“Golpes blandos”,
“rebeliones populares”, “revoluciones de colores” y campañas de
desinformación a gran escala son los elementos distintivos de los planes
de desestabilización aplicados por el imperialismo gringo y sus aliados
de la derecha en gran parte del mundo, ya sea en Oriente Medio, Europa
del este o, más cercanamente, en Nuestra América; todos con un objetivo
único: destruir toda posibilidad de independencia en cada uno de los
países, cuyos gobiernos considera Washington como una amenaza inusual y
extraordinaria a sus intereses. Para cumplir esta meta, han sido útiles
tanto los métodos convencionales (establecidos en leyes y
constituciones) como aquellos que son, llanamente, crímenes políticos
(aunque terminen siendo disfrazados por sus perpetradores e
instigadores, resaltando la situación particular venezolana).
¿Qué ha supuesto todo esto para la estabilidad democrática de todos los países, ya sean aliados o estén “enfrentados” a Estados Unidos? En principio, un mayor clima de tensiones internas y externas. En este último caso, con Rusia y China, potencias que Estados Unidos tiene señalados en su agenda como sus principales rivales, sin dejar de lado a Irán, país al cual no deja de amagar de vez en cuando, lo mismo que a Corea del Norte. Sin embargo, la Casa Blanca se cuida de no incrementarlo, limitándose a proceder con tácticas que no lleguen a mayores consecuencias, pero actuando libremente en aquellas naciones que estima inferiores militarmente y, por tanto, más vulnerables a sus eventuales ataques. Esto quizás se vea con una mayor preocupación del lado de Europa y Japón donde los Comandos Estratégicos (o Combatientes) gringos mantienen una presencia bélica más activa y amenazante, mientras que en la región del Oriente Medio -con Israel, Turquía y el Daesh sirviéndoles de apoyo en sus operaciones- existen circunstancias diferentes, luego de invadirse a Afganistán, Iraq y, últimamente, Siria (en esta última, contenidos por la determinación combinada de rusos y chinos).
Nuestra América, considerada desde siglos como el patio trasero de Estados Unidos, no escapa a tales planes. La mayoría de sus naciones son escenarios de un injerencismo yanqui nada disimulado, estimulado y legitimado desde las grandes cadenas noticiosas, pasando por alto el derecho a la autodeterminación y la voluntad de nuestros pueblos; procurando así acabar con las corrientes revolucionarias socialistas de nuevo signo que surgieran como reacción al neoliberalismo económico de finales del siglo pasado, con la perspectiva de poder cambiar el cariz de simples proveedores de materias primas que se les asignara en función de la división internacional del trabajo instaurada por el sistema capitalista, en un estado de dependencia casi absoluto.
De ahí que cualquier proyecto revolucionario serio que se trace el objetivo de la transformación estructural del modelo civilizatorio imperante, más allá de una mera participación electoral, tendrá que lidiar -inevitablemente- con dicha realidad y desechar de antemano la probabilidad de obtener concesiones en un ambiente ideal de paz social, lo cual sólo se producirá mediante una nueva conciencia, una vasta organización democrática (de índole horizontal) y una autonomía económico-productiva real de parte de los sectores populares revolucionarios, incluso, a pesar de no contar éstos con espacios del poder constituido en qué apoyarse. Además, dicho proyecto revolucionario no deberá pasar por alto que el imperialismo gringo (y sus adláteres locales) tiene en mira aprovecharse del desdibujamiento creciente de las diferencias entre izquierda y derecha, promoviendo opciones aparentemente prácticas y eficaces para solventar los diversos problemas que aquejan a nuestros pueblos, -aunque tendrá que distinguirse que, al hablar de esta izquierda, se alude a la socialdemocracia y, en cuanto a la derecha, sería más exactamente el neoliberalismo- lo que coadyuvaría a hacer desaparecer, también las contradicciones de clase existentes y, por consiguiente, a neutralizar las protestas y las luchas sociales.
¿Qué ha supuesto todo esto para la estabilidad democrática de todos los países, ya sean aliados o estén “enfrentados” a Estados Unidos? En principio, un mayor clima de tensiones internas y externas. En este último caso, con Rusia y China, potencias que Estados Unidos tiene señalados en su agenda como sus principales rivales, sin dejar de lado a Irán, país al cual no deja de amagar de vez en cuando, lo mismo que a Corea del Norte. Sin embargo, la Casa Blanca se cuida de no incrementarlo, limitándose a proceder con tácticas que no lleguen a mayores consecuencias, pero actuando libremente en aquellas naciones que estima inferiores militarmente y, por tanto, más vulnerables a sus eventuales ataques. Esto quizás se vea con una mayor preocupación del lado de Europa y Japón donde los Comandos Estratégicos (o Combatientes) gringos mantienen una presencia bélica más activa y amenazante, mientras que en la región del Oriente Medio -con Israel, Turquía y el Daesh sirviéndoles de apoyo en sus operaciones- existen circunstancias diferentes, luego de invadirse a Afganistán, Iraq y, últimamente, Siria (en esta última, contenidos por la determinación combinada de rusos y chinos).
Nuestra América, considerada desde siglos como el patio trasero de Estados Unidos, no escapa a tales planes. La mayoría de sus naciones son escenarios de un injerencismo yanqui nada disimulado, estimulado y legitimado desde las grandes cadenas noticiosas, pasando por alto el derecho a la autodeterminación y la voluntad de nuestros pueblos; procurando así acabar con las corrientes revolucionarias socialistas de nuevo signo que surgieran como reacción al neoliberalismo económico de finales del siglo pasado, con la perspectiva de poder cambiar el cariz de simples proveedores de materias primas que se les asignara en función de la división internacional del trabajo instaurada por el sistema capitalista, en un estado de dependencia casi absoluto.
De ahí que cualquier proyecto revolucionario serio que se trace el objetivo de la transformación estructural del modelo civilizatorio imperante, más allá de una mera participación electoral, tendrá que lidiar -inevitablemente- con dicha realidad y desechar de antemano la probabilidad de obtener concesiones en un ambiente ideal de paz social, lo cual sólo se producirá mediante una nueva conciencia, una vasta organización democrática (de índole horizontal) y una autonomía económico-productiva real de parte de los sectores populares revolucionarios, incluso, a pesar de no contar éstos con espacios del poder constituido en qué apoyarse. Además, dicho proyecto revolucionario no deberá pasar por alto que el imperialismo gringo (y sus adláteres locales) tiene en mira aprovecharse del desdibujamiento creciente de las diferencias entre izquierda y derecha, promoviendo opciones aparentemente prácticas y eficaces para solventar los diversos problemas que aquejan a nuestros pueblos, -aunque tendrá que distinguirse que, al hablar de esta izquierda, se alude a la socialdemocracia y, en cuanto a la derecha, sería más exactamente el neoliberalismo- lo que coadyuvaría a hacer desaparecer, también las contradicciones de clase existentes y, por consiguiente, a neutralizar las protestas y las luchas sociales.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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