Desde la Segunda Guerra Mundial nunca había habido tantos cadáveres insepultos en Europa
En su enorme e imprescindible Antígonas,
de 1991, el crítico estadounidense George Steiner trataba de explicar
la vitalidad de la obra de Sófocles, cuyas metástasis cubren por
completo, y renuevan sin cesar, la historia de la cultura occidental. La
conclusión de Steiner es que el enfrentamiento entre la hija de Edipo y
su tío Creonte integra los cinco conflictos que definen la “condición
humana”. Hay otras grandes obras –no sé, Hamlet, Fausto, Medea, D.
Quijote– que dramatizan dos o tres, o incluso cuatro, de estos
conflictos, pero sólo Antígona los trenza todos y, sin
resolverlos, los pone una y otra vez en escena. ¿Cuáles son? Estos
cinco: entre hombre y mujer, entre jóvenes y viejos, entre individuo y
sociedad, entre vivos y muertos, entre humanos y dioses.
Alguien dirá –apuntemos de paso– que Steiner se olvida del conflicto que para un marxista da sentido a todos los demás: el conflicto de clase. Un marxista heterodoxo podría justificar este olvido de una de estas dos maneras. La primera incluyendo el conflicto de clase, sin olvidar su desbordante permeabilidad, en el conflicto entre el individuo y la sociedad. La otra, más drástica y quizás más atinada, recordando que el “conflicto de clase” no preside ni determina la “condición humana” sino sólo la “historia humana” y que el riesgo de confundir ambas puede afectar radicalmente a nuestra relación con la literatura. No es que la opacidad conflictiva de la condición humana en su versión “dramatizada” no tamice, e ilumine al trasluz, los avatares y contratiempos de la lucha de clases, pero conocemos sobradamente los peligros de querer volcar literariamente la una en la otra. Si podemos conocer algo de la “historia humana” a través de Balzac, de Dostoievski o de Dickens (no digamos de la poesía de Pound o de Lorca) es porque no se ocuparon directamente de ella; cada vez que el marxismo (o cualquier otra doctrina explicativa general a partir de una sedicente “contradicción principal”) ha querido imponer la “historia humana” a sus escritores y artistas, no sólo ha empobrecido la literatura y el arte sino que, por eso mismo, nos ha dejado sin un recurso imprescindible para conocer la propia “historia humana”. Nos puede cabrear que Sófocles no nos hablara de la oligarquía ateniense que explotaba precisamente el teatro para legitimar su dominio, pero que haya que buscarla –y se la encuentre también– en el relato de una joven que se enfrenta a un rey para poder enterrar a su hermano revela hasta qué punto “condición humana” e “historia humana” no coinciden; hasta qué punto mantienen y mantendrán siempre su proximidad asíntota, sin disolverse jamás la una en la otra, al menos –justamente– mientras sigamos siendo “históricos”; mientras no seamos ángeles desnudos o razones puras sin calcetines ni zapatos ni pies de barro. O por decirlo de otro modo: no podemos conocer “de verdad” el mundo sino a través de la belleza –que es básicamente “opacidad” y, por lo tanto, tragedia. Y no podemos transformarlo para mejor –el mundo– sin “conocimiento” y sin “verdad”.
Volvamos, en todo caso, a Steiner y a sus cinco conflictos, fuente de la actualidad permanente de Antígona, y metrón también, añadiría yo, del estado del mundo. ¿Cómo saber si progresa o retrocede la civilización? Por la respuesta que, en cada momento de la historia, cada sociedad concreta da a cada uno de estos conflictos, para los que, de cualquier manera, nunca habrá una solución definitiva. No deberíamos soñar siquiera con resolver la “condición humana”, y no sólo porque nos importa conservar el arte y la poesía sino para conservar asimismo nuestras ganas de compartir la mesa, la cama y la hierba con otros humanos; nuestras ganas de trabajar en la historia; nuestras ganas de rebelarnos, al mismo tiempo, contra toda injusticia y contra toda solución definitiva; para conservar, en suma, junto al derecho a las condiciones materiales y colectivas de la felicidad, nuestro inalienable derecho a la infelicidad individual. No deberíamos soñar con resolver estos cinco conflictos nucleares, apenas rebajables, en el mejor de los casos, al antagonismo de una negociación permanente. Lo que a través de ellos sí podemos hacer es medir “el estado de la civilización”; la mayor o menor proximidad –es decir– al incierto y provisional armisticio al que cabe modestamente aspirar.
¿Cuál es el estado del mundo hoy?
No me centraré sino en uno de estos conflictos porque es el menos evidente: la relación entre los vivos y los muertos. La cuestión de género, las libertades públicas, el conflicto generacional, revelan un mundo más bien maltrecho; en cuanto a los dioses, hace tiempo que abandonaron la polis a merced de “estructuras”, “procesos” y “protocolos”. Pero, ¿qué pasa con los muertos? ¿Qué dicen nuestros muertos?
Antígona, se recordará, quería enterrar el cadáver de su hermano Polinice, pasto de las bestias en virtud de un decreto del tirano Creonte; y para ello invocaba leyes “más antiguas y más universales” que las de los gobiernos. Como sabemos los muertos, en su extraña, ambigua y desazonante condición de ex-vivos, se sitúan en el límite de la experiencia social, desde donde reclaman atención. El descubrimiento del fuego –con la cocina y la cerámica como umbrales de la cultura humana– asoció la humanización misma, y la cuestión de la civilización, a la pregunta: ¿qué hacemos con los muertos? Inhumados o incinerados, la preocupación era, sobre todo, la de prolongar su humanidad pasiva salvándolos de la voracidad de los depredadores. El cuerpo abandonado y desatendido, ya incapaz de defenderse por sí mismo, era un cuerpo superviviente, devuelto a la naturaleza en inferioridad de condiciones –como presa y no como cazador–, en una vuelta al pasado pre-prometeico de todo punto imperdonable. Un muerto sólo sigue siendo humano si está realmente muerto; si los vivos pueden asegurarse de que, ya sin vida, al ex-vivo no le sobrevive un cuerpo inerme que se pueden comer los perros, como ocurría antes del descubrimiento del fuego. Completamente muerto y a salvo de fauces y garras, el difunto mantiene así su “estado civil” en una nueva polis subterránea, desde la que se comunica serenamente con los vivos. Un cadáver es literalmente un cuerpo superviviente sin patria y sin amigos, privado de comunidad, que no puede transmitir –tradición– nada a los vivos, salvo angustia y culpabilidad: un fantasma. En el mundo antiguo –pensemos en las negociaciones para recuperar los cadáveres de Patroclo y de Héctor en la Iliada– la obsesión por localizar, reapropiarse y proteger los cuerpos de los muertos es inseparable de la estabilidad del orden social; y del derecho a seguir viviendo –y comiendo y gozando– sin necesidad de pedir perdón. La impiedad con los vivos puede llevar a la guerra, es verdad, pero si la guerra no muestra al menos piedad con los muertos no hay ninguna posibilidad luego de restaurar la paz y con ella la civilización. Esta es una ley “más antigua y más universal” que las de los gobiernos; y los gobiernos que no la cumplen se sitúan sin más fuera del ámbito civilizado.
España, lo sabemos, es desde hace 80 años un país poblado de fantasmas y aún por civilizar: miles de muertos, privados de “estado civil” en las cunetas, se mantienen extramuros de la polis común. Pero el mundo entero es una España a gran escala. Pensemos en la historia de Palinuro, piloto de la nave de Eneas, el fundador mítico de Italia, según el relato de Virgilio. En cumplimiento de una profecía –“yacerás en olvidada arena”–, mientras navegaba de África a Europa, Palinuro fue arrebatado del timón por una ola y arrojado al mar, cuyas corrientes lo arrastaron, ya muerto, a una playa solitaria. Allí quedó, perdido para siempre, indefenso e incivil, hasta el punto de que, ilocalizable su cuerpo, su alma permaneció castigada en el Hades sin que la intercesión del propio Eneas, de visita a los infiernos, sirviera para aliviar su dolor. Pues bien, el infeliz Palinuro se ha convertido hoy en el patrón oficioso –y ominoso– del Mediterráneo.
Hace quince años, en el prólogo a uno de mis libros, relataba yo la historia de Portopalo, un pueblecito pesquero de Sicilia frente a cuyas costas se había producido en 1996 el “mayor naufragio” en Europa desde 1945: 283 inmigrantes, procedentes de Sri Lanka y Pakistán, murieron ahogados la víspera de Navidad sin que nadie les prestara socorro. El caso es que luego, durante meses, los pescadores de Portopalo estuvieron sacando en sus redes, junto a los sargos y las sardinas, despojos y restos humanos, orgánicos o indumentarios, que devolvían a las aguas sin decir nada, temerosos de perder una jornada laboral, en un momento de crisis, con trámites administrativos y protocolos policiales. Recogían, por así decirlo, el cadáver ahogado de Palinuro –que se llamaba, por ejemplo, Apalagan Ganeshu– y lo devolvían una y otra vez al mar (a su “olvidada arena”). Una y otra vez. Yo entonces me servía de la historia de Portopalo y sus pescadores impíos –buena gente achuchada por un oficio muy duro– como metáfora precisa e implacable de “un régimen que produce cadáveres y de una sociedad que los devuelve ininterrumpidamente al mar”.
Esa es la respuesta que da nuestra sociedad al conflicto ancestral entre los vivos y los muertos. Desde 1992 se ha repetido muchas veces en el Mediterráneo, ampliado y agravado, el mayor naufragio de Europa desde la segunda Guerra Mundial: el 3 de octubre de 2013, por ejemplo, frente a Lampedusa, murieron 336 inmigrantes, el 4 de abril de 2015 más de 700 a doscientas millas de las costas de Libia. Entre 1993 y 2013 se ahogaron 20.000 palinuros, con sus propios nombres, cruzando de África a Europa. Sólo en 2016 fueron 5.000. En 2017 fueron 3.000; y 400 en los dos primeros meses de 2018. ¿Cuántos más yacerán en olvidado abismo, en olvidadiza arena, sin nombre ni registro? Desde la Segunda Guerra Mundial nunca había habido en Europa tantos cadáveres insepultos. Esa es la respuesta que da nuestra sociedad, sí, al conflicto ancestral entre los vivos y los muertos. Y cabría preguntarse: la atracción fatal del género zombi en nuestros cines, ¿no será una expresión de culpabilidad xenófoba? ¿No revelará nuestro temor a que esos miles de muertos, expuestos a los depredadores marinos, indefensos e inciviles, salgan del agua y vengan a pedirnos cuentas? ¿Vengan a reclamarnos una polis?
Nuestros Polinices y Palinuros, asiáticos o africanos, mueren ahogados lejos de casa. Nuestras Antígonas, de todas las naciones, reclaman el derecho de los vivos y de los muertos a un cuerpo y a una polis. Nuestros Creontes, europeos o aliados, impiden su salvamento o persiguen a los socorristas. Este conflicto entre vivos y muertos cubre en realidad todos los otros conflictos: entre cuidadores y descuidados, entre jóvenes bárbaros y griegos seniles, entre individuos aventureros y sociedades fosilizadas, entre el imperio de la ley universal y la servidumbre a los intereses y temores particulares. También –cómo no– el conflicto “histórico” entre pobres y ricos.
Desde la Segunda Guerra Mundial nunca había habido, no, tantos cadáveres insepultos en Europa. Ese es el estado del mundo. Ese es el estado de nuestra civilización. Los fantasmas siempre regresan.
Alguien dirá –apuntemos de paso– que Steiner se olvida del conflicto que para un marxista da sentido a todos los demás: el conflicto de clase. Un marxista heterodoxo podría justificar este olvido de una de estas dos maneras. La primera incluyendo el conflicto de clase, sin olvidar su desbordante permeabilidad, en el conflicto entre el individuo y la sociedad. La otra, más drástica y quizás más atinada, recordando que el “conflicto de clase” no preside ni determina la “condición humana” sino sólo la “historia humana” y que el riesgo de confundir ambas puede afectar radicalmente a nuestra relación con la literatura. No es que la opacidad conflictiva de la condición humana en su versión “dramatizada” no tamice, e ilumine al trasluz, los avatares y contratiempos de la lucha de clases, pero conocemos sobradamente los peligros de querer volcar literariamente la una en la otra. Si podemos conocer algo de la “historia humana” a través de Balzac, de Dostoievski o de Dickens (no digamos de la poesía de Pound o de Lorca) es porque no se ocuparon directamente de ella; cada vez que el marxismo (o cualquier otra doctrina explicativa general a partir de una sedicente “contradicción principal”) ha querido imponer la “historia humana” a sus escritores y artistas, no sólo ha empobrecido la literatura y el arte sino que, por eso mismo, nos ha dejado sin un recurso imprescindible para conocer la propia “historia humana”. Nos puede cabrear que Sófocles no nos hablara de la oligarquía ateniense que explotaba precisamente el teatro para legitimar su dominio, pero que haya que buscarla –y se la encuentre también– en el relato de una joven que se enfrenta a un rey para poder enterrar a su hermano revela hasta qué punto “condición humana” e “historia humana” no coinciden; hasta qué punto mantienen y mantendrán siempre su proximidad asíntota, sin disolverse jamás la una en la otra, al menos –justamente– mientras sigamos siendo “históricos”; mientras no seamos ángeles desnudos o razones puras sin calcetines ni zapatos ni pies de barro. O por decirlo de otro modo: no podemos conocer “de verdad” el mundo sino a través de la belleza –que es básicamente “opacidad” y, por lo tanto, tragedia. Y no podemos transformarlo para mejor –el mundo– sin “conocimiento” y sin “verdad”.
Volvamos, en todo caso, a Steiner y a sus cinco conflictos, fuente de la actualidad permanente de Antígona, y metrón también, añadiría yo, del estado del mundo. ¿Cómo saber si progresa o retrocede la civilización? Por la respuesta que, en cada momento de la historia, cada sociedad concreta da a cada uno de estos conflictos, para los que, de cualquier manera, nunca habrá una solución definitiva. No deberíamos soñar siquiera con resolver la “condición humana”, y no sólo porque nos importa conservar el arte y la poesía sino para conservar asimismo nuestras ganas de compartir la mesa, la cama y la hierba con otros humanos; nuestras ganas de trabajar en la historia; nuestras ganas de rebelarnos, al mismo tiempo, contra toda injusticia y contra toda solución definitiva; para conservar, en suma, junto al derecho a las condiciones materiales y colectivas de la felicidad, nuestro inalienable derecho a la infelicidad individual. No deberíamos soñar con resolver estos cinco conflictos nucleares, apenas rebajables, en el mejor de los casos, al antagonismo de una negociación permanente. Lo que a través de ellos sí podemos hacer es medir “el estado de la civilización”; la mayor o menor proximidad –es decir– al incierto y provisional armisticio al que cabe modestamente aspirar.
¿Cuál es el estado del mundo hoy?
No me centraré sino en uno de estos conflictos porque es el menos evidente: la relación entre los vivos y los muertos. La cuestión de género, las libertades públicas, el conflicto generacional, revelan un mundo más bien maltrecho; en cuanto a los dioses, hace tiempo que abandonaron la polis a merced de “estructuras”, “procesos” y “protocolos”. Pero, ¿qué pasa con los muertos? ¿Qué dicen nuestros muertos?
Antígona, se recordará, quería enterrar el cadáver de su hermano Polinice, pasto de las bestias en virtud de un decreto del tirano Creonte; y para ello invocaba leyes “más antiguas y más universales” que las de los gobiernos. Como sabemos los muertos, en su extraña, ambigua y desazonante condición de ex-vivos, se sitúan en el límite de la experiencia social, desde donde reclaman atención. El descubrimiento del fuego –con la cocina y la cerámica como umbrales de la cultura humana– asoció la humanización misma, y la cuestión de la civilización, a la pregunta: ¿qué hacemos con los muertos? Inhumados o incinerados, la preocupación era, sobre todo, la de prolongar su humanidad pasiva salvándolos de la voracidad de los depredadores. El cuerpo abandonado y desatendido, ya incapaz de defenderse por sí mismo, era un cuerpo superviviente, devuelto a la naturaleza en inferioridad de condiciones –como presa y no como cazador–, en una vuelta al pasado pre-prometeico de todo punto imperdonable. Un muerto sólo sigue siendo humano si está realmente muerto; si los vivos pueden asegurarse de que, ya sin vida, al ex-vivo no le sobrevive un cuerpo inerme que se pueden comer los perros, como ocurría antes del descubrimiento del fuego. Completamente muerto y a salvo de fauces y garras, el difunto mantiene así su “estado civil” en una nueva polis subterránea, desde la que se comunica serenamente con los vivos. Un cadáver es literalmente un cuerpo superviviente sin patria y sin amigos, privado de comunidad, que no puede transmitir –tradición– nada a los vivos, salvo angustia y culpabilidad: un fantasma. En el mundo antiguo –pensemos en las negociaciones para recuperar los cadáveres de Patroclo y de Héctor en la Iliada– la obsesión por localizar, reapropiarse y proteger los cuerpos de los muertos es inseparable de la estabilidad del orden social; y del derecho a seguir viviendo –y comiendo y gozando– sin necesidad de pedir perdón. La impiedad con los vivos puede llevar a la guerra, es verdad, pero si la guerra no muestra al menos piedad con los muertos no hay ninguna posibilidad luego de restaurar la paz y con ella la civilización. Esta es una ley “más antigua y más universal” que las de los gobiernos; y los gobiernos que no la cumplen se sitúan sin más fuera del ámbito civilizado.
España, lo sabemos, es desde hace 80 años un país poblado de fantasmas y aún por civilizar: miles de muertos, privados de “estado civil” en las cunetas, se mantienen extramuros de la polis común. Pero el mundo entero es una España a gran escala. Pensemos en la historia de Palinuro, piloto de la nave de Eneas, el fundador mítico de Italia, según el relato de Virgilio. En cumplimiento de una profecía –“yacerás en olvidada arena”–, mientras navegaba de África a Europa, Palinuro fue arrebatado del timón por una ola y arrojado al mar, cuyas corrientes lo arrastaron, ya muerto, a una playa solitaria. Allí quedó, perdido para siempre, indefenso e incivil, hasta el punto de que, ilocalizable su cuerpo, su alma permaneció castigada en el Hades sin que la intercesión del propio Eneas, de visita a los infiernos, sirviera para aliviar su dolor. Pues bien, el infeliz Palinuro se ha convertido hoy en el patrón oficioso –y ominoso– del Mediterráneo.
Hace quince años, en el prólogo a uno de mis libros, relataba yo la historia de Portopalo, un pueblecito pesquero de Sicilia frente a cuyas costas se había producido en 1996 el “mayor naufragio” en Europa desde 1945: 283 inmigrantes, procedentes de Sri Lanka y Pakistán, murieron ahogados la víspera de Navidad sin que nadie les prestara socorro. El caso es que luego, durante meses, los pescadores de Portopalo estuvieron sacando en sus redes, junto a los sargos y las sardinas, despojos y restos humanos, orgánicos o indumentarios, que devolvían a las aguas sin decir nada, temerosos de perder una jornada laboral, en un momento de crisis, con trámites administrativos y protocolos policiales. Recogían, por así decirlo, el cadáver ahogado de Palinuro –que se llamaba, por ejemplo, Apalagan Ganeshu– y lo devolvían una y otra vez al mar (a su “olvidada arena”). Una y otra vez. Yo entonces me servía de la historia de Portopalo y sus pescadores impíos –buena gente achuchada por un oficio muy duro– como metáfora precisa e implacable de “un régimen que produce cadáveres y de una sociedad que los devuelve ininterrumpidamente al mar”.
Esa es la respuesta que da nuestra sociedad al conflicto ancestral entre los vivos y los muertos. Desde 1992 se ha repetido muchas veces en el Mediterráneo, ampliado y agravado, el mayor naufragio de Europa desde la segunda Guerra Mundial: el 3 de octubre de 2013, por ejemplo, frente a Lampedusa, murieron 336 inmigrantes, el 4 de abril de 2015 más de 700 a doscientas millas de las costas de Libia. Entre 1993 y 2013 se ahogaron 20.000 palinuros, con sus propios nombres, cruzando de África a Europa. Sólo en 2016 fueron 5.000. En 2017 fueron 3.000; y 400 en los dos primeros meses de 2018. ¿Cuántos más yacerán en olvidado abismo, en olvidadiza arena, sin nombre ni registro? Desde la Segunda Guerra Mundial nunca había habido en Europa tantos cadáveres insepultos. Esa es la respuesta que da nuestra sociedad, sí, al conflicto ancestral entre los vivos y los muertos. Y cabría preguntarse: la atracción fatal del género zombi en nuestros cines, ¿no será una expresión de culpabilidad xenófoba? ¿No revelará nuestro temor a que esos miles de muertos, expuestos a los depredadores marinos, indefensos e inciviles, salgan del agua y vengan a pedirnos cuentas? ¿Vengan a reclamarnos una polis?
Nuestros Polinices y Palinuros, asiáticos o africanos, mueren ahogados lejos de casa. Nuestras Antígonas, de todas las naciones, reclaman el derecho de los vivos y de los muertos a un cuerpo y a una polis. Nuestros Creontes, europeos o aliados, impiden su salvamento o persiguen a los socorristas. Este conflicto entre vivos y muertos cubre en realidad todos los otros conflictos: entre cuidadores y descuidados, entre jóvenes bárbaros y griegos seniles, entre individuos aventureros y sociedades fosilizadas, entre el imperio de la ley universal y la servidumbre a los intereses y temores particulares. También –cómo no– el conflicto “histórico” entre pobres y ricos.
Desde la Segunda Guerra Mundial nunca había habido, no, tantos cadáveres insepultos en Europa. Ese es el estado del mundo. Ese es el estado de nuestra civilización. Los fantasmas siempre regresan.
Santiago Alba
Rico es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace
cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su
obra. El último de sus libros se titula Ser o no ser (un cuerpo).
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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