“El PRI sabe gobernar”
Escrito por Arturo Loría
“Continuaré con la lucha, pero la estrategia debe cambiar”:
Enrique Peña Nieto al hablar de su política antidrogas.
“Con
el PRI estábamos mejor”. “El PRI pactaba con los narcos”. “El PRI roba,
pero deja robar”. “El PRI sabe gobernar”. El imaginario colectivo a
veces asume como verdades irrefutables premisas basadas en conjeturas y
suposiciones que coquetean con el mito.
En tiempos electorales la nostalgia se
apoderó de muchos corazones. Desencantados de los decepcionantes
gobiernos de Acción Nacional, algunos regresaron a la engañosa lógica de
que el pasado era mejor.
Entre ese sector se dio como cierta la
teoría de que el triunfo del PRI implicaría, por lógica natural, el fin
de la violencia en el país. Se generalizó la creencia de que el
Revolucionario Institucional se reuniría con los líderes de los cárteles
para concretar una alianza que pusiera fin al derramamiento de sangre.
Los primeros dos meses del gobierno de Enrique Peña Nieto echaron abajo
esta leyenda.
Entre el
primero de diciembre y el 31 de enero fueron asesinadas mil 758 personas
en México, cifra superior a los mil 700 homicidios registrados el año
pasado (La Jornada, 1 de febrero). Las tragedias masivas tampoco
desaparecieron. Seis días después de la toma de posesión de Peña Nieto,
un comando acabó con la vida de once personas en Chihuahua y el 25 de
enero fueron acribillados en Nuevo León 17 músicos integrantes de la
banda Kombo Kolombia.
Peña Nieto ni siquiera ha podido poner en
paz a su entidad natal. En el Estado de México operan, por lo menos,
seis organizaciones criminales. Tan sólo en enero pasado ocurrieron 105
muertes vinculadas con el crimen organizado en Ecatepec y el valle de
Toluca (Proceso 1842).
Durante su campaña presidencial, el
priista reiteró hasta el cansancio que en su gobierno la violencia se
reduciría: “Me comprometo a recuperar la paz y libertad disminuyendo al
menos en 50 por ciento la tasa de homicidios y de secuestros, y
reduciendo las extorsiones y la trata de personas”.
Cuando se le cuestionaba cómo lograría
estos objetivos, Peña Nieto siempre respondía con una ambigüedad:
“modificando la estrategia”. Jamás precisó en qué consistirían estos
cambios, recurrió al lugar común de anunciar una serie de medidas
difusas: profesionalizar la policía, reducir las adicciones, mejorar las
condiciones sociales del país, retirar paulatinamente al Ejército…
La única diferencia clara respecto a las
políticas de Felipe Calderón es que ahora la violencia del país fue
diluida del discurso oficial. Contrario a la retórica bélica del
panista, que aprovechaba cualquier oportunidad para anunciar una “gran
captura” o un gigante decomiso, los medios de comunicación rara vez
reproducen declaraciones de Peña Nieto relacionadas con la guerra que
padece México.
Peña Nieto y su equipo sabían que no
podían mejorar significativamente la seguridad de los habitantes, pero
aún así ofrecieron reducir la violencia como uno de sus principales
compromisos de campaña. En el informe “Las limitaciones del nuevo
presidente”, la consultora Stratfor advirtió que el priista “no tendrá
más remedio que continuar con el uso de los militares en la lucha contra
el crimen organizado” y “pasarán varios años antes de que sean
reclutados y entrenados suficientes policías para reemplazar a los 30
mil soldados mexicanos que se dedican a patrullar las zonas de
violencia”.
Bastaba con que el elector echara un
vistazo a los antecedentes de Peña Nieto y a la historia del
Revolucionario Institucional para desencantarse de que con “El PRI
estaremos mejor”, pero no fue así. El 45 por ciento de los mexicanos que
ganan entre mil 500 y tres mil pesos mensuales votó por Peña Nieto. En
esa misma lógica, el 46 por ciento de quienes sólo tienen estudios de
primaria tacharon su boleta a favor del priista, de acuerdo con un
estudio de la casa Parametría. Es decir, su triunfo se debe a una
combinación de pobreza, ignorancia y, desde luego, capacidad para lucrar
con ambos factores mediante la compra de votos.
Estos son los riesgos de que el país
mantenga tan altos índices de marginación. Muchos votan a partir de
mitos y creencias que rayan en la superchería. La misma lógica de
quienes simpatizaban con Josefina Vázquez Mota por el simple hecho de
que por ser mujer sería más sensible y gobernaría mejor.
Ese mismo fenómeno se repitió en quienes
no votaron por López Obrador en 2006 por tragarse la campaña de que
expropiaría sus casas, eliminaría la educación privada e instauraría el
comunismo en México. Esa ignorancia que a muchos les lleva a votar por
el Partido Verde Ecologista por creer que luchará por mejorar el medio
ambiente. O quienes simpatizan con Nueva Alianza por asumir que es un
partido cercano a los ideales de Gandhi, como rezaba su propaganda
electoral.
Mientras prevalezca la práctica del voto
como dogma de fe, el rumbo del país está fincado en la manipulación de
las emociones. La próxima presidenta podría ser una actriz de
telenovelas que arrasaría por “ser muy guapa”, el boxeador popular en
turno o el ganador de “Bailando por un sueño”.
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