Publicado en: 12 diciembre, 2016
Colombia. La paz y la indecidibilidad democrática
Depositar la refrendación de los Acuerdos de Paz en el Congreso de
la República, no sólo es errar el camino y repetir el modelo de
democracia de minorías o de élites, sino edificar el futuro de la paz en
terreno pedregoso. Los acuerdos de paz, para ser sostenibles y
legítimos, sólo pueden ser refrendados a través de la más amplia y
democrática participación de la ciudadanía.
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Después de una larga y tediosa
negociación de más de cuatro años, es sólo a partir del 23 de junio,
cuando se anuncia desde la Mesa de La Habana el cese al fuego bilateral y
definitivo entre el Gobierno y las FARC-EP, que el proceso de paz en
Colombia entra en una fase ascendente y definitiva. El punto culminante
de esta fase ascendente fue la firma protocolaria del Acuerdo de La
Habana en la ciudad de Cartagena el pasado 26 de septiembre. El 2 de
octubre, tras la consulta plebiscitaria en la que triunfó el No por un
estrecho y dudoso margen sobre el Sí, el proceso paró en seco. La
linealidad ascendente pareció interrumpirse de manera abrupta,
impredecible. Fue el momento de los sentimientos encontrados y de las
incertidumbres. Mientras la extrema derecha encabezada por Uribe Vélez
se regocijaba con el pírrico y tramposo triunfo, los 6 millones que
votaron por el Sí, se sumían en la frustración y la rabia.
La política es dinámica, se dice en
el argot académico y mediático. Y lo es. La política es cambiante, no
sigue trazos preestablecidos ni leyes inexorables, cada nuevo escenario
está sembrado de bifurcaciones, algunas siguen líneas momentáneas otras
más duraderas, todas ellas, como bien lo habría observado Marx,
determinadas por los desplazamientos en las correlaciones de fuerzas
entabladas por los actores en disputa. Estas relaciones de fuerza son
variables, sobre todo cuando no han estado precedidas de pruebas
estratégicas de las que salgan triunfos y derrotas duraderas, que es el
caso colombiano en lo que respecta a la disputa por el proceso de paz y
en muchos otros de la historia política republicana. Triunfos exiguos
como los del 2 de octubre a manos del No, o el de Santos presidente en
la segunda vuelta electoral en la que se impuso sobre Zuluaga, o la de
la Constituyente que dio origen a la constitución de 1991, ejemplifican
este grado de indecidibilidad de la política, en un punto gravitacional y
crucial como lo es la paz. Entusiasmados por cada paso ascendente en la
cuesta de la paz, los partidarios del Acuerdo de La Habana daban por
seguro que el plebiscito del 2 de octubre sería el punto culminante para
sellar la paz. Los resultados rompieron todos los optimismos. Un curso
inesperado tomó los acontecimientos.
Luego del 2 de octubre se abre una nueva
fase, de idas y venidas, de forcejeos intensos entre los partidarios
del No y los del Sí, los primeros por monopolizar y liderar los términos
y los tiempos de las modificaciones a los Acuerdos de La Habana, los
segundos por preservar la espina dorsal de los mismos sin desconocer del
todo las propuestas de los primeros. Quienes ingenuamente creyeron que
era posible un consenso con la extrema derecha uribista alrededor de un
pacto de paz, muy pronto, durante esta nueva fase, se desilusionaron al
comprobar que sus “propuestas” de modificación del Acuerdo no eran más
que movidas estratégicas por dilatar el proceso, desgastar el cese al
fuego y apuntalar la guerra. Crear a su medida un escenario similar al
de 2002: llevar al fracaso un nuevo proceso de paz y legitimar una vez
más la figura del “guerrero mesiánico” para que se alzara con el triunfo
en las elecciones de 2018.
Pero la apuesta política por el guerrero
mesiánico no ha sido derrotada, sigue muy viva y actuante,
envalentonada, esgrimiendo el argumento más viejo y fuerte de la
democracia: la apelación al pueblo. Como todas sus otras imposturas
políticas en la que invoca demagógicamente referentes fuertes de la
democracia, como la “voz del pueblo”, la participación, la “resistencia
civil” y la democracia misma, el uribismo se queda por fuera de los
Acuerdos pero con el embaucador “imaginario de lo popular”. Y lo esgrime
como argumento para deslegitimar el Acuerdo, apuntalar la guerra y
retar a todo el mundo con la convocatoria a un nuevo plebiscito
refrendatario.
En el trasfondo de la escena
post-plebiscitaria, una más vigorosa irrumpía, la más amplia y masiva
movilización ciudadana, liderada, como en otros tiempos, por los jóvenes
universitarios clamando por Acuerdos de Paz Ya. Si en la fase anterior,
pre-plebiscitaria, asistimos a una creciente repolitización de la
ciudadanía, la fase post-plebiscitaria mostraba que la potencia de esta
repolitización apenas se había anunciado en la primera. Las calles, las
plazas, los foros, las redes sociales y un largo etcétera de escenarios y
de participación, debates y controversias, mostraba la gran potencia y
la gran riqueza política que dormitaba en amplios sectores del pueblo
colombiano, frente a la cual el plebiscito del 2 de octubre aparecía
como una fotografía enmohecida y desteñida. Ese fue, sin duda, por
diferentes motivos, el escenario ausente de la convocatoria
plebiscitaria, la oportunidad perdida para “el encuentro entre la paz y
la democracia” (la expresión es de Rodrigo Uprimny, El espectador,
2016/12/4).
Al final de este intenso ciclo de
actividad política, desde arriba y desde abajo, el Gobierno Nacional y
las FARC-EP, anuncian un nuevo Acuerdo de Paz, un “acuerdo mejor” según
vocería de las partes, el cual se protocoliza en el Teatro Colón de la
ciudad de Bogotá el 24 de noviembre pasado. Pero, allí mismo, se hacen
otros anuncios: ambos proclaman la determinación de refrendar el nuevo
acuerdo a través del Congreso de la República y no a través de la
consulta plebiscitaria, mientras que el jefe de las FARC, “Timochenko”,
llama a la conformación de “un gobierno de transición” para salvaguardar
los Acuerdos de paz. Con estos anuncios, no sólo se daba por concluido
un ciclo político de la paz (el del acuerdo mismo y la refrendación),
sino que se delineaba su futuro bajo la fórmula de una eventual
coalición política entre los pactantes.
Pero, contra todo optimismo, la página
del proceso de paz no se cierra aquí, por el contrario, sigue abierta. Y
lo sigue, no sólo en el entendido general según el cual tras la firma
de todo Acuerdo de Paz se abre una etapa intensa y compleja por
garantizar su implementación y cumplimiento, sino que sigue abierta,
sobre todo, por la precaria legitimidad democrática y fortaleza social y
política del Acuerdo. Se trata de dos momentos políticos distintos,
aunque estrechamente articulados. Y en el orden de las jerarquías lo
primero es lo primero. Sin una amplia y sólida legitimidad democrática,
es altamente probable que las garantías de implementación y cumplimiento
del Acuerdo sean inciertas, y viceversa, la legitimación democrática
sólo podrá blindar los acuerdos si estos interpretan y obtienen el mayor
consenso democrático de la ciudadanía. Forma y contenido aquí son
inescindibles. Los Acuerdos de paz son frágiles o débiles no sólo por la
persistente desconfianza arraigada entre los pactantes o por la certeza
entre las partes de incumplir lo pactado (“acuerdos de polizón”), lo
son también si no cuentan con el apoyo y el reconocimiento activo de la
ciudadanía.
Bien lo anota el filósofo político
argentino Roberto Gargarella, a propósito de la refrendación del acuerdo
de paz de Colombia: “es mi impresión que muchos caen en los riesgos
del formalismo y el legalismo, para pensar que la
suscripción de un Acuerdo de Paz construido entre pocos, y carente de
mayor sustento popular, es suficiente para sostener a dicho Acuerdo en
el tiempo, o para dotarlo de su necesario arraigo. Hoy sabemos que es
posible firmar un acuerdo pronto, contra reloj, y con formas más
simuladas que reales de aprobación popular. Pero es una ilusión creer
que esa firma ‘sin dilación’ y sin mayor sustento social va a permitir
‘dar vuelta definitiva a una hoja de la historia’: la historia sólo
puede cambiar de página a partir de acuerdos profundos y extendidos,
encarnados en la mente y el cuerpo de los ciudadanos. De allí, entonces,
el error de intentar (y volver a intentar) formas de ‘refrendo popular’
que son eso: formas –formas vacías de arraigo. Lo que nos importa es el
arraigo social, la sustancia del acuerdo, y no su prestísima firma, sin
raíces ni efectivo respaldo” (Semana.com, 2016/11/30).
La refrendación del Acuerdo final a
través del Congreso es legal, pero frágil desde el punto de vista de la
legitimidad democrática. Con esa determinación, tanto el Gobierno como
las FARC sacan de la escena política y de golpe al pueblo, y le
confieren al Acuerdo el mezquino carácter de “negocio entre élites”, por
arriba, como ha sido la tradición histórica entre las élites políticas
en el poder para domesticar la gobernabilidad de Colombia. Así lo fue,
como nos lo recuerda Edwin Cruz (Palabras al Margen,
2016/11/30), tras la insurrección de las sociedades democráticas a
mediados del siglo XIX y luego, un siglo después, tras el asesinato de
Gaitán y la Violencia bipartidista de mediados del siglo XX que dio
origen al Frente Nacional. Esta proscripción del pueblo de las
decisiones fundamentales frente a asuntos igualmente fundamentales de
Colombia ha sido la constante histórica que se quiere repetir.
El momento de la paz en Colombia es un
momento fuerte, lo ha sido como eje de partición política durante los
últimos 30 años. Ininterrumpidamente ha decidido los debates
electorales, y también buena parte de la institucionalidad. Por
consiguiente, el quiebre hacia un acuerdo definitivo, estable y duradero
de paz, no puede efectuarse de cualquier manera, sino a través de un
proceso político fuerte, lo más sólido posible políticamente, no sólo en
cuanto a la profundidad del consenso y voluntades de las partes que lo
sustentan, sino también respecto al mayor consenso y legitimidad
democrática del pueblo. La garantía de cumplimiento e implementación del
Acuerdo de Paz sólo puede estar dada si éste arraiga en el corazón y la
conciencia de la ciudadanía, si hay un proceso de apropiación
democrático del mismo, a través de la información, la controversia
pública y la movilización. Aquí radica la importancia de la refrendación
popular de lo acordado: dotarlo de la más amplia legitimidad
democrática. No sólo exante, sino también expost.
Depositar la refrendación de los
Acuerdos de Paz en el Congreso de la República, no sólo es errar el
camino y repetir el modelo de democracia de minorías o de élites, sino
edificar el futuro de la paz en terreno pedregoso. Los acuerdos de paz,
para ser sostenibles y legítimos, sólo pueden ser refrendados a través
de la más amplia y democrática participación de la ciudadanía. El pasado
2 de octubre se rompió el vínculo posible entre Acuerdos de paz y
democracia, este vínculo sólo puede ser restablecido con el ejercicio de
formas igual o más amplia de legitimidad democráticas. Por eso,
independientemente del hecho cumplido de la refrendación de los Acuerdos
por el Congreso de la República, lo que se abre es un ejercicio de
refrendación democrática constituyente, a través de la más amplia y
sostenida movilización ciudadana a nivel nacional y territorial. La vía
de la movilización popular y la participación ciudadana democrática, es,
además, el único camino para disputar le hegemonía política de lo
popular al uribismo y desenmascarar su falaz apelación al pueblo. Al
“guerrero mesiánico” uribista, como al Leviatán hobbesiano, sólo se le
puede desafiar con posibilidades de triunfo si se le horada desde la
base misma de la sociedad. Las movilizaciones post-plebiscitaria
mostraron que sí es posible.
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