… y, desde luego, en absoluto inmoral.
La libertad no nos hace libres de la responsabilidad. Al contrario. Esto significa, entre otras cosas, que debemos actuar según los principios éticos a los que cada uno de nosotros nos asignamos independientemente de que exista una instancia estatal (o divina) que vigile el cumplimiento de ciertas normas bajo amenaza de castigo.
Afortunadamente, hay una gran variedad de ideas compartidas sobre lo que es correcto e incorrecto, el bien y el mal; ideas compartidas basadas en la condición y el desarrollo humanos descritos por Immanuel Kant en su imperativo categórico o Adam Smith en su predisposición natural a la empatía y elevada por Thomas Hobbes a la categoría de la más importante de las virtudes intelectuales del ser humano. Hablamos de la idea según la cual es preferible encontrarse con otros desde la benevolencia, porque si uno no lo hace, entonces podría suceder que aquellos otros tampoco lo hagan con nosotros.
A lo largo de nuestra evolución, conformando sistemas sociales cada vez más complejos, más dinámicos, han ido surgiendo emergencias (de “emerger”) que representaban en mejor medida los procesos de adaptación evolutiva que habían ido sirviendo para unir y coordinar a los miembros de un grupo cooperativo y para diferenciarlos y separarlos de individuos de otros grupos contra los cuales pueden o deben competir (selección de grupo en evolución multinivel): no se daña y se ayuda a los miembros de la comunidad (familia, tribu, clan, nación). Una de esas emergencias es la moral en la que basamos nuestro orden social.
“Nuestra dificultad actual es en parte que debemos adaptar constantemente nuestras vidas, nuestros pensamientos y nuestras emociones para poder vivir en diferentes órdenes y diferentes reglas al mismo tiempo. Si quisiéramos aplicar las reglas del microcosmos (es decir, las reglas de la pequeña horda o grupo, o nuestras familias, por ejemplo) al macrocosmos (civilización en general), como nuestros instintos y sentimientos a menudo desean, lo destruiríamos. A la inversa, si aplicáramos las reglas de la orden extendida a nuestros grupos más pequeños, los destruiríamos también”.
¿Es el libre mercado una institución moral? Friedrich August von Hayek respondió a la pregunta con un argumento teórico-evolutivo: para él, el mercado era la expresión de una moralidad que trascendía los instintos humanos originales. A lo largo de la historia, han prevalecido las sociedades que superaron las reglas de comportamiento apropiadas para un grupo pequeño y permitieron sistemas de coexistencia incomparablemente más complejos, eficientes y más grandes. Lograron hacerlo a través de conceptos morales que no estaban orientados a objetivos concretos, que todos reconocían como vinculantes, pero estaban relacionados con la observancia de reglas abstractas bajo las cuales cada persona podía perseguir sus objetivos individuales.
La libertad, según Hayek, se desarrolla solo bajo el imperio de la ley, requiere un “estado de derecho” que garantice instituciones como la propiedad privada y la libertad contractual. En este sentido, la economía de mercado es un logro de la civilización que permite a las personas utilizar el conocimiento disperso e inconsciente para beneficio mutuo dentro de un orden espontáneo mediante la libre fijación de precios. Solo en algunos sectores privados, como la familia, la moralidad del pequeño grupo sigue siendo válida, por lo que las personas en diferentes esferas de la vida tienen que lidiar con los dos órdenes morales, los del pequeño grupo y los de la Gran Sociedad. Hayek siempre enfatizó que la libertad es el requisito previo de la moralidad, porque solo cuando las acciones de los hombres se basan en la libertad de elegir entre diferentes objetivos, son moralmente valiosos. Quién está obligado a actuar, y actúa sólo por esa obligación externa, muestra un comportamiento moralmente inútil.
Las políticas del “bienestar obligatorio, universal y gratuito” crean en nosotros el estado mental y moral contra el que deberían rebelarse todos aquellos que se dicen “ilustrados”: aceptamos el igualitarismo colectivista y la omnipresente vigilancia del estado (y entre nosotros, ávidos denunciantes) en lugar de libertad y responsabilidad individuales. Una red de pequeñas, pero muy precisas reglas, se extiende sobre la existencia de cada uno de nosotros haciéndonos dependientes, incluso en los más íntimos asuntos, de la burocracia estatal. El amaestrado “ciudadano social” ya no defiende los valores de la cultura occidental (la competitividad y diversidad), se limita al ejercicio egoísta de asegurarse el trozo más grande del pastel social. Bajeza …moral donde las haya.
En nuestra tradición filosófica encontramos una inconfundible tendencia: nos gusta más Platón con su estado utópico que Aristóteles. Probablemente nuestra historia, impregnada más de teología que de filosofía, cuajada de sinsabores y derrotas en los últimos siglos (perder un Imperio deja huella) nos ha conducido a una patológica falta de confianza en nosotros mismos. Ello, añadido a la sempiterna envidia social, nos hace víctimas propiciatorias ideales para el socialismo.
Es por eso que preferimos la distribución equitativa de la pobreza a la desigual distribución de la prosperidad. La libertad y prosperidad de otros sólo despierta frustración. Quien ha perdido la oportunidad de desarrollar su propia libertad odia la libertad de otros. Pero esta frustración la disfrazamos de Estado de bienestar paternalista, que lleva a cabo la redistribución forzada de la justicia social y al que permitimos dictar las normas morales también en esos ámbitos que no le incumben. El Estado de bienestar priva a los ciudadanos de sus libertades con el fin de hacerlos mejores personas y protegerlos de sí mismos. Perverso.
La miseria histórica del liberalismo político en España, dividido en el afán de cada una de sus fracciones por imponer su particular visión de ciertos asuntos morales, es una de las razones por las que nunca ha sido posible un verdadero anclaje en nuestra vida política de los principios e ideario de los liberales clásicos – en el sentido de Montesquieu, Tocqueville, David Hume, Benjamin Constant, Thomas Jefferson, Lord Acton, Adam Ferguson, Adam Smith, John Locke, Edmund Burke, John Stuart Mill, Ludwig von Mises, Friedrich A. von Hayek, Ludwig Erhard, James M. Buchanan y Murray N. Rothbard.
El liberalismo es una filosofía moral y política que se basa en la libertad como no violencia, agresión o coacción. No obliga a ayudar a nadie; es individualista y universalista, no distingue entre grupos ni exige lealtad ni obediencia a ninguna autoridad; no se ocupa de temas relacionados con la pureza o la divinidad. Por eso resulta extraño e incluso inaceptable para la mayoría de las personas con fuertes instintos tribales, que creen que ayudar es un deber ineludible, o que sienten fuerte asco o indignación ante violaciones de ciertas normas relacionadas con temas sagrados.
En una sociedad liberal, todo tipo de experiencia social o política es posible. El liberalismo apuesta por la libre competencia entre ideas y modelos políticos y sociales. Debo añadir: el mercado libre fija estrechos límites a quienes usurpan o distorsionan o abusan del poder, porque en él solamente son posibles transacciones voluntarias. Por lo tanto, todo aquel que intente imponer sus ideas sociales, religiosas, nacionalistas y ecológicas es enemigo de la libertad.
El liberalismo no es inmoral, ni invita a la inmoralidad. Desconfíe SIEMPRE de aquellos cuyo objetivo final sea el control del Estado, ya que con sus medios de represión y legislación puede someter a todos y forzar a optar por sus ideas y sus principios morales (los tribales, los particulares de los que nos habla Hayek). Liberales y no-liberales convivimos en una relación asimétrica: mientras que el no-liberal podría vivir según sus ideas en una sociedad liberal, el liberal no puede sentirse nunca libre en una sociedad de diseño colectivista en la que se imponga una moral particular.
PS.: Sirva este texto de comentario al artículo publicado en esta revista por Alexei Leitzie el pasado 27 de febrero en el que reflexionaba sobre la libertad, la conciencia y el mercado. Gracias Alexei por la inspiración.
Foto: Mohamed Nohassi
La libertad no nos hace libres de la responsabilidad. Al contrario. Esto significa, entre otras cosas, que debemos actuar según los principios éticos a los que cada uno de nosotros nos asignamos independientemente de que exista una instancia estatal (o divina) que vigile el cumplimiento de ciertas normas bajo amenaza de castigo.
Afortunadamente, hay una gran variedad de ideas compartidas sobre lo que es correcto e incorrecto, el bien y el mal; ideas compartidas basadas en la condición y el desarrollo humanos descritos por Immanuel Kant en su imperativo categórico o Adam Smith en su predisposición natural a la empatía y elevada por Thomas Hobbes a la categoría de la más importante de las virtudes intelectuales del ser humano. Hablamos de la idea según la cual es preferible encontrarse con otros desde la benevolencia, porque si uno no lo hace, entonces podría suceder que aquellos otros tampoco lo hagan con nosotros.
A lo largo de nuestra evolución, conformando sistemas sociales cada vez más complejos, más dinámicos, han ido surgiendo emergencias (de “emerger”) que representaban en mejor medida los procesos de adaptación evolutiva que habían ido sirviendo para unir y coordinar a los miembros de un grupo cooperativo y para diferenciarlos y separarlos de individuos de otros grupos contra los cuales pueden o deben competir (selección de grupo en evolución multinivel): no se daña y se ayuda a los miembros de la comunidad (familia, tribu, clan, nación). Una de esas emergencias es la moral en la que basamos nuestro orden social.
Quien ha perdido la oportunidad de desarrollar su propia libertad odia la libertad de otrosEl ideal del liberalismo es un orden social organizado de acuerdo con aquellos principios que permiten a las personas de diferentes credos y creencias vivir juntas en libertad y paz, y cooperar de maneras mutuamente beneficiosas. Nadie puede pretender que su credo, su religión o sus convicciones filosóficas o éticas constituyen la base “ideológica” del orden social o deben ser privilegiadas por la ley. Tal y como apunta certeramente Friedrich A. von Hayek en su “Die verhängnisvolle Anmaßung” (La fatal arrogancia, en español) :
“Nuestra dificultad actual es en parte que debemos adaptar constantemente nuestras vidas, nuestros pensamientos y nuestras emociones para poder vivir en diferentes órdenes y diferentes reglas al mismo tiempo. Si quisiéramos aplicar las reglas del microcosmos (es decir, las reglas de la pequeña horda o grupo, o nuestras familias, por ejemplo) al macrocosmos (civilización en general), como nuestros instintos y sentimientos a menudo desean, lo destruiríamos. A la inversa, si aplicáramos las reglas de la orden extendida a nuestros grupos más pequeños, los destruiríamos también”.
¿Es el libre mercado una institución moral? Friedrich August von Hayek respondió a la pregunta con un argumento teórico-evolutivo: para él, el mercado era la expresión de una moralidad que trascendía los instintos humanos originales. A lo largo de la historia, han prevalecido las sociedades que superaron las reglas de comportamiento apropiadas para un grupo pequeño y permitieron sistemas de coexistencia incomparablemente más complejos, eficientes y más grandes. Lograron hacerlo a través de conceptos morales que no estaban orientados a objetivos concretos, que todos reconocían como vinculantes, pero estaban relacionados con la observancia de reglas abstractas bajo las cuales cada persona podía perseguir sus objetivos individuales.
La libertad, según Hayek, se desarrolla solo bajo el imperio de la ley, requiere un “estado de derecho” que garantice instituciones como la propiedad privada y la libertad contractual. En este sentido, la economía de mercado es un logro de la civilización que permite a las personas utilizar el conocimiento disperso e inconsciente para beneficio mutuo dentro de un orden espontáneo mediante la libre fijación de precios. Solo en algunos sectores privados, como la familia, la moralidad del pequeño grupo sigue siendo válida, por lo que las personas en diferentes esferas de la vida tienen que lidiar con los dos órdenes morales, los del pequeño grupo y los de la Gran Sociedad. Hayek siempre enfatizó que la libertad es el requisito previo de la moralidad, porque solo cuando las acciones de los hombres se basan en la libertad de elegir entre diferentes objetivos, son moralmente valiosos. Quién está obligado a actuar, y actúa sólo por esa obligación externa, muestra un comportamiento moralmente inútil.
Las políticas del “bienestar obligatorio, universal y gratuito” crean en nosotros el estado mental y moral contra el que deberían rebelarse todos aquellos que se dicen “ilustrados”: aceptamos el igualitarismo colectivista y la omnipresente vigilancia del estado (y entre nosotros, ávidos denunciantes) en lugar de libertad y responsabilidad individuales. Una red de pequeñas, pero muy precisas reglas, se extiende sobre la existencia de cada uno de nosotros haciéndonos dependientes, incluso en los más íntimos asuntos, de la burocracia estatal. El amaestrado “ciudadano social” ya no defiende los valores de la cultura occidental (la competitividad y diversidad), se limita al ejercicio egoísta de asegurarse el trozo más grande del pastel social. Bajeza …moral donde las haya.
En nuestra tradición filosófica encontramos una inconfundible tendencia: nos gusta más Platón con su estado utópico que Aristóteles. Probablemente nuestra historia, impregnada más de teología que de filosofía, cuajada de sinsabores y derrotas en los últimos siglos (perder un Imperio deja huella) nos ha conducido a una patológica falta de confianza en nosotros mismos. Ello, añadido a la sempiterna envidia social, nos hace víctimas propiciatorias ideales para el socialismo.
Es por eso que preferimos la distribución equitativa de la pobreza a la desigual distribución de la prosperidad. La libertad y prosperidad de otros sólo despierta frustración. Quien ha perdido la oportunidad de desarrollar su propia libertad odia la libertad de otros. Pero esta frustración la disfrazamos de Estado de bienestar paternalista, que lleva a cabo la redistribución forzada de la justicia social y al que permitimos dictar las normas morales también en esos ámbitos que no le incumben. El Estado de bienestar priva a los ciudadanos de sus libertades con el fin de hacerlos mejores personas y protegerlos de sí mismos. Perverso.
La miseria histórica del liberalismo político en España, dividido en el afán de cada una de sus fracciones por imponer su particular visión de ciertos asuntos morales, es una de las razones por las que nunca ha sido posible un verdadero anclaje en nuestra vida política de los principios e ideario de los liberales clásicos – en el sentido de Montesquieu, Tocqueville, David Hume, Benjamin Constant, Thomas Jefferson, Lord Acton, Adam Ferguson, Adam Smith, John Locke, Edmund Burke, John Stuart Mill, Ludwig von Mises, Friedrich A. von Hayek, Ludwig Erhard, James M. Buchanan y Murray N. Rothbard.
El liberalismo es una filosofía moral y política que se basa en la libertad como no violencia, agresión o coacción. No obliga a ayudar a nadie; es individualista y universalista, no distingue entre grupos ni exige lealtad ni obediencia a ninguna autoridad; no se ocupa de temas relacionados con la pureza o la divinidad. Por eso resulta extraño e incluso inaceptable para la mayoría de las personas con fuertes instintos tribales, que creen que ayudar es un deber ineludible, o que sienten fuerte asco o indignación ante violaciones de ciertas normas relacionadas con temas sagrados.
En una sociedad liberal, todo tipo de experiencia social o política es posible. El liberalismo apuesta por la libre competencia entre ideas y modelos políticos y sociales. Debo añadir: el mercado libre fija estrechos límites a quienes usurpan o distorsionan o abusan del poder, porque en él solamente son posibles transacciones voluntarias. Por lo tanto, todo aquel que intente imponer sus ideas sociales, religiosas, nacionalistas y ecológicas es enemigo de la libertad.
El liberalismo no es inmoral, ni invita a la inmoralidad. Desconfíe SIEMPRE de aquellos cuyo objetivo final sea el control del Estado, ya que con sus medios de represión y legislación puede someter a todos y forzar a optar por sus ideas y sus principios morales (los tribales, los particulares de los que nos habla Hayek). Liberales y no-liberales convivimos en una relación asimétrica: mientras que el no-liberal podría vivir según sus ideas en una sociedad liberal, el liberal no puede sentirse nunca libre en una sociedad de diseño colectivista en la que se imponga una moral particular.
PS.: Sirva este texto de comentario al artículo publicado en esta revista por Alexei Leitzie el pasado 27 de febrero en el que reflexionaba sobre la libertad, la conciencia y el mercado. Gracias Alexei por la inspiración.
Foto: Mohamed Nohassi
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