Tras las elecciones de diciembre todo parecía posible, pero no lo era.
Frustrado el 'asalto a los cielos', todo se dice ahora imposible y sin
embargo no lo es.
Durante el invierno y la primavera cabía imaginar que Podemos llegase al gobierno central en un contexto esperanzador, con las principales ciudades del país en manos de sus aliadas, consolidando luego su posición en las autonómicas vascas y gallegas.
Era factible incluso que, ante la deriva del procés, las confluencias se hiciesen más pronto que tarde con el gobierno de la Generalitat. Aunque persisten las aspiraciones autonómicas en el noreste, el escenario general se ha evaporado.
El sol veraniego derritió aquél Palacio de Invierno a cuyas puertas esperaban los bárbaros, así como ante la Puerta de la Ley aguardaba su turno el ingenuo campesino de Kafka.
Los líderes dan por muerta y enterrada la estrategia del acceso relámpago a la Moncloa. ¿Existe un Plan B?
Hay quien afirma que el 26J mató a Podemos. Pero la derrota se produjo mucho antes. Algunos dirán que tuvo lugar en Vistalegre, cuando la lógica del 15M, que por entonces los municipalistas empezaban a traducir en la forma de un partido-movimiento, fue abandonada en favor de un formato mucho más tradicional.
Pero no fue éste un golpe de gracia. Herido en sus Círculos, la guadaña visitó a Podemos en el otoño del 2014. Ocurrió por la razón más previsible de todas, la que pone al desnudo el error más obvio del planteamiento de la cúpula: el problema de la izquierda jamás ha sido, como pretenden, no saber cómo hacerse con los órganos ejecutivos y legislativos de un Estado –en lenguaje publicitario: "cómo ganar"– sino su incapacidad para gobernar una vez en el poder.
Fracaso de todo 'socialismo real', razón de la claudicación final de la socialdemocracia, al cierre de la década crítica de los años 70. Para decirlo de una vez: Podemos murió porque, más allá su retórica y de ese populismo que calca el significante vacío del capital –donde toda diferencia se vuelve equivalente, aplastada en su universalidad–, no fue capaz de salir, sino como un zombie, del féretro en el que yace por décadas la vieja izquierda.
Hay quien afirma que el 26J mató a Podemos. Pero la derrota se produjo mucho antes
La muerte de Podemos tiene un nombre: retrocracia. La operación de marketing populista, cuyo significante es la pala que vacía la política al tiempo que la llena de simbología trillada y moralina de púlpito laico, está al servicio del poder de lo añejo mal envejecido.
El partido expidió su propio certificado de defunción cuando comenzó a imaginar en público el futuro. Cuando, pensando en voz alta, sacó a relucir su propuesta estrella, la Renta Básica, una medida que carece de sentido si no es diseñada como uno de los inputs para la financiación de un entorno de aplicaciones políticas más vasto.
Un entorno que tan solo se puede ensamblar forjando cierta racionalidad gubernamental dispuesta para la creación de una ciudadanía económica distinta tanto del empresario-de-sí neoliberal, como del consumidor de welfare en el que invierte el Estado de Bienestar. Incapaz de efectuar esta operación y de defender por tanto su propuesta, reculó entonces hacia las conocidas recetas keynesianas.
Intentó combatir el miedo a lo nuevo con la nostalgia de bellos –maquillados, edulcorados, mistificados– mejores tiempos pasados. La pérdida de un millón de votos en junio hunde sus raíces aquí, en los sucesos del 2014. Más de las tres cuartas partes de esa pérdida se debe al exit de un electorado desencantado. La parte restante, antes que la copia prefirió el original, y votó al PSOE.
Pasadas las elecciones, quienes se mantienen en el corsé de sus trajes y corbatas entonan los cantos de la 'vuelta a la normalidad'. Aseguran que el momento crítico, político y económico, ha pasado, y que el régimen es capaz de recomponerse en torno a sus partidos habituales. Dos voces responden desde Podemos.
La primera parece aceptar el discurso oficial o al menos querer combatirlo con un oxímoron: el 'antagonismo normal', la normalización como estrategia de subversión. La segunda voz considera necesaria una refundación que retome el espíritu del 15M, y sin el cual Podemos no hubiese existido.
Pero, ¿qué fue eso que llamamos 15M, y por qué cinco años después seguimos disertando acerca de ello, seguros de que marcó el camino a seguir?
Hans-Georg Rheinberger: una situación experimental es aquella que ofrece las condiciones tecnológicas necesarias para la existencia de objetos científicos, por ella el conocimiento nuevo, que no puede ser previsto del todo o anticipado, es producido en condiciones reguladas, dentro de un marco de representaciones culturales en movimiento y compartido, a través de la reproducción diferencial del sistema experimental.
El problema de la izquierda jamás ha sido no saber cómo hacerse con un Estado sino su incapacidad para gobernar una vez en el poder
La política comunicativa y su declinación simbólica son elementos tan importantes como la movilización. Pero sin lo experimental el acontecimiento no hubiese pasado de lo anecdótico.
La experimentación ha de poner en paréntesis el sentido común para lograr producir el objeto epistémico que todavía no existe, en este caso, la 'nueva política'. Y eso fue lo que ocurrió, de la manera más sorprendente, pues lo esperable es que, dada la situación del pensamiento político y ante una crisis económica de tal calado, surgiese un movimiento reactivo. Un movimiento llamado a resistir más que a problematizar, a defenderse más que a crear, así como tan solo unos meses antes se había expresado la Geraçao à Rasca en Portugal.
El movimiento de las plazas fue una multitudinaria terapia de grupo a micrófono a abierto. Cuando los altavoces se apagaban, cada ágora, conectada en red, se convertía en un centro de mando distribuido y experimental, un espacio logístico y un think tank.
La crisis económica no era el problema. Los recortes no estaban en el primer plano sino como elementos catalizadores de las energías desatadas. La indignación no era más que la pasión negativa cuya valencia invertían al hacer de la democracia por venir el problema real. Para ser 'real', la democracia debía ser reinventada en sus dimensiones políticas, económicas y culturales, a través del movimiento.
De ahí que miles de personas se pusieron a trabajar en comisiones para discutir y diseñar, al calor de los acontecimientos, una nueva constitución social. Eso fue lo singular del 15M, un movimiento constituyente, asentado en la situación experimental que organizaba.
Lo que con medios precarios inició el 15M, Podemos lo sepultó bajo la retórica populista y la fetichización del Palacio de Invierno. Al hacerlo cavó su propia tumba política, desbordante ahora de nostalgia.
Durante el invierno y la primavera cabía imaginar que Podemos llegase al gobierno central en un contexto esperanzador, con las principales ciudades del país en manos de sus aliadas, consolidando luego su posición en las autonómicas vascas y gallegas.
Era factible incluso que, ante la deriva del procés, las confluencias se hiciesen más pronto que tarde con el gobierno de la Generalitat. Aunque persisten las aspiraciones autonómicas en el noreste, el escenario general se ha evaporado.
El sol veraniego derritió aquél Palacio de Invierno a cuyas puertas esperaban los bárbaros, así como ante la Puerta de la Ley aguardaba su turno el ingenuo campesino de Kafka.
Los líderes dan por muerta y enterrada la estrategia del acceso relámpago a la Moncloa. ¿Existe un Plan B?
Hay quien afirma que el 26J mató a Podemos. Pero la derrota se produjo mucho antes. Algunos dirán que tuvo lugar en Vistalegre, cuando la lógica del 15M, que por entonces los municipalistas empezaban a traducir en la forma de un partido-movimiento, fue abandonada en favor de un formato mucho más tradicional.
Pero no fue éste un golpe de gracia. Herido en sus Círculos, la guadaña visitó a Podemos en el otoño del 2014. Ocurrió por la razón más previsible de todas, la que pone al desnudo el error más obvio del planteamiento de la cúpula: el problema de la izquierda jamás ha sido, como pretenden, no saber cómo hacerse con los órganos ejecutivos y legislativos de un Estado –en lenguaje publicitario: "cómo ganar"– sino su incapacidad para gobernar una vez en el poder.
Fracaso de todo 'socialismo real', razón de la claudicación final de la socialdemocracia, al cierre de la década crítica de los años 70. Para decirlo de una vez: Podemos murió porque, más allá su retórica y de ese populismo que calca el significante vacío del capital –donde toda diferencia se vuelve equivalente, aplastada en su universalidad–, no fue capaz de salir, sino como un zombie, del féretro en el que yace por décadas la vieja izquierda.
Hay quien afirma que el 26J mató a Podemos. Pero la derrota se produjo mucho antes
La muerte de Podemos tiene un nombre: retrocracia. La operación de marketing populista, cuyo significante es la pala que vacía la política al tiempo que la llena de simbología trillada y moralina de púlpito laico, está al servicio del poder de lo añejo mal envejecido.
El partido expidió su propio certificado de defunción cuando comenzó a imaginar en público el futuro. Cuando, pensando en voz alta, sacó a relucir su propuesta estrella, la Renta Básica, una medida que carece de sentido si no es diseñada como uno de los inputs para la financiación de un entorno de aplicaciones políticas más vasto.
Un entorno que tan solo se puede ensamblar forjando cierta racionalidad gubernamental dispuesta para la creación de una ciudadanía económica distinta tanto del empresario-de-sí neoliberal, como del consumidor de welfare en el que invierte el Estado de Bienestar. Incapaz de efectuar esta operación y de defender por tanto su propuesta, reculó entonces hacia las conocidas recetas keynesianas.
Intentó combatir el miedo a lo nuevo con la nostalgia de bellos –maquillados, edulcorados, mistificados– mejores tiempos pasados. La pérdida de un millón de votos en junio hunde sus raíces aquí, en los sucesos del 2014. Más de las tres cuartas partes de esa pérdida se debe al exit de un electorado desencantado. La parte restante, antes que la copia prefirió el original, y votó al PSOE.
Pasadas las elecciones, quienes se mantienen en el corsé de sus trajes y corbatas entonan los cantos de la 'vuelta a la normalidad'. Aseguran que el momento crítico, político y económico, ha pasado, y que el régimen es capaz de recomponerse en torno a sus partidos habituales. Dos voces responden desde Podemos.
La primera parece aceptar el discurso oficial o al menos querer combatirlo con un oxímoron: el 'antagonismo normal', la normalización como estrategia de subversión. La segunda voz considera necesaria una refundación que retome el espíritu del 15M, y sin el cual Podemos no hubiese existido.
Pero, ¿qué fue eso que llamamos 15M, y por qué cinco años después seguimos disertando acerca de ello, seguros de que marcó el camino a seguir?
Hans-Georg Rheinberger: una situación experimental es aquella que ofrece las condiciones tecnológicas necesarias para la existencia de objetos científicos, por ella el conocimiento nuevo, que no puede ser previsto del todo o anticipado, es producido en condiciones reguladas, dentro de un marco de representaciones culturales en movimiento y compartido, a través de la reproducción diferencial del sistema experimental.
El problema de la izquierda jamás ha sido no saber cómo hacerse con un Estado sino su incapacidad para gobernar una vez en el poder
La política comunicativa y su declinación simbólica son elementos tan importantes como la movilización. Pero sin lo experimental el acontecimiento no hubiese pasado de lo anecdótico.
La experimentación ha de poner en paréntesis el sentido común para lograr producir el objeto epistémico que todavía no existe, en este caso, la 'nueva política'. Y eso fue lo que ocurrió, de la manera más sorprendente, pues lo esperable es que, dada la situación del pensamiento político y ante una crisis económica de tal calado, surgiese un movimiento reactivo. Un movimiento llamado a resistir más que a problematizar, a defenderse más que a crear, así como tan solo unos meses antes se había expresado la Geraçao à Rasca en Portugal.
El movimiento de las plazas fue una multitudinaria terapia de grupo a micrófono a abierto. Cuando los altavoces se apagaban, cada ágora, conectada en red, se convertía en un centro de mando distribuido y experimental, un espacio logístico y un think tank.
La crisis económica no era el problema. Los recortes no estaban en el primer plano sino como elementos catalizadores de las energías desatadas. La indignación no era más que la pasión negativa cuya valencia invertían al hacer de la democracia por venir el problema real. Para ser 'real', la democracia debía ser reinventada en sus dimensiones políticas, económicas y culturales, a través del movimiento.
De ahí que miles de personas se pusieron a trabajar en comisiones para discutir y diseñar, al calor de los acontecimientos, una nueva constitución social. Eso fue lo singular del 15M, un movimiento constituyente, asentado en la situación experimental que organizaba.
Lo que con medios precarios inició el 15M, Podemos lo sepultó bajo la retórica populista y la fetichización del Palacio de Invierno. Al hacerlo cavó su propia tumba política, desbordante ahora de nostalgia.
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