Ocurrió cuando los distribuidores de la revista literaria y humorística KaraKarga (Cuervo Negro) empapelaron las calles
de Estambul con la portada de su número de noviembre. La encabezaba el
lema “No te haremos presidente”, frase que el líder opositor kurdo
Selahattin Demirtas –actualmente entre rejas- convirtió en grito de
batalla y de oposición al intento del jefe de Estado turco, Recep Tayyip
Erdogan, de modificar la Constitución para acumular más poder bajo un
sistema presidencialista. Sin embargo, en lugar del rostro del
mandatario turco, en la portada de KaraKarga se veía el del
estadounidense Donald Trump. ¿Era una crítica a Trump?¿A Erdogan?¿A
ambos? Debió dejar descolocados a los abogados del presidente turco,
habitualmente prestos a demandar a quien ose insultarlo.
O cuando el pasado enero la revista satírica LeMan llegó a los quioscos con su portada y sus páginas vacías y un rótulo que avisaba: “Edición especial para Palacio”. Palacio, lo saben todos en Turquía, es la metonimia con que referirse al líder turco, por la impresionante mansión de un millar de habitaciones en que reside.
Y ha vuelto a suceder. En este caso sobre las tablas de un teatro en el que la compañía Tiyatroadam lleva a escena una de las obras más punzantes –y menos representadas- del poeta y dramaturgo Nazim Hikmet. Iván ivanovich var miydi yok muydu? (¿Existió realmente Iván Ivanovich?) fue escrita en 1954 cuando el escritor turco se exilió en la Unión Soviética tras ser excarcelado en Turquía gracias a una campaña internacional en la que colaboraron Pablo Picasso, Jean Paul Sartre y Louis Aragon, entre otros. Pero Hikmet, un comunista convencido, no encontró en aquel Moscú el espíritu vibrante, revolucionario y creativo que había conocido durante la década de 1920, cuando estudió en la naciente URSS, sino una sociedad gris, víctima de la burocratización y apagada por las persecuciones del estalinismo. Y eso es lo que plasma en esta obra.
Sergei Constantinovich Petrov es un obrero recién elegido alcalde de su pueblo; un hombre honesto y consciente de que los recursos públicos no deben gastarse en caprichos personales; laborioso, lo mismo barre, que atiende al teléfono y rellena instancias para sus vecinos. Una anciana llegada de otra localidad vecina a que le firmen un documento oficial incluso le echa en cara la diligencia con que la atiende: “Usted no puede ser el funcionario-jefe Petrov, los jefes nunca firman un documento en el momento. ¿Quiere que vuelva la semana que viene?”. Entonces, aparece el misterioso Iván Ivanovich, una suerte de Mefistófeles que guiará a Petrov en su ascenso social tras convencerle de comportarse como un “verdadero jefe”. “¡Quiero que todo el mundo me respete!”, terminará bramando el antiguo obrero.
Al inicio del último acto, con Petrov ya convertido en un cacique autoritario y engreído, que ha dejado atrás a sus antiguos compañeros de viaje, los espectadores del Teatro Afife Jale de Estambul comienzan a reír. Son un puñado al inicio, y ríen tímidamente. Pero el efecto se extiende por toda la sala, que termina estallando en atronadoras carcajadas, consciente de que quien se halla en escena, por mucho que profiera invectivas absurdas contra el “metafísico cosmopolitismo” o grite vivas “a los deportes acuáticos”, no es ya Sergei Constantinovich Petrov sino el presidente turco. Por la dicción, las expresiones o la forma de vociferar que el actor Fatih Koyunoglu aporta al personaje no hay duda de que se trata de Erdogan. Menos aún cuando chilla a quien osa recordarle su pasado “¡Tu quién te crees que eres!” y lo acusa de “ser un traidor a sueldo de países extranjeros” –dos de sus recursos favoritos-. Imposible no ver en la transformación de Petrov a ese Erdogan que hace solo una década hablaba de democracia y derechos humanos y hoy persigue a quienes los defienden.
Recuerda el columnista del diario Cumhuriyet Tayfun Atay que, como en la obra, en la que finalmente Petrov culpa a Iván Ivanovich de todos sus desmanes y desvíos, hoy Erdogan achaca a sus antiguos aliados devenidos enemigos ser los causantes de sus errores pasados. Sin embargo, Nazim Hikmet nos descubre que Iván Ivanovich no existe, sino que habita en todos nosotros. Son los egos y las vanidades personales. Y también ese coro de aduladores que rodean como buitres al gobernante y engordan sus pasiones en busca de que reparta en ellos sus migajas. Un recordatorio –siempre necesario- de que el ejercicio del poder pervierte irremisiblemente.
O cuando el pasado enero la revista satírica LeMan llegó a los quioscos con su portada y sus páginas vacías y un rótulo que avisaba: “Edición especial para Palacio”. Palacio, lo saben todos en Turquía, es la metonimia con que referirse al líder turco, por la impresionante mansión de un millar de habitaciones en que reside.
Y ha vuelto a suceder. En este caso sobre las tablas de un teatro en el que la compañía Tiyatroadam lleva a escena una de las obras más punzantes –y menos representadas- del poeta y dramaturgo Nazim Hikmet. Iván ivanovich var miydi yok muydu? (¿Existió realmente Iván Ivanovich?) fue escrita en 1954 cuando el escritor turco se exilió en la Unión Soviética tras ser excarcelado en Turquía gracias a una campaña internacional en la que colaboraron Pablo Picasso, Jean Paul Sartre y Louis Aragon, entre otros. Pero Hikmet, un comunista convencido, no encontró en aquel Moscú el espíritu vibrante, revolucionario y creativo que había conocido durante la década de 1920, cuando estudió en la naciente URSS, sino una sociedad gris, víctima de la burocratización y apagada por las persecuciones del estalinismo. Y eso es lo que plasma en esta obra.
Sergei Constantinovich Petrov es un obrero recién elegido alcalde de su pueblo; un hombre honesto y consciente de que los recursos públicos no deben gastarse en caprichos personales; laborioso, lo mismo barre, que atiende al teléfono y rellena instancias para sus vecinos. Una anciana llegada de otra localidad vecina a que le firmen un documento oficial incluso le echa en cara la diligencia con que la atiende: “Usted no puede ser el funcionario-jefe Petrov, los jefes nunca firman un documento en el momento. ¿Quiere que vuelva la semana que viene?”. Entonces, aparece el misterioso Iván Ivanovich, una suerte de Mefistófeles que guiará a Petrov en su ascenso social tras convencerle de comportarse como un “verdadero jefe”. “¡Quiero que todo el mundo me respete!”, terminará bramando el antiguo obrero.
Al inicio del último acto, con Petrov ya convertido en un cacique autoritario y engreído, que ha dejado atrás a sus antiguos compañeros de viaje, los espectadores del Teatro Afife Jale de Estambul comienzan a reír. Son un puñado al inicio, y ríen tímidamente. Pero el efecto se extiende por toda la sala, que termina estallando en atronadoras carcajadas, consciente de que quien se halla en escena, por mucho que profiera invectivas absurdas contra el “metafísico cosmopolitismo” o grite vivas “a los deportes acuáticos”, no es ya Sergei Constantinovich Petrov sino el presidente turco. Por la dicción, las expresiones o la forma de vociferar que el actor Fatih Koyunoglu aporta al personaje no hay duda de que se trata de Erdogan. Menos aún cuando chilla a quien osa recordarle su pasado “¡Tu quién te crees que eres!” y lo acusa de “ser un traidor a sueldo de países extranjeros” –dos de sus recursos favoritos-. Imposible no ver en la transformación de Petrov a ese Erdogan que hace solo una década hablaba de democracia y derechos humanos y hoy persigue a quienes los defienden.
Recuerda el columnista del diario Cumhuriyet Tayfun Atay que, como en la obra, en la que finalmente Petrov culpa a Iván Ivanovich de todos sus desmanes y desvíos, hoy Erdogan achaca a sus antiguos aliados devenidos enemigos ser los causantes de sus errores pasados. Sin embargo, Nazim Hikmet nos descubre que Iván Ivanovich no existe, sino que habita en todos nosotros. Son los egos y las vanidades personales. Y también ese coro de aduladores que rodean como buitres al gobernante y engordan sus pasiones en busca de que reparta en ellos sus migajas. Un recordatorio –siempre necesario- de que el ejercicio del poder pervierte irremisiblemente.
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