El militarismo en América Latina
Hablar de militarismo en el Continente
Americano implica responder una pregunta: ¿cuáles son las causas por las
que las Fuerzas Armadas de un Estado adquieren mayor influjo que los
ciudadanos y la propia ley?
En
este caso particular existe una primera razón de tipo histórico: las
relaciones con Estados Unidos y su apoyo histórico a las camarillas
castrenses.
Si bien en el momento actual Washington
dedica atención al Estado Islámico y a la contención de potencias como
Rusia o China, no se resiste a ver en América Latina sino su traspatio.
Especialmente le preocupa el poderío
creciente de Brasil, una de las potencias del grupo BRICS (Brasil,
Rusia, India, China y Sudáfrica), las relaciones de Venezuela con Rusia y
las inversiones y el influjo galopante de China en América del Sur.
Los tiempos en que Estados Unidos
desplegaba grandes contingentes de tropas en la región quedaron atrás
–explica Noam Chomsky en un artículo publicado en el sitio en internet
Rebelión–, pues hoy apenas mantiene 2 mil uniformados en todas sus
instalaciones y en algunas bases estratégicamente repartidas.
Existen cerca de una veintena de estas instalaciones en toda Latinoamérica, principalmente en América del Sur.
Pero este reducido número de fuerzas se
debe a la proximidad del territorio estadunidense con sus vecinos del
Sur, lo cual no hace necesario desplazar excesivo número de soldados por
el Continente para posibles acciones.
Desde los siete enclaves estadunidenses
en el territorio de Colombia, los servicios de inteligencia de la nación
norteña controlan el espacio aéreo y las comunicaciones de todo del
Continente, según explica un informe publicado en la revista Foreign Affairs Latinoamérica.
Gracias a esas instalaciones, además, las
Fuerzas Armadas de Estados Unidos podrían, eventualmente, acometer una
operación militar de gran envergadura en cualquier país del Continente,
por lo cual mantienen los aeropuertos y puertos contratados con Colombia
en capacidad de albergar tropas y pertrechos, incluida la labor de 800
especialistas permanentes de la Secretaría de Defensa.
Colombia es, además, el tercer receptor
de ayuda económica y militar proveniente de Estados Unidos, a través del
plan homónimo. El presupuesto de éste asciende a 7 mil 500 millones de
dólares, asegura la página oficial del Departamento de Defensa.
Sin embargo, el as bajo la manga de la estrategia estadunidense para América Latina –según explica el Cubadebate– es el Comando Sur, en especial su fuerza de choque más poderosa: la IV Flota.
El Comando Sur despliega –a la manera
usual de otros mandos regionales de Estados Unidos– componentes de las
cuatro ramas de las Fuerzas Armadas: Marina, Fuerza Aérea, Cuerpo de
Marines y Ejército.
Los acuerdos para reactivar la IV Flota,
en cambio, se dieron sospechosamente al poco de conocerse la decisión
del gobierno ecuatoriano de no renovar el tratado que permitía a
Washington utilizar la base militar de Manta, la más importante de
Suramérica.
Este pacto expiraba en noviembre de 2009 y
dejaba a Estados Unidos sin bases operativas de grandes dimensiones en
América del Sur.
Industria y gasto militar
Otra razón que ha impulsado el
militarismo –de acuerdo con un informe publicado por el barcelonés
Centro de Estudios para la Paz– han sido los conflictos existentes entre
las naciones de la zona, resultado de diferencias políticas, económicas
y culturales que se remontan a los albores de la independencia
americana.
Los diferendos entre Chile y Perú, o
entre Chile y Bolivia, han clasificado dentro de esta tipología. Estas
naciones se han enfrentado en más de una ocasión desde el siglo XIX, y
por esta causa aún mantienen disputas fronterizas.
La sospecha y el nacionalismo son las
justificaciones para que tales Estados eroguen importantes sumas cada
año con el propósito de mantener ejércitos poderosos.
Chile, por ejemplo, dedica el 3.5 por
ciento de su producto interno bruto (PIB) al sector militar: industria,
sueldos, mantenimiento de armas, compras en el extranjero, entre otros
gastos.
Según informes de la Organización de las
Naciones Unidas sobre los estándares internacionales en gasto militar,
se recomienda que éste no supere el 1 por ciento del PIB. Además,
sobrepasar el 2 por ciento implica convertirse en un país militarizado
y, si las erogaciones sobrepasan el 4 por ciento, tal Estado debe
considerarse una nación altamente militarizada.
Según el Anuario 2014 del
Stockholm Internacional Peace Research Institute (SIPRI), los gastos
militares de los países de América del Sur llegaron en 2013 a 67 mil
millones de dólares, un aumento del 1.6 por ciento en comparación con el
año anterior.
Este tipo de gasto impulsa todo el
espectro económico militar, es decir, el mantenimiento de las Fuerzas
Armadas y la compra de armamentos.
En el caso de países con industrias
militares como Brasil, Argentina y Chile, implica dedicar importantes
sumas al sueldo de ingenieros y especialistas, al desarrollo de nuevas
tecnologías de producción, y a la reparación y mejora de las
instalaciones fabriles y a laboratorios.
Un criterio muy utilizado por los lobbies
asociados a este complejo de poder es que el aumento de recursos
destinados a la rama bélica de la industria resulta una inversión
productiva en términos de eficiencia económica.
Políticas públicas capaces de contener
las tendencias negativas en este campo e impulsar la búsqueda de una
alineación distinta a la promovida por Washington, podrían ser las
mejores estrategias para combatir el militarismo.
David Corcho*/Prensa Latina
*Periodista
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