral. Y, con la reciente autorización de perforar en la prístina costa norte de Alaska en el Ártico, la cuestión es no parar jamás.
Estrechamente ligado con esas medidas ha sido el repudio presidencial de los acuerdos climáticos de París porque –según la visión trumpiana– también esos acuerdos eran un obstáculo en sus proyectos de “quitar todo freno” a la energía estadounidense en la búsqueda del poder internacional. Mediante el retiro de los acuerdos pretendía estar protegiendo la “soberanía” de Estados Unidos e iniciando, al mismo tiempo, el camino hacia una nueva forma de dominación energética de ámbito mundial. “Tenemos mucha más [energía] que lo que nunca creímos posible”, afirmó. “Estamos en una posición realmente determinante. ¿Y sabéis qué? No vamos a permitir que otro país nos quite la soberanía y nos diga qué debemos hacer y cómo debemos hacerlo. Esto no va a pasar.”
No importa que los acuerdos de París de ningún modo limiten la soberanía de EEUU. Solo obliga a que sus signatarios –en estos momentos, todos los países de la Tierra excepto Estados Unidos– dicten medidas para reducir sus emisiones de gases de invernadero con el objetivo de impedir que la temperatura global aumente más de 2º C respecto del nivel preindustrial (los científicos creen que este es el mayor incremento que el planeta puede absorber sin que se produzcan impactos verdaderamente catastróficos como un aumento del nivel del mar de tres metros). En tiempos de Obama, en el marco de su proyecto para alcanzar esta meta. Estados Unidos prometió, entre otras cosas, poner en marcha el Plan de Energía Limpias (CBP, por sus siglas en inglés) para reducir el consumo de hulla, Esto, por supuesto representaba un inaceptable impedimento para la política trumpiana de extraer todo lo extraíble.
El último paso de la estrategia presidencial para convertir a este país en un exportador importante implica facilitar el transporte de los combustibles fósiles a las zonas portuarias para su embarque hacia el extranjero. De este modo, él también transformará al gobierno en el mayor vendedor de esos combustibles (como ya lo es, por ejemplo, de las armas que produce EEUU). Para hacerlo, activará la aprobación de permisos de exportación de gas natural licuado (LNG, por sus siglas en inglés) e incluso de algún nuevo tipo de plantas de generación de electricidad –de “baja emisión”– alimentadas con carbón mineral. El departamento del Tesoro, reveló Trump en aquel encuentro de junio, “se ocupará de financiar las centrales eléctricas de alta eficiencia alimentadas con hulla que se construyan en el extranjero”. Además, sostuvo que “los ucranianos nos han dicho que necesitan millones y millones de toneladas [de carbón mineral] ahora mismo. Hay muchos otros lugares en los que también lo necesitan. Y nosotros queremos vendérselo, y a cualquiera que lo necesite en todo el mundo”. También anunció la aprobación de cada vez más exportación de LNG desde una nueva instalación en Lake Charles, Louisiana, y la construcción de un nuevo oleoducto hacia México para “aumentar más aún la exportación de energía estadounidense; el oleoducto pasará debajo del (de momento, solo proyectado) muro”.
Por lo general, esas acciones en materia energética han sido vistas como parte de una agenda a favor de la industria y en contra de los ambientalistas; ciertamente, lo son. No obstante, cada una de ellas es un aspecto más de una estrategia cada vez más militarizada de insertar la energía nacional en una lucha épica –al menos en la mente del presidente y sus consejeros– para conseguir que Estados Unidos se asegure la dominación del mundo..
Hacia dónde apunta todo esto
Durante su primer año en la presidencia, Tump ha conseguido muchos de sus objetivos de máxima extracción de combustibles fósiles. En estos momentos, con todos ellos excepcionalmente incluidos en la estrategia de la seguridad nacional de nuestro país, tenemos un conocimiento más claro de lo que está ocurriendo. Ante todo, junto con el aumento del presupuesto para las fuerzas armadas de Estados Unidos (y la “modernización” del arsenal nuclear del país), Donald Trump y sus generales han convertido a los combustibles fósiles en un ingrediente decisivo del crecimiento de nuestra seguridad nacional. En ese sentido, convertirán en obstáculo contra el interés nacional y –muy literalmente– la seguridad nacional de EEUU, cualquier cosa (o cualquier grupo) que se oponga a la extracción y explotación del petróleo, el carbón mineral y el gas natural.
En otras palabras, la expansión de la industria de los combustibles fósiles y su exportación se ha transformado en un aspecto importante de la política exterior y la política de seguridad de Estados Unidos. Por supuesto, esa expansión y la exportación asociada a ella implican un ingreso económico y aseguran algunos puestos de trabajo pero, desde el punto de vista del presidente, también potencian el perfil geopolítico del país ya que animan a los amigos y socios en el extranjero a confiar cada vez más en nosotros para resolver sus necesidades de energía en lugar de mirar hacia Rusia o Irán. “Como abastecedor cada vez más importante de recursos, tecnologías y servicios relacionados con la energía en el mundo”, declara la NSS sin una pizca de ironía, Estados Unidos ayudará a que sus aliados y socios sean cada vez más fuertes frente a quienes utilizan la energía para coaccionar.
En tanto la administración Trump avance en todo esto, sin duda será fundamental la construcción y el mantenimiento de infraestructura ligada a la energía –oleoductos, gasoductos y ferrocarriles que aseguren el transporte del crudo, el gas natural y la hulla desde el interior del país a las instalaciones de procesamiento y las de exportación en los puertos. Debido a que muchas de las grandes ciudades y centros poblados de la nación están en las costas del Atlántico, el Pacífico o el golfo de México y a que durante mucho tiempo el país ha dependido de la importación de buena parte del petróleo que consumía, un sector importante de la superestructura petrolera existente –refinerías, instalaciones de gas natural licuado, estaciones de bombeo y demás– ya está localizado a lo largo de las costas mencionadas. Aun así, gran parte del suministro de energía que Trump pretende explotar –los yacimientos no convencionales de Texas y North Dakota, las reservas de hulla de Nebraska– está situada en el interior del país. Para que su estrategia tenga éxito, esas zonas deben ser conectadas más eficazmente con las instalaciones portuarias mediante una formidable red de nuevos oleoductos y otras infraestructuras de transporte. Todo esto costará enormes sumas de dinero y propiciará grandes conflictos con los ambientalistas, los pueblos nativos, los agricultores, los propietarios y otras personas cuyas tierras y formas de vida serán degradadas gravemente cuando esas instalaciones empiecen a construirse; sin duda, todos ellos se resistirán.
Para Trump, el camino que tiene ante él es claro: hacer lo que haga falta para construir la infraestructura necesaria para entregar esos combustibles fósiles en el extranjero. No es sorprendente, entonces, que la Estrategia de la Seguridad Nacional declare: “Racionalizaremos el proceso de aprobación de las regulaciones federales referidas a la infraestructura energética desde los oleoductos a las terminales de exportación para el embarque de contenedores”. Seguramente, esto provocará numerosos conflictos con grupos ambientalistas y otros habitantes de lo que Naomi Klein (autora de Esto lo cambia todo) llama “Blockadia”** –lugares como la reserva de pueblos originarios de Standing Rock en North Dakota, donde miles de sioux y sus seguidores acamparon el año pasado en un finalmente fracasado intento de detener la construcción del oleoducto Dakota Access. Dada la insistencia de la administración en vincular la producción de combustibles con la seguridad de Estados Unidos, imaginamos que los intentos de manifestarse contra ella tropezarán con un áspero trato por parte de las agencias federales encargadas de hacer cumplir la ley.
Además, la construcción de esas instalaciones costarán mucho dinero; por eso es esperable que el presidente Trump incluya la construcción de oleoductos en la ley de modernización de las infraestructuras que envíe al Congreso, asegurándose así que los dólares del contribuyente financien el esfuerzo. Ciertamente, la inclusión de la construcción de oleoductos y otros equipamientos del rubro energético en cualquier futura iniciativa vinculada con las infraestructuras es ya un objetivo principal de los influyentes grupos como el Instituto Estadounidense del Petróleo (API, por sus siglas en inglés) y la Cámara de Comercio de EEUU (USCC, por sus siglas en inglés). La reconstrucción de carreteras y puentes está muy bien, dijo Thomas Donohue, presidente de la Cámara de Comercio, pero “... también estamos viviendo un resurgimiento energético y todavía no tenemos la infraestructura de lo sustente”. Como resultado de ello, agregó, debemos “construir los oleoductos necesarios para poner en el mercado nuestros abundantes recursos”. Dada la influencia que esos intereses corporativos tienen en la Casa Blanca y los legisladores republicanos, es razonable suponer que cualquier ley sobre la revitalización de la infraestructura estará, al menos en parte, centrado en la energía.
Y no olvidemos que para el presidente Trump, con su visión del mundo rigurosamente ligada a los combustibles fósiles, esto no es más que el comienzo. Las cuestiones que podrían ser vistas por otras personas como ambientales o inclusos conservacionistas del territorio serán vistas por él y su gente como otros tantos obstáculos para la seguridad y la grandeza de la nación. Asimismo, frente a lo que sin duda será una serie de potenciales desastres medioambientales sin precedentes, quienes se oponen al proyecto presidencial deberán cuestionar su visión del mundo y el papel que los combustibles fósiles desempeñarán en ella.
La venta de más combustibles fósiles a compradores del extranjero, mientras se intenta ahogar el desarrollo de las energías renovables (cediendo, de ese modo, a otros países esos sectores de la economía que crean puestos genuinos de trabajo) puede ser bueno para los gigantes corporativos del petróleo y la hulla, pero no hará amigos de Estados Unidos fuera de sus fronteras en un momento en el que el cambio climático está pasando a ser una preocupación cada día más grande para muchas personas en todo el mundo. Con prolongadas sequías, con tormentas y huracanes cada vez más fuertes y con letales olas de calor afectando a regiones cada vez más amplias del globo, con el nivel del mar aumentando sin cesar y con condiciones climáticas extremas convirtiéndose en lo normal, la necesidad de contener el cambio climático no hace más que crecer, como lo hace también la de energías renovables.
Donald Trump y su administración de negacionistas del cambio climático están –literalmete– viviendo en un siglo equivocado. Es posible que militarizar la política energética e instalar los combustibles fósiles en el centro de la política de la seguridad nacional en los tiempos que corren sea atrayente para ellos, pero es un enfoque obviamente condenado a la desgracia. Es, de hecho, la definición de lo anticuado.
Desgraciadamente, dadas las circunstancias del planeta Tierra en este momento, también amenaza ser una desgracia para todos nosotros. Cuanto más escrutamos el futuro, tanto más probable se puede prever que el liderazgo mundial recaiga sobre las espaldas de quienes puedan asegurar con efectividad y eficiencia el empleo de las energías renovables, no de las de quienes aportan los combustibles fósiles que envenenan el entorno y la atmósfera. Siendo así, nadie que aspire a ser una autoridad mundial debería decir en Davos ni en cualquier otro sitio que estamos bendecidos con “una sustancial capacidad para brindar a la población mundial una mejor calidad de vida mediante los combustibles fósiles”.
* Coincidentemente, mientras traducía esta nota (19·FEB·2018), el periódico español Público sacó una nota en la que informaba de que EEUU había conseguido ser el primer productor de crudo del mundo (http://www.publico.es/internacional/internacional-eeuu-asume-vitola-primer-productor-crudo-mundo.html). (N. del T.)
** Francisco Valdés Perezgazca describe ese país llamado Blockadia en http://www.milenio.com/firmas/francisco_valdes_perezgasga/Blockadia_18_423137690.html. (N. del T.)
Michael T. Klare, colaborador habitual de TomDispatch, es profesor de Paz y Seguridad Mundial en el Instituto Hampshire y autor de 14 libros, entre ellos el más reciente The Race for What’s Left. Una versión cinematográfica documental de su libro Blood and Oil está disponible en Media Education
Fuente: http://www.tomdispatch.com/post/176384/tomgram%3A_michael_klare%2C_militarizing_america%27s_energy_policy/#more
Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor y Rebelión como fuente de la misma.
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Introducción de Tom Engelhardt
Pensemos al presidente Trump y su administración como una panda de ladrones. Por supuesto, hay un robo evidente: lo que en el fondo pretenden –como sucede con la recientemente aprobada ley de “reforma” tributaria– es robar al ciudadano de a pie y regalar un ahorro eterno a los ya pasmosamente ricos –entre ellos al propio presidente (posiblemente, hasta 15 millones de dólares por año) y a su yerno Jared Kusher (tal vez, hasta 12 millones de dólares por año). Según la Oficina del Presupuesto del Congreso (CBO, por sus siglas en inglés), las reservas en metálico ya están empezando a caer más rápidamente que lo que se esperaba como consecuencia de la pérdida de recaudación asociada con esta ley, Y las modestas ganancias ofrecidas a los contribuyentes normales para ocultar un vasto aumento de la riqueza del 1 por ciento más rico desaparecerán en los próximos años veinte, mientras que los recortes impositivos que benefician a las corporaciones serán para siempre.
Pensemos en esas acciones no como las de un insignificante ladronzuelo sino como un robo fundamental, ya que implican robar a un tiempo futuro para financiar a una plutocracia cada vez más rica del presente. Donald, en otras palabras, no solo está robándonos a nosotros sino a nuestros hijos y nietos. Y si esto es verdad respecto de su ley impositiva, mucho más lo es de su política energética, como hoy lo pone en negro sobre blanco Michael Klare, colaborador habitual de TomDispatch. Dada la adicción del presidente a los combustibles fósiles, su creencia de que liberar a la Gran Energía de todas las restricciones y regulaciones existentes es crucial para la futura dominación mundial de Estados Unidos –Klare nos informa– está incrustada en el núcleo de la Estrategia de la Seguridad Nacional recientemente dada a conocer por la administración. Dicho de otro modo, la explotación de los combustibles fósiles en América del Norte es oficialmente el meollo de la formulación de la política del presidente Trump y sus generales.
Esto no solo es una cuestión de robar el futuro dinero de nuestros hijos y nietos; ni siquiera de la contaminación del medioambiente en el que ellos crecerán, como todos los estadounidenses que crecieron en los cincuenta del siglo pasado –como Donald Trump (o yo mismo)–. La cuestión es el robo de todo lo suyo, incluyendo la potencialidad de un entorno que alimentó a generación tras generación de niños en este planeta durante los miles de años de historia humana. Si el presidente y su equipo de negacionistas climáticos hacen lo suyo, es decir, la versión ‘combustibles fósiles’ de la “dominación” de la energía para gobernar nuestro mundo estadounidense –mientras cierran el camino a las energías alternativas–, habrán robado el futuro de todos para asegurar la comodidad de unos pocos seres humanos de hoy. Como parte de los que solo se puede considerar un insensato plan para calentar aún más el planeta, la política energética del presidente Trump será, sin duda alguna, no solo un robo, no solo el mayor deliro de este siglo, sino también un terricidio, es decir, la destrucción del propio planeta, un crimen de todos los siglos por venir. Tenga el lector eso en cuenta mientras lee la nota de Klare.
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Cómo piensa Donald Trump utilizar los combustibles fósiles en la lucha por el dominio del mundo
De alguna manera, la nueva política energética de la era Trump es la más extraña del mundo. Todas las grandes potencias de la historia han tratado de tener a sus órdenes los recursos energéticos, no ser esclavos de ellos –la fuerza eólica, la hulla o el petróleo–, para favorecer sus ambiciones hegemónicas. Lo que hace que la variante trumpiana –explotación irrestricta de las reservas de combustibles fósiles de Estados Unidos– sea única tiene que ver con el momento en que se aplica y la probable devastación que resultará, gracias no solo a la contaminación estilo años cincuenta del siglo pasado del aire, el agua y el entorno urbano sino la devastadora ayuda que dará a un planeta cada vez más recalentado.
El mes pasado, si el lector prestó atención al parloteo de la elite del poder en el Foro Económico Mundial de Davos, Suiza, habrá oído mucha suficiencia sobre el inmenso progreso realizado en las energías renovables. “Mi gobierno ha proyectado una importante campaña”, dijo el primer ministro indio Narendra Modi en su discurso. “Para 2022, queremos generar 175 gigavatios con energías renovables; en los últimos tres años ya hemos conseguido generar 60, es decir, más o menos un tercio de nuestro objetivo.” Otros gobernantes del mundo también presumieron de haber logrado acelerar la construcción de instalaciones para utilizar la energía eólica y la solar. Solo un personaje importante osó expresarse contra la tendencia dominante: el secretario de Energía de Estados Unidos Rick Perry. Nuestro país, insistió, ha sido “bendecido con una sustancial capacidad para brindar a la población mundial una mejor calidad de vida mediante los combustibles fósiles”.
¿Una mejor calidad de vida mediante los combustibles fósiles? En esta cuestión, él y sus colegas de la administración Trump están hoy completamente solos en el planeta Tierra. En estos momentos, prácticamente todos los demás países han optado –ya sea participando en el acuerdo climático de París o con iniciativas como la puesta en marcha por India– por acelerar la transición de una economía basada en el carbón a otra fundada en las renovables.
Tal vez esto tenga una explicación: la deuda que Donald Trump tiene con los intereses de la corporación de los combustibles fósiles que le ayudaron a hacerse con la presidencia de EEUU. Por ejemplo, piense el lector en la reciente decisión de su secretario del Interior de habilitar gran parte de los litorales marinos del Atlántico y del Pacífico a la perforación en el mar (un viejo anhelo de la industria del petróleo y el gas natural) o las medidas de su administración para levantar las restricciones a la explotación de la hulla en tierras federales (un viejo anhelo de la industria carbonífera). Claramente, ambas medidas son en pago de algo. Aun así, hay mucho más que sumisión a los barones del crudo y la hulla escondido detrás de la política energética de Trump (y de los dichos de Perry), Desde la perspectiva de la Casa Blanca, Estados Unidos está metido en una importantísima lucha con naciones rivales por el poder en el mundo y, según se dice, la abundancia de combustibles fósiles le proporciona una ventaja decisiva. Cuantos más combustibles fósiles produzca y exporte EEUU, tanto mayor será su estatura en el sistema competitivo mundial; es por esto, precisamente, que la maximización de estos rasgos ya se ha convertido en la columna vertebral de la política de seguridad nacional del presidente Trump.
El presidente trazó su distópica visión del mundo (y la de los generales que él nombró para que se encarguen de lo que alguna vez se conoció como la “política internacional” estadounidense) en un discurso pronunciado un 18 de diciembre en el que anunciaba la publicación del documento sobre de la nueva Estrategia de la Seguridad Nacional (NSS, por sus siglas en inglés) de la administración. “Nos guste o no”, afirmó, “estamos insertos en una era de competición.” Estados Unidos se enfrenta a “regímenes maliciosos” como Irán y Corea del Norte y “potencias rivales, Rusia y China, que tratan de desafiar la influencia, los valores y la riqueza de EEUU”. En un mundo tan competitivo, agregó, “nos defenderemos solos; por nuestro país, lo haremos como nunca lo hemos hecho. Nuestros rivales son fuertes. Son tenaces y comprometidos con el largo plazo. Pero nosotros también”.
Para Trump y sus generales, estamos en un mundo que tiene que ver muy poco con el que tuvieron que vérselas las dos administraciones anteriores, un mundo en el que era raro que los conflictos entre las grandes potencias fueran el centro de la atención y la sociedad civil se mantenía mayormente al margen de la presiones de las interminables guerras de este país. Ellos creen que en estos momentos, con la amenaza de años de lucha por venir, Estados Unidos ya no puede permitirse separar “la patria” de las zonas de combate en el extranjero. “Para tener éxito”, acabó el presidente, “debemos integrar todas las dimensiones de nuestra fuerza como nación y competir con todos los instrumentos de los que dispone nuestro país.”
Es aquí, en la visión trumpiana del mundo, donde se sitúa la energía.
Dominación energética
Desde el inicio de su presidencia, Donald Trump dejó bien en claro que en EEUU la barata y abundante energía derivada de los combustibles fósiles iba a ser el factor crucial de su enfoque de movilización total para la competición global. En su punto de vista y el de sus consejeros, se trata del elemento decisivo esencial para asegurar la vitalidad económica de la nación, su fuerza militar y su peso geopolítico, sea cual sea el daño que se pueda ocasionar a la vida de los estadounidenses, al medioambiente de la Tierra o incluso al futuro de la vida humana en este planeta. Hoy, la explotación y la utilización política de los combustibles fósiles se sitúa en el corazón mismo de la definición trumpiana de la seguridad nacional, como la reciente publicación de la NSS lo pone con meridiana claridad.
“El acceso a las fuentes nacionales de energías limpias, factibles y confiables asegura un Estados Unidos próspero, seguro y potente durante las próximas décadas”, plantea. “la liberación de esas abundantes fuentes de energía –hulla, gas natural y nuclear– estimula la economía y construye los cimientos de un futuro crecimiento.”
Entonces, los cierto es que aunque –en las palabras– el documento menciona el papel de las energías renovables, nadie se tomaría eso demasiado en serio si, por ejemplo, se tiene en cuenta la reciente decisión presidencial de gravar con altos aranceles la importación de paneles fotovoltaicos, una medida que probablemente paralice la industria de las instalaciones solares. Lo que en el fondo realmente le interesa a Trump son esas reservas nacionales de combustibles fósiles. Solo utilizándolos para obtener supremacía o lo que él anuncia con bombos y platillos, no solo en cuanto a la “independencia energética” sino la total “dominación energética”, Estados Unidos puede evitar el quedar en deuda con algunas potencias extranjeras y de ese modo proteger su soberanía. Es por eso que él celebra un día sí y el otro también el éxito de la “revolución de los combustibles no convencionales”, el empleo de la tecnología del fracking para extraer el crudo y el gas natural profundamente encerrados en las formaciones shale. Tal como él lo ve, la explotación al máximo de estos yacimientos hace que EEUU sea mucho menos dependiente de la importación de combustibles.
Además, la posibilidad de suministrar combustibles fósiles a otros países será una ventaja geopolítica, una realidad dolorosamente clara en los primeros años de este siglo cuando Rusia aprovechó su condición de principal proveedor de gas natural a Ucrania, Bielorusia y otras antiguas repúblicas socialistas para conseguir que le hicieran concesiones políticas. Donald Trump aprendió esa lección y la incorporó en sus planes estratégicos.
“Nuestro país ha sido bendecido con una energía extraordinariamente abundante”, declaró el pasado junio en un ‘Encuentro para liberar la energía de Estados Unidos’. “Somos uno de los principales productores de petróleo del mundo y el número 1 de gas natural. Con estos increíbles recursos, mi administración no solo buscará la independencia energética que EEUU ha estado anhelando durante tanto tiempo sino la dominación en el campo de la energía. Y seremos exportadores... Seremos preponderantes. Exportaremos la energía estadounidense a todo el mundo.”
Lograr la dominación energética
En cuestión de energía, ¿qué significa en la práctica una posición dominante? Para el presidente Trump y sus adláteres, significa sobre todo “quitar todo freno” a las posibilidades que brinda la abundancia energética mediante la eliminación de todas las limitaciones que regulan la explotación de las reservas nacionales de combustibles fósiles. Después de todo, Estados Unidos posee algunos de los mayores yacimientos de crudo, huya y gas natural del mundo; con la aplicación de todas las maravillas tecnológicas a su disposición puede extraer al máximo esas reservas para aumentar la potencia del país*.
“La verdad es que en nuestro país contamos con un suministro virtualmente ilimitado de energía”, declaró el presidente en junio del año pasado. Todo lo que impedía su explotación cuando él entró en el Despacho Oval, insistía, eran las normas medioambientales impuestas por la administración Obama. “No debemos tener obstáculos. Desde el mismo primer día en mi cargo, he estado tomando medidas a buen ritmo para suprimir esas normas y eliminar las barreras que dificultan la producción de la energía nacional.” Después mencionó su autorización para la construcción de los oleoductos de Keystone XL y Dakota Access, la cancelación de una moratoria en el arrendamiento de tierras federales para la minería de la hulla, la revocación de la medida de la administración Obama cuyo objetivo era impedir la emisión de metano en la extracción de gas natural en tierras federales y la reducción presupuestaria del plan Energías Limpias del anterior presidente, que (de haber sido puesto en marcha) habría exigido una drástica reducción de la utilización del carbón mineral. Y, con la reciente autorización de perforar en la prístina costa norte de Alaska en el Ártico, la cuestión es no parar jamás.
Estrechamente ligado con esas medidas ha sido el repudio presidencial de los acuerdos climáticos de París porque –según la visión trumpiana– también esos acuerdos eran un obstáculo en sus proyectos de “quitar todo freno” a la energía estadounidense en la búsqueda del poder internacional. Mediante el retiro de los acuerdos pretendía estar protegiendo la “soberanía” de Estados Unidos e iniciando, al mismo tiempo, el camino hacia una nueva forma de dominación energética de ámbito mundial. “Tenemos mucha más [energía] que lo que nunca creímos posible”, afirmó. “Estamos en una posición realmente determinante. ¿Y sabéis qué? No vamos a permitir que otro país nos quite la soberanía y nos diga qué debemos hacer y cómo debemos hacerlo. Esto no va a pasar.”
No importa que los acuerdos de París de ningún modo limiten la soberanía de EEUU. Solo obliga a que sus signatarios –en estos momentos, todos los países de la Tierra excepto Estados Unidos– dicten medidas para reducir sus emisiones de gases de invernadero con el objetivo de impedir que la temperatura global aumente más de 2º C respecto del nivel preindustrial (los científicos creen que este es el mayor incremento que el planeta puede absorber sin que se produzcan impactos verdaderamente catastróficos como un aumento del nivel del mar de tres metros). En tiempos de Obama, en el marco de su proyecto para alcanzar esta meta. Estados Unidos prometió, entre otras cosas, poner en marcha el Plan de Energía Limpias (CBP, por sus siglas en inglés) para reducir el consumo de hulla, Esto, por supuesto representaba un inaceptable impedimento para la política trumpiana de extraer todo lo extraíble.
El último paso de la estrategia presidencial para convertir a este país en un exportador importante implica facilitar el transporte de los combustibles fósiles a las zonas portuarias para su embarque hacia el extranjero. De este modo, él también transformará al gobierno en el mayor vendedor de esos combustibles (como ya lo es, por ejemplo, de las armas que produce EEUU). Para hacerlo, activará la aprobación de permisos de exportación de gas natural licuado (LNG, por sus siglas en inglés) e incluso de algún nuevo tipo de plantas de generación de electricidad –de “baja emisión”– alimentadas con carbón mineral. El departamento del Tesoro, reveló Trump en aquel encuentro de junio, “se ocupará de financiar las centrales eléctricas de alta eficiencia alimentadas con hulla que se construyan en el extranjero”. Además, sostuvo que “los ucranianos nos han dicho que necesitan millones y millones de toneladas [de carbón mineral] ahora mismo. Hay muchos otros lugares en los que también lo necesitan. Y nosotros queremos vendérselo, y a cualquiera que lo necesite en todo el mundo”. También anunció la aprobación de cada vez más exportación de LNG desde una nueva instalación en Lake Charles, Louisiana, y la construcción de un nuevo oleoducto hacia México para “aumentar más aún la exportación de energía estadounidense; el oleoducto pasará debajo del (de momento, solo proyectado) muro”.
Por lo general, esas acciones en materia energética han sido vistas como parte de una agenda a favor de la industria y en contra de los ambientalistas; ciertamente, lo son. No obstante, cada una de ellas es un aspecto más de una estrategia cada vez más militarizada de insertar la energía nacional en una lucha épica –al menos en la mente del presidente y sus consejeros– para conseguir que Estados Unidos se asegure la dominación del mundo..
Hacia dónde apunta todo esto
Durante su primer año en la presidencia, Tump ha conseguido muchos de sus objetivos de máxima extracción de combustibles fósiles. En estos momentos, con todos ellos excepcionalmente incluidos en la estrategia de la seguridad nacional de nuestro país, tenemos un conocimiento más claro de lo que está ocurriendo. Ante todo, junto con el aumento del presupuesto para las fuerzas armadas de Estados Unidos (y la “modernización” del arsenal nuclear del país), Donald Trump y sus generales han convertido a los combustibles fósiles en un ingrediente decisivo del crecimiento de nuestra seguridad nacional. En ese sentido, convertirán en obstáculo contra el interés nacional y –muy literalmente– la seguridad nacional de EEUU, cualquier cosa (o cualquier grupo) que se oponga a la extracción y explotación del petróleo, el carbón mineral y el gas natural.
En otras palabras, la expansión de la industria de los combustibles fósiles y su exportación se ha transformado en un aspecto importante de la política exterior y la política de seguridad de Estados Unidos. Por supuesto, esa expansión y la exportación asociada a ella implican un ingreso económico y aseguran algunos puestos de trabajo pero, desde el punto de vista del presidente, también potencian el perfil geopolítico del país ya que animan a los amigos y socios en el extranjero a confiar cada vez más en nosotros para resolver sus necesidades de energía en lugar de mirar hacia Rusia o Irán. “Como abastecedor cada vez más importante de recursos, tecnologías y servicios relacionados con la energía en el mundo”, declara la NSS sin una pizca de ironía, Estados Unidos ayudará a que sus aliados y socios sean cada vez más fuertes frente a quienes utilizan la energía para coaccionar.
En tanto la administración Trump avance en todo esto, sin duda será fundamental la construcción y el mantenimiento de infraestructura ligada a la energía –oleoductos, gasoductos y ferrocarriles que aseguren el transporte del crudo, el gas natural y la hulla desde el interior del país a las instalaciones de procesamiento y las de exportación en los puertos. Debido a que muchas de las grandes ciudades y centros poblados de la nación están en las costas del Atlántico, el Pacífico o el golfo de México y a que durante mucho tiempo el país ha dependido de la importación de buena parte del petróleo que consumía, un sector importante de la superestructura petrolera existente –refinerías, instalaciones de gas natural licuado, estaciones de bombeo y demás– ya está localizado a lo largo de las costas mencionadas. Aun así, gran parte del suministro de energía que Trump pretende explotar –los yacimientos no convencionales de Texas y North Dakota, las reservas de hulla de Nebraska– está situada en el interior del país. Para que su estrategia tenga éxito, esas zonas deben ser conectadas más eficazmente con las instalaciones portuarias mediante una formidable red de nuevos oleoductos y otras infraestructuras de transporte. Todo esto costará enormes sumas de dinero y propiciará grandes conflictos con los ambientalistas, los pueblos nativos, los agricultores, los propietarios y otras personas cuyas tierras y formas de vida serán degradadas gravemente cuando esas instalaciones empiecen a construirse; sin duda, todos ellos se resistirán.
Para Trump, el camino que tiene ante él es claro: hacer lo que haga falta para construir la infraestructura necesaria para entregar esos combustibles fósiles en el extranjero. No es sorprendente, entonces, que la Estrategia de la Seguridad Nacional declare: “Racionalizaremos el proceso de aprobación de las regulaciones federales referidas a la infraestructura energética desde los oleoductos a las terminales de exportación para el embarque de contenedores”. Seguramente, esto provocará numerosos conflictos con grupos ambientalistas y otros habitantes de lo que Naomi Klein (autora de Esto lo cambia todo) llama “Blockadia”** –lugares como la reserva de pueblos originarios de Standing Rock en North Dakota, donde miles de sioux y sus seguidores acamparon el año pasado en un finalmente fracasado intento de detener la construcción del oleoducto Dakota Access. Dada la insistencia de la administración en vincular la producción de combustibles con la seguridad de Estados Unidos, imaginamos que los intentos de manifestarse contra ella tropezarán con un áspero trato por parte de las agencias federales encargadas de hacer cumplir la ley.
Además, la construcción de esas instalaciones costarán mucho dinero; por eso es esperable que el presidente Trump incluya la construcción de oleoductos en la ley de modernización de las infraestructuras que envíe al Congreso, asegurándose así que los dólares del contribuyente financien el esfuerzo. Ciertamente, la inclusión de la construcción de oleoductos y otros equipamientos del rubro energético en cualquier futura iniciativa vinculada con las infraestructuras es ya un objetivo principal de los influyentes grupos como el Instituto Estadounidense del Petróleo (API, por sus siglas en inglés) y la Cámara de Comercio de EEUU (USCC, por sus siglas en inglés). La reconstrucción de carreteras y puentes está muy bien, dijo Thomas Donohue, presidente de la Cámara de Comercio, pero “... también estamos viviendo un resurgimiento energético y todavía no tenemos la infraestructura de lo sustente”. Como resultado de ello, agregó, debemos “construir los oleoductos necesarios para poner en el mercado nuestros abundantes recursos”. Dada la influencia que esos intereses corporativos tienen en la Casa Blanca y los legisladores republicanos, es razonable suponer que cualquier ley sobre la revitalización de la infraestructura estará, al menos en parte, centrado en la energía.
Y no olvidemos que para el presidente Trump, con su visión del mundo rigurosamente ligada a los combustibles fósiles, esto no es más que el comienzo. Las cuestiones que podrían ser vistas por otras personas como ambientales o inclusos conservacionistas del territorio serán vistas por él y su gente como otros tantos obstáculos para la seguridad y la grandeza de la nación. Asimismo, frente a lo que sin duda será una serie de potenciales desastres medioambientales sin precedentes, quienes se oponen al proyecto presidencial deberán cuestionar su visión del mundo y el papel que los combustibles fósiles desempeñarán en ella.
La venta de más combustibles fósiles a compradores del extranjero, mientras se intenta ahogar el desarrollo de las energías renovables (cediendo, de ese modo, a otros países esos sectores de la economía que crean puestos genuinos de trabajo) puede ser bueno para los gigantes corporativos del petróleo y la hulla, pero no hará amigos de Estados Unidos fuera de sus fronteras en un momento en el que el cambio climático está pasando a ser una preocupación cada día más grande para muchas personas en todo el mundo. Con prolongadas sequías, con tormentas y huracanes cada vez más fuertes y con letales olas de calor afectando a regiones cada vez más amplias del globo, con el nivel del mar aumentando sin cesar y con condiciones climáticas extremas convirtiéndose en lo normal, la necesidad de contener el cambio climático no hace más que crecer, como lo hace también la de energías renovables.
Donald Trump y su administración de negacionistas del cambio climático están –literalmete– viviendo en un siglo equivocado. Es posible que militarizar la política energética e instalar los combustibles fósiles en el centro de la política de la seguridad nacional en los tiempos que corren sea atrayente para ellos, pero es un enfoque obviamente condenado a la desgracia. Es, de hecho, la definición de lo anticuado.
Desgraciadamente, dadas las circunstancias del planeta Tierra en este momento, también amenaza ser una desgracia para todos nosotros. Cuanto más escrutamos el futuro, tanto más probable se puede prever que el liderazgo mundial recaiga sobre las espaldas de quienes puedan asegurar con efectividad y eficiencia el empleo de las energías renovables, no de las de quienes aportan los combustibles fósiles que envenenan el entorno y la atmósfera. Siendo así, nadie que aspire a ser una autoridad mundial debería decir en Davos ni en cualquier otro sitio que estamos bendecidos con “una sustancial capacidad para brindar a la población mundial una mejor calidad de vida mediante los combustibles fósiles”.
* Coincidentemente, mientras traducía esta nota (19·FEB·2018), el periódico español Público sacó una nota en la que informaba de que EEUU había conseguido ser el primer productor de crudo del mundo (http://www.publico.es/internacional/internacional-eeuu-asume-vitola-primer-productor-crudo-mundo.html). (N. del T.)
** Francisco Valdés Perezgazca describe ese país llamado Blockadia en http://www.milenio.com/firmas/francisco_valdes_perezgasga/Blockadia_18_423137690.html. (N. del T.)
Michael T. Klare, colaborador habitual de TomDispatch, es profesor de Paz y Seguridad Mundial en el Instituto Hampshire y autor de 14 libros, entre ellos el más reciente The Race for What’s Left. Una versión cinematográfica documental de su libro Blood and Oil está disponible en Media Education
Fuente: http://www.tomdispatch.com/post/176384/tomgram%3A_michael_klare%2C_militarizing_america%27s_energy_policy/#more
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