domingo, 22 de julio de 2018

El anarquismo del siglo XX: Errico Malatesta


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El anarquismo del siglo XX: Errico Malatesta


Por Ángel J. Cappelletti
Frente a la grave crisis (teórica y práctica) del marxismo, que se debate entre un stalinismo más o menos vergonzante y una socialdemocracia que suele renegar de su pasado, el anarquismo representa, más bien, la ideología del futuro.
Por Ángel J. Cappelletti
Enrique Malatesta no fue sólo, como algunos historiadores han creído, un activo militante, agitador y organizador, sino también uno de los grandes teóricos del anarquismo moderno. Su pensamiento representa una concepción post-positivista y post-materialista del socialismo antiautoritario. Gran amigo y admirador de Kropotkin, se separa de él en varias tesis importantes, tanto en la teoría como en la praxis. Así como en el sabio ruso tuvieron un papel decisivo el positivismo y el materialismo mecanicista de la segunda parte del siglo XIX, en Malatesta influyen las nuevas corrientes filosóficas que surgen a fines de dicho siglo y Comienzos del XX (neoidealismo-neokantismo, etc.).
Enrique Malatesta nació el 14 de diciembre de 1853, en Santa María Capua Vetere, provincia de Caserta, Italia, en el seno de una familia de la pequeña burguesía. Inició en Nápoles estudios de medicina, que no pudo concluir, ocupado como estuvo desde la adolescencia en la actividad revolucionaria. A los diecisiete años se puso en contacto con la Internacional y con los socialistas antiautoritarios que la representaban en Italia. En septiembre de 1872 conoció en Suiza al propio Bakunin, de quien siempre se considerará discípulo. Bajo su inspiración, promovió en 1874, junto con Costa y Cafiero, una insurrección campesina en Apulia. Viajó después a Suiza y a España, con propósitos de agitación, y hasta intentó llegar a Herzegovina para luchar allí, junto con los servios, contra los turcos. En 1876 intervino en el Octavo Congreso de la Internacional; en abril de 1877 promovió otro intento de revolución popular en Benevento. Después de una prisión de algunos meses, viajó a Egipto, donde a fines de 1878 fue detenido en Alejandría y embarcado para Italia por una supuesta complicidad en el atentado contra el rey Humberto I, pero logró escapar a Marsella y de allí otra vez a Suiza, donde conoció a Kropotkin a comienzos de 1879. De Suiza pasó a Rumania y estuvo en Braila o Galatz, pero enfermó y se dirigió a Francia, donde permaneció hasta fines de aquel año, dedicado a la propaganda revolucionaria.
Estuvo en Bélgica y en Inglaterra y de regreso a París fue condenado a seis meses de cárcel en la Santé. En Suiza, otra vez detenido el 21 de febrero de 1881, pasó una quincena preso. De allí viajó a Londres, donde permaneció hasta mediados de 1882; en agosto de ese año trató de unirse a las fuerzas de Arabi Pashá que luchaban contra los imperialistas ingleses, pero al fracasar el movimiento decidió volver a Italia, a donde entró por Liorna, en abril de 1883. En Florencia comenzó a publicar La Cuestione sociale y polemizó con Andrea Costa, entregado al reformismo y al parlamentarismo.
En marzo de 1885, para evitar una nueva condena, huyó a la Argentina, donde fundó sindicatos y promovió la organización del movimiento obrero, no sin encontrar viva oposición de parte de los anarquistas individualistas.
A mediados de 1889, de vuelta a Italia, se empeñó en reunificar los diferentes grupos anarquistas y socialistas revolucionarios, y en octubre comenzó a editar en Niza otro periódico «L’Associazione», aunque a fines de año tuvo que escapar a Londres, requerido por la policía francesa. En 1891 estuvo en el cantón de Tesino, Suiza, donde se fundó el «Partido socialista revolucionario anárquico italiano», que reunía a socialistas revolucionarios del tipo de Cipriani y anarquistas propiamente dichos; realizó después una gira de propaganda por Italia septentrional y a fines de ese año y principios de 1892 estuvo en España, visitando Barcelona, Madrid y Andalucía. En 1893 trató de convertir en huelga general revolucionaria la gran huelga que se produjo en Bélgica en favor del sufragio universal.
En 1894 recorrió la península italiana, de Milán a Sicilia, en campaña de agitación. Durante el año 1895 se dedicó con entusiasmo a la preparación del Congreso Internacional Obrero Socialista, que se realizó en Londres entre el 27 de julio y el 1 de agosto de 1896, y en el cual una ficticia mayoría marxista consiguió expulsar a los anarquistas. En el año 1897 Malatesta desarrolló una activa campaña de propaganda en la región italiana de las Marcas y publicó un combativo periódico, «L’Agitazione», en Ancona. Condenado a siete meses de cárcel y luego, ante la generalizada inquietud social, a domicilio coatto en Ustica y Lampedusa, pudo escapar a Inglaterra, desde donde pasó pronto a Estados Unidos.
En ese país fue calurosamente acogido por los militantes y por los obreros de las organizaciones revolucionarias en general, pero no dejó de tener problemas (como en la Argentina), con los individualistas y antiorganizadores, uno de los cuales atentó contra su vida.
En febrero de 1900 estuvo en La Habana, donde el 1 de marzo de ese año pronunció una recordada conferencia sobre Libertad y civilización. Desde Nueva York embarcó pocas semanas más tarde hacia Londres. En esta ciudad permaneció trece años, ganándose la vida como mecánico electricista, dando clases particulares de italiano y francés, estudiando asiduamente para mantenerse al día con el pensamiento científico y filosófico y con la producción literaria europea, pero atento siempre, por encima de todo, a los movimientos sociales.
Durante estos años de existencia relativamente tranquila, sólo interrumpida por algunos cortos viajes al continente europeo, publicó Malatesta varios periódicos, todos de efímera vida («L’Internazionale», 1901; «Lo Sciopero generale», «La Rivoluzione Sociale», 1902; «La Settimana sanguinosa», «Germinal», 1903; «L’Insurrezione», 1905).
En 1907 concurrió al Congreso internacional anarquista de Amsterdam, donde defendió contra los individualistas la necesidad de una organización anarquista. Pero en 1907 y 1908 escribió también (en «Freedom» de Londres y «Le Reveil» de Ginebra) contra la tendencia a identificar el sindicalismo con el anarquismo.
En 1912 se pronunció contra la aventura imperialista de Italia en Trípoli, apoyó activamente la gran huelga de los sastres contra el sweatingsystem y comenzó a escribir una obra teórica que debía titular La revolución social pero que, al parecer, nunca llegó a concluir.
Una nueva situación política le permitió retornar a Italia en 1913. El 8 de junio de aquel año empezó a publicar «Volontá», periódico que seguirá bajo su dirección hasta junio del año siguiente.
Fue ésta una época particularmente activa para Malatesta. En septiembre y octubre participó, junto a diferentes grupos anarquistas y socialistas, en una campaña nacional anticlerical; en abril de 1914 intervino en el Congreso organizado en Roma por el Fascio Comunista Anarchico; en junio fue actor principal de una vasta campaña insurreccional dirigida contra la monarquía de Saboya y contra el Vaticano, en la cual participaban republicanos, socialistas de diferentes tendencias y anarquistas, y que, de no haber sido por la traición de la Confederación General del Trabajo, pudo haberse transformado en huelga general revolucionaria. El fracaso del movimiento lo obligó a volverse a Londres.
Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, Malatesta, consecuente con su internacionalismo proletario, se pronunció por la total abstención de la clase obrera y del pueblo en la contienda de los grandes Estados.
En esta ocasión se produjo un doloroso choque con su gran y admirado amigo Kropotkin quien, como dijimos, había tomado partido por Francia e Inglaterra, considerando el carácter imperialista del gobierno alemán y la peligrosidad de su militarismo agresivo. En la revista «Freedom», donde Kropotkin y sus amigos habían defendido el punto de vista proaliado, publicó Malatesta un notable artículo titulado Anarchists have forgotten their principles y pocos meses después, en marzo de 1915, firmó allí mismo, junto con un grupo de conocidos teóricos y militantes, un Manifiesto en el cual repudiaba toda participación en la guerra, en cualquiera de los bandos.
Una vez acabada la guerra, pensó en seguida en volver a Italia. Casi a fines de 1919 logró hacerlo. En febrero de 1920 inició en Milán la publicación de un diario, «Umanitá Nova», que fue no sólo el más importante órgano periodístico por él dirigido sino también uno de los más notables exponentes de la prensa anarquista internacional de todos los tiempos.
En 1920 se produjo la ocupación de numerosas fábricas por parte de los trabajadores. Malatesta tomó parte muy activa en este movimiento y, si no puede decirse que fue su único inspirador, resulta indudable que estuvo entre sus principales ideólogos y animadores. Se trataba, en efecto, de un movimiento eminentemente autogestionario, que respondía mejor que a nada a la concepción anarquista de la Revolución Social.
Ya anciano, Malatesta se mostró por entonces infatigable: daba conferencias, realizaba reuniones públicas, escribía, tenía encuentros secretos con enviados de diversos lugares de la península y del extranjero, etc.
El movimiento fracasó una vez más por la defección de los socialistas reformistas de la Confederación General del Trabajo, que, asustados del rumbo revolucionario del movimiento y temerosos de que se les escapara de las manos el poder burocrático, ordenaron a sus afiliados la desocupación de las fábricas.
Una lucha heroica y desesperada ocupó durante algunos meses la vida de Malatesta antes de la toma del poder por los fascistas y aún al comienzo de la dictadura de Mussolini. «Umanitá Nova» fue clausurada y el propio Malatesta procesado. Sin embargo, todavía entre 1924 y 1926 logró publicar la revista «Pensiero e Volontá» y aún después continuó colaborando, en artículos plenos de fe antifascista, en órganos del exterior, como «Studi Sociali» de Montevideo.
Prisionero en su domicilio y exiliado en su tierra, aislado de sus compatriotas, sólo pudo durante sus últimos años mantener correspondencia con amigos del extranjero, de quienes recibía cierta ayuda económica. El 22 de julio de 1932 murió en Roma.
La obra escrita de Malatesta es muy extensa pero consiste principalmente en artículos publicados en periódicos y revistas. Dejó, sin embargo, algunos folletos de carácter popular y divulgativo, que constituyen verdaderos modelos de la literatura del género por la claridad y concisión unidas a la solidez y profundidad de las ideas. Entre ellos sobresalen los diálogos Entre campesinos (Florencia, 1884), En el café (Ancona, 1887) y En tiempo de elecciones (Londres, 1890).
El pensamiento de Malatesta se diferencia del de Kropotkin (que es el más difundido y aceptado por los anarquistas desde 1890 por lo menos) en varios puntos importantes, aunque no deja de coincidir con él en las tesis esenciales de la filosofía social del anarquismo.
Malatesta no acepta, por empezar, el materialismo mecanicista y evolucionista de Kropotkin, que considera como una forma más del dogmatismo filosófico. No puede mostrarse de acuerdo con la concepción kropotkiniana de la ciencia, que hace de ella el criterio del bien y del mal y el instrumento esencial del progreso moral de la humanidad. Cree, por el contrario, que ella es un arma ambivalente, y que en sí misma no tiene nada que ver con el bien y con el mal. Desde este punto de vista sostiene, también contra Kropotkin, que el anarquismo no puede fundarse sobre la ciencia. Sabe, por lo demás, que las teorías científicas, siempre provisorias e hipotéticas, aunque constituyen un instrumento útil para la investigación no son la verdad. La idea kropotkiniana del anarquismo «científico» es, para Malatesta, un fruto caduco del cientificismo, que tiende a considerar como leyes necesarias lo que sólo es el concepto que cada uno tiene según sus intereses y aspiraciones, de la justicia, el progreso, etc.
Malatesta llega a firmar que cree tan poco en la infalibilidad de la ciencia como en la infalibilidad del Papa. Para él, el anarquismo no es ciencia ni tampoco filosofía (en el sentido de «concepción del mundo») sino un ideal ético y social, propuesto a la voluntad libre de los hombres.
En relación con este concepto surge una segunda diferencia profunda entre Malatesta y Kropotkin. Para el segundo, todo en la naturaleza y en el hombre está determinado y sujeto a las leyes universales y necesarias; para el primero, ni la ética ni la educación, ni la rebelión, ni la propaganda, ni el ideal, ni la revolución tendrían sentido alguno si la voluntad y la conducta del hombre estuvieran predeterminadas. Frente al determinismo mecanicista, la afirmación del libre albedrío se presenta en Malatesta como una exigencia ética y social; más aún, como la ineludible premisa de toda praxis revolucionaria.
Las bases de la ética y del anarquismo no se deben buscar, pues, para él, en las leyes de la naturaleza, como hacía Kropotkin, sino más bien en la lucha del hombre por sobreponerse a ellas.
En consecuencia, Malatesta se aleja también mucho del optimismo de Kropotkin y, sin caer en ningún pesimismo irracionalista, adopta lo que podría llamarse un meliorismo esto es, una fe en la posibilidad que el hombre tiene de mejorar la sociedad y de perfeccionarse a sí mismo. El hombre no es de por sí bueno ni malo, su conducta la determina parcialmente el medio, social y parcialmente queda librada a sus propias y personales decisiones.
Aunque Malatesta coincide con Kropotkin en considerar al comunismo como sistema económico ideal y aunque reconoce la necesidad de liquidar el salariado y la propiedad privada tanto de los medios de producción como del producto mismo, adopta, sin embargo, sobre todo en sus últimos años, una posición menos rígida al respecto. Opina que la revolución social debe dejar sitio para una amplia experimentación técnica y económica y que, una vez realizada, se podrán ensayar diferentes tipos de organización de la producción, desde el cooperativismo y el mutualismo hasta el comunismo.
No se conforma, por otra parte, con las más optimistas previsiones ni con la práctica de «la toma del montón», y adopta una actitud crítica, que es fruto de su larga experiencia y de su atenta observación de los hechos.
Al tratar de la abolición del Estado, Malatesta se pone en guardia frente a quienes piensan que el anarquismo no consiste sino en fragmentar el poder central en una serie de poderes locales. y lo confunden con el mero «cantonalismo». Define, por eso, la anarquía sencillamente como «la vida de un pueblo que se rige sin autoridad, sin gobierno». El gobierno, a su vez, no representa, como la metafísica política sostiene el interés general, sino, por el contrario, el interés particular de grupos y clases contra la mayoría. Sus funciones no sólo tienden a disminuir sino que crecen con el tiempo. Su esencia consiste en el uso monopólico de la violencia (física, económica, intelectual, etc.) sobre el pueblo. Según Malatesta, no hay razón suficiente alguna de su existencia: quienes lo forman no son en nada superiores a los gobernados y con frecuencia son inferiores a la mayoría de ellos. Históricamente los gobiernos surgen de un hecho de fuerza (guerra, conquista, etc.) o de la imposición por parte de un grupo social (clase, partido, etc.).
En el primer caso se trata de una simple usurpación; en el segundo, del predominio de la minoría sobre la mayoría, lo cual es también usurpación. Aun cuando surge del sufragio universal, el gobierno no representa jamás el interés de toda la sociedad, ya que el sufragio suele ser directa o indirectamente manipulado por las clases dominantes e, inclusive si no lo fuera, el mero hecho de haber sido elegido por una mayoría no garantiza en absoluto que el gobierno sea racional y justo y obre en favor de los intereses comunes. Durante mucho tiempo polemizó Malatesta con diversos sectores de la izquierda italiana (republicanos, socialistas) sobre las elecciones y el parlamentarismo. Jamás transigió con el intento de algunos anarquistas o exanarquistas, que pretendieron valerse del voto y de los cargos electivos para conseguir ciertas ventajas para el socialismo y para las clases explotadas. Veía en ello una de las más peligrosas trampas del sistema y una astucia criminal de la burguesía dominante.
Pero su más encendida polémica fue, en los últimos años de su vida, contra los bolcheviques y contra su interpretación de la revolución y del comunismo. Cuando en un mitin obrero un entusiasta de buena fe lo proclamó «el Lenin italiano», Malatesta rechazó decidida y enfáticamente el título que se le quería adjudicar. El comunismo no es, para él, un resultado fatal del desarrollo de las fuerzas económicas sino el producto de una conciencia generalizada de la solidaridad entre los hombres. La revolución que tiene por meta instaurarlo no consiste en la toma del poder por parte de la clase obrera ni en la implantación de una dictadura del proletariado, sino en la liquidación de todo gobierno y en la toma de posesión (por parte de los grupos de trabajadores) de la tierra y los medios de producción. Por otra parte, la edificación de una sociedad comunista debe concebirse como resultado de un largo proceso evolutivo (sin que ello excluya la necesidad de la revolución) y no será uniforme ni simultánea. Proceder de golpe y efectuar una serie de cambios estructurales por decreto revolucionario, contando con el predominio de un partido obrero, como han hecho Lenin y los bolcheviques en Rusia, significa equivocar el camino: en tal caso, las masas, habituadas a una secular obediencia, aceptarán la colectivización como una ley impuesta por los nuevos gobernantes, los cuales no teniendo nada que esperar de la libre creación del pueblo se verán obligados a esperarlo todo de sus propios planes y no podrán confiar sino en la burocracia y en la policía. Para Malatesta, «ningún sistema puede ser vital y liberar realmente a la humanidad de la atávica servidumbre, si no es fruto de una libre evolución». Teniendo ante sus ojos la experiencia bolchevique, ya encaminada por los rumbos del stalinismo, escribe en 1929: «Las sociedades humanas, para que sean convivencia de hombres libres que cooperan para el mayor bien de todos, y no conventos o despotismos que se mantienen por la superstición religiosa o la fuerza brutal, no deben resultar de la creación de un hombre o de una secta. Tienen que ser resultado de las necesidades y las voluntades, coincidentes o contrastantes, de todos sus miembros, que aprobando o rechazando, descubren las instituciones que en un momento dado son las mejores posibles y las desarrollan y cambian a medida que cambian las circunstancias y las voluntades.»
Frente al sindicalismo y a la organización obrera, la posición de Malatesta resume la mejor tradición anarquista a la luz de la rica y variada experiencia contemporánea. Por una parte, defiende con rigor la necesidad de que los anarquistas apoyen los sindicatos, de que los creen cuando no existan y trabajen dentro de ellos cuando ya funcionan. En defensa de este punto de vista, que no es sino un aspecto de su concepción orgánica y antiatomista del anarquismo, libra una vigorosa lucha contra los individualistas, enemigos de toda organización. Por otra parte, sin embargo, debe oponerse también a quienes pretenden identificar sindicalismo y anarquismo, reduciendo el contenido y las metas de éste a las de aquél. Malatesta tiene plena conciencia de que la actividad de los sindicatos es de por sí reivindicativa y reformista, y aunque no niega la licitud y la necesidad de la lucha por el salario, por las condiciones de trabajo, por la duración de la jornada, etc., advierte la necesaria inclinación de los puros sindicalistas al oportunismo, al conformismo social y a la constitución de círculos cerrados para la defensa de intereses particulares: «Justamente porque estoy convencido de que los sindicatos pueden y deben ejercer una función utilísima, y quizá necesaria, en el tránsito de la sociedad actual a la sociedad igualitaria, querría que se los juzgara en su justo valor y que se tuviese siempre presente su natural tendencia a transformarse en corporaciones cerradas que únicamente se proponen los intereses egoístas de la categoría o, peor aún, sólo de los agremiados; así podremos combatir mejor tal tendencia e impedir que los sindicatos se transformen en órganos conservadores.»
No disponemos de espacio para tratar de otros pensadores anarquistas del siglo XX. Baste mencionar, en Rusia, al máximo exponente del anarquismo cristiano, el gran novelista León Tolstoi; en Alemania a Rudolf Rocker, continuador de Kropotkin y autor de un monumental tratado de filosofia social: Nacionalismo y cultura, y a Gustav Landauer, que, en sus libros La revolución e Incitación al socialismo, se convierte en el teórico de la revolución permanente, concebida como lucha del Espíritu contra el Estado; en España, Ricardo Mella, más cercano a Malatesta y Landauer que a los teóricos del siglo XIX; en Francia, a Emile Armand, quien en su Iniciación individualista anarquista y en otros muchos escritos defiende puntos de vista análogos, aunque no idénticos, a los de Stirner; en Gran Bretaña, a Herbert Read, que desarrolla originales teorías estéticas y pedagógicas en La educación por el arte, Anarquismo y poesía, etc.; a los hermanos Flores Magón, en México; a Rafael Barret, en Paraguay; a González Pacheco, en Argentina; a José Oiticica, en Brasil.
Quizá no será superfluo recordar algunos nombres de pensadores y escritores contemporáneos que pueden considerarse anarquistas en el sentido tradicional del término, como Paul Goodman, Noam Chomsky, etc., o en un sentido más lato, como Rudi Dutschke, Bernd Rabehl, Daniel Cohn Bendit, etc.
Conviene, por último, hacer notar que algunos de los más importantes filósofos de nuestro siglo, desde perspectivas muy diferentes, han manifestado posiciones afines a las del anarquismo y en ciertos casos se han identificado con sus doctrinas e ideales básicos (Bertrand Rusell, Martin Buber, Albert Camus, Jean P. Sartre, Simone Weil, Krishnamurti, etc.).
Es frecuente entre los historiadores y sociólogos que se ocupan hoy del anarquismo afirmar que éste representa una ideología del pasado. Si con ello se quiere decir simplemente que tal ideología logró su máxima influencia en el pueblo y en el movimiento obrero a fines del siglo XIX y durante la primera década del XX, nada podemos objetar. Pero si ese juicio implica la idea de que el anarquismo es algo muerto y esencialmente inadecuado al mundo del presente, si pretende que él no puede interpretar ni cambiar la sociedad de hoy, creemos que constituye un notorio error. Frente a la grave crisis (teórica y práctica) del marxismo, que se debate entre un stalinismo más o menos vergonzante y una socialdemocracia que suele renegar de su pasado, el anarquismo representa, más bien, la ideología del futuro. Clases, grupos y sectores oprimidos del primero, del segundo y del tercer mundo no tienen, al parecer, ninguna otra salida revolucionaria. Aunque habrá que convenir en que este «anarquismo» del futuro (nutrido de ecologismo, de pacifismo, de feminismo, de antiburocratismo y, también, de lo más vivo del marxismo, fundado en una nueva y más profunda crítica del Estado) diferirá bastante, en la forma y aun en el fondo, del anarquismo clásico.

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