En
Bolivia ha ocurrido un golpe de Estado que derrocó al Gobierno legítimo
de Evo Morales Ayma y dio inicio a un período de crisis profunda, con
raíces históricas y cuya solución política está en ciernes.
Dos bloques se disputan la configuración y el curso histórico del Estado boliviano: por un lado, las fuerzas que representan el régimen antiguo (oligarquía y sus representaciones sociales, políticas y mediáticas, en buena medida hegemonizadas por grupos de extrema derecha y segmentos de poder económico autodenominados blancos o criollos); así mismo, empresas transnacionales, Estados Unidos, que ve en la región su ámbito de dominio, y otros Estados con pretensiones sobre los recursos estratégicos (como el gas y el litio) de Bolivia.
Dicho régimen antiguo fue desplazado democráticamente por un nuevo bloque de poder encabezado por el Movimiento al Socialismo (MAS) y Evo Morales, quien en 2006 inició un nuevo régimen económico, social y político. Logró la refundación del Estado, al cual denominó Estado plurinacional, y el inicio de un conjunto de transformaciones significativas: 1) el ascenso al poder político de sujetos históricamente excluidos (pueblos originarios, campesinos y obreros); 2) modificaciones sustanciales al modelo económico, basado en la nacionalización de los recursos estratégicos y en la inversión pública, y 3) el impulso de políticas redistributivas. Esto se tradujo en un crecimiento económico sostenido y en la disminución sustancial de la pobreza y de la exclusión social. El producto interno bruto aumentó al 327 % en los últimos 13 años, el salario mínimo pasó de 440 a 2,060 bolivianos y la pobreza disminuyó del 60 al 35 % (y la pobreza extrema, de 38 a 17 puntos porcentuales) entre 2006 y 2018. Se gestó una política en buena medida independiente, soberana.
En ese marco, el bloque del viejo régimen ha intentado derrocar en varios momentos al Gobierno de Evo Morales y actualmente impulsa un golpe de Estado cuyas posibilidades de sostenerse están en cuestión, en especial por las gigantescas movilizaciones sociales favorables a la restauración constitucional y a la retoma del control del Congreso y del Senado por las fuerzas del MAS.
En este contexto, el bloque golpista ha desplegado discursos y prácticas violentas y represivas con fuertes contenidos racistas contra las fuerzas indígenas, campesinas y obreras. Esta ha sido la constante de sus líderes políticos, grupos de choque y medios de comunicación masiva. Se escuchan consignas como «Bolivia somos todos, y no los indios»; «sueño con una Bolivia libre de ritos satánicos indígenas», y «la ciudad no es para los indios; ¡que se vayan para el altiplano o al Chaco!».
Como parte de la matriz ideológica y simbólica, han incorporado la cruz y la Biblia, la esvástica y la adhesión de la bandera estadounidense a la boliviana en los estandartes utilizados por las fuerzas policiales. Al mismo tiempo, sus acciones violentas han incluido agresiones físicas a mujeres indígenas, a quienes han cortado las trenzas y arrancado la falda externa del vestido, llamada pollera, símbolos de identidad cultural y de la mujer indígena. En el mismo orden, han pateado y quemado la bandera del Estado plurinacional, la Wiphala, símbolo también de los pueblos originarios.
Además del rechazo al golpe de Estado y de los intentos por restituir el proceso de cambio, varias comunidades y pueblos, a través de sus cabildos (asambleas), han tomado decisiones y avanzan en enormes movilizaciones con el potencial de derrotar el rompimiento constitucional. En ese marco, la ofensa contra los pueblos originarios al mancillar la Wiphala y a las señoras de pollera ha provocado la indignación y ha agitado aún más la movilización, que parece decidida a restituir el orden del Estado plurinacional. Es común escuchar en las movilizaciones la consigna «¡la Wiphala se respeta, carajo!», que refleja y simboliza no solo la lucha de los pueblos originarios y campesinos, sino también la de muchos bolivianos que respaldan al presidente Evo Morales.
Así las cosas, los símbolos religiosos, culturales y nacionales también forman parte de una disputa cuya solución permitirá establecer el curso histórico del proceso boliviano: la recuperación del proceso de cambio y la consolidación de un modelo económico más justo o la restauración del antiguo régimen neoliberal, profundamente concentrador, excluyente y discriminador, supeditado a los intereses del hegemón del norte.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
Dos bloques se disputan la configuración y el curso histórico del Estado boliviano: por un lado, las fuerzas que representan el régimen antiguo (oligarquía y sus representaciones sociales, políticas y mediáticas, en buena medida hegemonizadas por grupos de extrema derecha y segmentos de poder económico autodenominados blancos o criollos); así mismo, empresas transnacionales, Estados Unidos, que ve en la región su ámbito de dominio, y otros Estados con pretensiones sobre los recursos estratégicos (como el gas y el litio) de Bolivia.
Dicho régimen antiguo fue desplazado democráticamente por un nuevo bloque de poder encabezado por el Movimiento al Socialismo (MAS) y Evo Morales, quien en 2006 inició un nuevo régimen económico, social y político. Logró la refundación del Estado, al cual denominó Estado plurinacional, y el inicio de un conjunto de transformaciones significativas: 1) el ascenso al poder político de sujetos históricamente excluidos (pueblos originarios, campesinos y obreros); 2) modificaciones sustanciales al modelo económico, basado en la nacionalización de los recursos estratégicos y en la inversión pública, y 3) el impulso de políticas redistributivas. Esto se tradujo en un crecimiento económico sostenido y en la disminución sustancial de la pobreza y de la exclusión social. El producto interno bruto aumentó al 327 % en los últimos 13 años, el salario mínimo pasó de 440 a 2,060 bolivianos y la pobreza disminuyó del 60 al 35 % (y la pobreza extrema, de 38 a 17 puntos porcentuales) entre 2006 y 2018. Se gestó una política en buena medida independiente, soberana.
En ese marco, el bloque del viejo régimen ha intentado derrocar en varios momentos al Gobierno de Evo Morales y actualmente impulsa un golpe de Estado cuyas posibilidades de sostenerse están en cuestión, en especial por las gigantescas movilizaciones sociales favorables a la restauración constitucional y a la retoma del control del Congreso y del Senado por las fuerzas del MAS.
En este contexto, el bloque golpista ha desplegado discursos y prácticas violentas y represivas con fuertes contenidos racistas contra las fuerzas indígenas, campesinas y obreras. Esta ha sido la constante de sus líderes políticos, grupos de choque y medios de comunicación masiva. Se escuchan consignas como «Bolivia somos todos, y no los indios»; «sueño con una Bolivia libre de ritos satánicos indígenas», y «la ciudad no es para los indios; ¡que se vayan para el altiplano o al Chaco!».
Como parte de la matriz ideológica y simbólica, han incorporado la cruz y la Biblia, la esvástica y la adhesión de la bandera estadounidense a la boliviana en los estandartes utilizados por las fuerzas policiales. Al mismo tiempo, sus acciones violentas han incluido agresiones físicas a mujeres indígenas, a quienes han cortado las trenzas y arrancado la falda externa del vestido, llamada pollera, símbolos de identidad cultural y de la mujer indígena. En el mismo orden, han pateado y quemado la bandera del Estado plurinacional, la Wiphala, símbolo también de los pueblos originarios.
Además del rechazo al golpe de Estado y de los intentos por restituir el proceso de cambio, varias comunidades y pueblos, a través de sus cabildos (asambleas), han tomado decisiones y avanzan en enormes movilizaciones con el potencial de derrotar el rompimiento constitucional. En ese marco, la ofensa contra los pueblos originarios al mancillar la Wiphala y a las señoras de pollera ha provocado la indignación y ha agitado aún más la movilización, que parece decidida a restituir el orden del Estado plurinacional. Es común escuchar en las movilizaciones la consigna «¡la Wiphala se respeta, carajo!», que refleja y simboliza no solo la lucha de los pueblos originarios y campesinos, sino también la de muchos bolivianos que respaldan al presidente Evo Morales.
Así las cosas, los símbolos religiosos, culturales y nacionales también forman parte de una disputa cuya solución permitirá establecer el curso histórico del proceso boliviano: la recuperación del proceso de cambio y la consolidación de un modelo económico más justo o la restauración del antiguo régimen neoliberal, profundamente concentrador, excluyente y discriminador, supeditado a los intereses del hegemón del norte.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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