La Teoría Monetaria Moderna contra el fetichismo de la mercancía
Tendemos a pensar en el dinero como una mercancía establecida espontáneamente por individuos racionales por poseer unas determinadas propiedades a las cuales debe su valor intrínseco para ser utilizada como equivalente general en el intercambio. Esta es la exposición que se hace en los libros de texto sobre el origen del dinero, una innovación creada para superar el inconveniente del trueque puro reduciendo los costos de transacción, de encontrar exactamente alguien que esté buscando cambiar lo que uno tiene por lo que quiere.
Esta explicación del surgimiento del dinero como un fenómeno de mercado es una de las historias favoritas de los economistas. Es el mito fundacional de nuestro sistema de relaciones económicas pese a no haber pruebas de que alguna vez ocurriera así, sino todo lo contrario. Su pervivencia y atractivo se debe a su instrumentalización, a las importantes implicaciones para los privilegios de la élite gobernante que se desprenden de tal visión del dinero, de los arreglos institucionales que permite mantener tratando el moderno sistema monetario como si funcionásemos con un anacrónico patrón oro en que el dinero opera como un simple lubricador de los mercados y cuyo valor se deriva de su contenido metálico.
La evidencia histórica establece que la misma naturaleza del dinero es un crédito o una relación de deuda, y que su aparición es anterior a la acuñación de moneda por casi 3.000 años y previa a los mercados, siendo su función principal la de unidad de cuenta. Incluso en la época de Adam Smith la circulación de moneda para las compras habituales era escasa y se usaba ampliamente el crédito.
El renacimiento reciente de lo que el economista alemán Georg Friedrich Knapp denominase a principios del siglo XX como chartalismo, impulsado fundamentalmente por el economista Randall Wray y el sociólogo Geoffrey Ingham, provee los cimientos sobre los que se erige la Teoría Monetaria Moderna (en adelante TMM); una corriente postkeynesiana que está adquiriendo una importante visibilidad porque ofrece las herramientas y los argumentos para subvertir la austeridad y el desempleo característico del capitalismo; una lacra cuyos aspectos políticos son esenciales para comprender el rechazo que la TMM sufre, pues modifica por completo las articulaciones de poder de la sociedad en la que vivimos transformando una de las armas fundamentales de la lucha por la distribución como es el mantenimiento de un amplio ejército de reserva de trabajadores.
Este planteamiento sobre la naturaleza y origen del dinero se apoya en investigaciones de numismáticos, arqueólogos y antropólogos, tratando de corregir el mito del trueque tan común en los economistas que permitió a Smith elaborar su visión utópica del capitalismo libre de deuda y violencia, aspectos que son cruciales para entender el desenvolvimiento de mercados impersonales inicialmente basados en el saqueo y la conquista, y el papel del crédito en el desarrollo de la economía capitalista.
El dinero primitivo no se empleaba para comprar ni vender nada en absoluto. En lugar de ello, se empleaba en crear, mantener y reorganizar relaciones entre personas: para concertar matrimonios, establecer la paternidad de hijos, impedir peleas, consolar a los parientes de un funeral, pedir perdón en el caso de los crímenes, negociar tratados, adquirir seguidores, etc.; casi cualquier cosa excepto comerciar con cereales, palas, cerdos o joyas. El dinero surgía así como una unidad de cuenta que indica un patrón abstracto del valor, un valor convencional diseñado por una autoridad pública independiente de las propiedades intrínsecas de las mercancías que se usen.
La TMM insiste en este análisis histórico, cultural y social para postular que el dinero es una unidad de cuenta designada por una autoridad pública, ya se trate de Estados-nación modernos o de los antiguos órganos de gobierno; una institución que surge para la codificación de las obligaciones sociales. Por lo tanto, ofrece una visión diametralmente opuesta a la de la teoría ortodoxa. El dinero funciona, en primer lugar, como una unidad de cuenta abstracta, que luego es utilizada como medio de pago y para la liquidación de deudas. Que sea respaldado por plata, papel, oro o cualquier cosa que sirva como medio de intercambio es solo una manifestación de lo que es esencialmente una unidad de cuenta administrada por el Estado.
El dinero representa una promesa de pago que puede ser creada por todo el mundo. La clave para convertir estas promesas en dinero es que cada vez más personas o instituciones las acepten. Las relaciones sociales presentan una jerarquía de dinero que puede ser vista como una pirámide de varios niveles, donde los niveles simbolizan promesas con diferentes grados de aceptabilidad y en cuya parte superior se encuentra la deuda del gobierno. Las deudas de los hogares y las empresas, que se encuentran en la base de la pirámide, son aceptadas debido a su convertibilidad (al menos potencialmente) en relativamente promesas más aceptables. Estas deudas no son aceptadas en las oficinas del Estado para pagos de impuestos y, por lo tanto, es poco probable que lleguen a ser ampliamente aceptadas como medios de pago, mientras que esta condición es la que respalda a los depósitos bancarios que representan la mayor parte del dinero que circula en la economía. Que todo dinero civilizado sea chartalista no significa necesariamente que solo el Estado cree el dinero, ni mucho menos que controle la oferta monetaria.
La comprensión del dinero como una criatura del Estado desde la TMM conduce lógicamente al armazón operativo conocido como Hacienda funcional, desarrollado por el economista norteamericano Abba Lerner en contraposición de los objetivos presupuestarios que definen lo que erróneamente se denomina Hacienda responsable (que bien podría llamarse Hacienda disfuncional), tomando los presupuestos del Estado como una herramienta para alcanzar el pleno empleo y la estabilidad de precios, objetivos reales que definen lo que debería ser la acción responsable de un gobierno. El objetivo de toda regulación de la actividad económica ha de conseguir que la cuantía del gasto no sea ni demasiado pequeña (lo que produciría desempleo), ni demasiado grande (lo que daría lugar a la inflación).
Un Estado soberano gasta mediante la emisión de sus propias promesas, no se enfrenta a restricciones financieras operativas, si bien puede enfrentarse a restricciones políticas como ocurre hoy. La soberanía monetaria requiere que no se opere bajo las restricciones de tipos de cambio fijos, como la dolarización o las uniones monetarias. Los Estados que emiten su propia moneda no tienen ninguna obligación de tomar prestado o recaudar impuestos para sus gastos. El primer principio de la Hacienda funcional de Lerner es que el Estado debería aumentar los impuestos sólo si los ingresos del público son tan altos que amenazan con provocar inflación. Un segundo principio es que el Estado debe emitir bonos solo si hay presión a la baja sobre las tasas de interés, drenando las reservas excedentes de los bancos para mantener la tasa objetivo del Banco Central.
Sustituir la mal llamada Hacienda responsable por la Hacienda funcional no es sustituir una regla fija por una de libre discreción, tal y como habitualmente reprochan los críticos de la TMM sin fundamento alguno, normalmente por la incomprensión del dinero al haber sucumbido al cuento del trueque de los economistas, quedando hechizados por el fetichismo hacia el oro. El establecimiento de la Hacienda funcional es la sustitución de una regla por otra. En vez de mantener el gasto público en el nivel en que es igual a la recaudación de impuestos, se impone al gobierno la obligación de mantener el gasto en el nivel para el cual la demanda total del sistema no origina ni inflación ni deflación, empleando los recursos reales que están parados, fundamentalmente todo el trabajo disponible, dándoles unos usos elegidos democráticamente.
Desde la Asociación por el Pleno Empleo y la Estabilidad de Precios (APEEP) creemos que el primer paso para hacer políticas progresistas es abandonar el discurso del equilibrio presupuestario y dejar de marear la perdiz en plazos y velocidades de reducción del déficit. Debemos deshacernos de los mitos en torno al dinero y reclamar el poder disponer de soberanía monetaria para tener el espacio fiscal adecuado para operar, entendiendo el déficit como algo ni bueno ni malo, tan solo como una herramienta del tamaño necesario para alcanzar los objetivos que nos proponemos como sociedad. La izquierda necesita aprender de la Teoría Monetaria Moderna.
Esteban Cruz Hidalgo es miembro de la Sub Comisión de Soberanía Monetaria de ATTAC España.
Licenciado en Economía y máster en Investigación en Ciencias Sociales y Jurídicas, especialidad Economía, Empresa y Trabajo. Miembro del Instituto de Economía Política y Humana y de la Asociación por el Pleno Empleo y la Estabilidad de Precios.
Publicado en Público.es
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