Lo que constituye el privilegio es el estar fuera del derecho común
Emmanuel Sieyès
Escribo estas reflexiones en el marco del Centenario de la promulgación de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos de 1917. Lo hago con la responsabilidad, que no con la canonjía, de ser nieto del diputado Constituyente al Congreso de 1916-1917, por el Distrito de Salamanca, Guanajuato: el doctor Jesús López Lira.
Me mueve hacerlo el considerar que la Constitución General de la República se redactó como la consagración de diversos postulados sociales de la Revolución Mexicana y, por lo tanto, constituyó un proyecto nacional que ha prevalecido y resistido, en su esencia, un siglo ya. Y en consecuencia, por la necesidad que siento de enfatizar su vigencia y la defensa que amerita éste ante las amenazas que se ciernen, de dentro y del exterior, sobre el mismo proyecto y sobre el Estado que permanentemente lucha por concretarlo.
Los Constituyentes de 1916-1917 concibieron al Estado como relación e interacción que centra y solventa las contradicciones de una sociedad pluriclasista y, consecuentemente, en constante tensión por los intereses convergentes. Y a partir de éstos, por mediación y procesamiento de la política, lograr darles salida sin romper o desbordar el todo. Precisamente por esas interacciones de las clases y de sus intereses es que se hizo imperativa la incorporación de los contenidos sociales en la Constitución, con lo cual se traspasan los límites del Estado liberal de derecho, para situarse en un Estado social de derecho como sustancia aspiracional y eje determinante de la Revolución Mexicana. Así, la médula del contenido social de la Constitución era y es, aminorar la desigualdad entre las clases e igualar a todos ante la ley; en síntesis: abatir los privilegios y cerrar la puerta a sus agentes, promotores y beneficiarios: los privilegiados.
Sin embargo, reconociendo honrosas excepciones, muchos responsables de cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes que de ella emanan, se han constituido en una elite que ejerce una feroz resistencia del Estado de privilegios, en franca y cada vez más evidente oposición al Estado Social de Derecho o del Estado Constitucional y por ende al Proyecto Nacional.
No podemos engañarnos: el Estado de privilegios y sus usufructuarios se han visto seriamente afectados, pero han subsistido ya 100 años desde la promulgación de la Constitución surgida del movimiento revolucionario hasta nuestros días. Pero no nos confundamos, los privilegiados de hoy no son del mismo grupo en el poder político ni únicamente son la cumbre económica: los privilegios se han extendido a capas de menor escala –o de menor prosapia si se quiere– e involucran a toda una clase política que generalmente ha abusado del poder sistemáticamente y que, sin importar colores, siglas partidistas o filiaciones de cualquier tipo, se ha servido con la cuchara grande para sus intereses, y consecuentemente ha contribuido a vulnerar al Estado y con eso a abrirle espacios a los poderes fácticos que han minado gravemente las instituciones.
Como ejemplo de lo anterior, tres son los principales obstáculos que tiene el avance hacia el Estado Constitucional y que identifico como icónicos del Estado de privilegios: 1) La corrupción rampante y el insaciable apetito por hacer negocios ilegítimos a partir de los recursos públicos; 2) los abusos provenientes de la práctica de heredarles o promoverles curules, puestos de poder y cargos públicos a los familiares de los encumbrados circunstanciales o de los encumbrados de siempre; y 3) la incapacidad y distracción respecto de las responsabilidades encomendadas a causa de concentrase en depredar recursos de la sociedad y a la frivolidad derivada de sentirse privilegiado.
Por eso, el núcleo de mis reflexiones es el de enfatizar y alertar las constantes tensiones a que está sometida la evolución del Estado Social de Derecho, dado que las resistencias causan el deterioro y debilidad de las instituciones concebidas en el proyecto de nación contenido en la Constitución. Y en ese sentido exhortar a la sociedad en su conjunto a exigirles, mediante procesos institucionales a los actores políticos, compromisos claros con la ética y la honestidad, con la impostergable mesura republicana, y con la eficacia que justifique su presencia, para así dar pasos definitivos a conseguir que sean las instituciones las que gobiernen, den seguridad a los ciudadanos y a sus bienes, procuren e impartan justicia y conduzcan los procesos de inversión y competencia, evitando caer en la tragedia o en la perversión de que los controles recaigan o se mantengan en una caterva de delincuentes o en una facción de intereses y de su fase superior: un conjunto de familias o un sistema-cártel de partidos.
Desde mi perspectiva, la sociedad mexicana es mucho más fuerte y sólida que nunca en la historia de nuestra nación; el proyecto nacional se mantiene y, aún sometido a enormes presiones por la resistencia, por los vaivenes de la democracia política, por la alternancia en el poder presidencial y por los desafíos provenientes del exterior, está vigente en el contenido de la Constitución. La cuestión está en que la sociedad sea demandante e intransigente de una clase política a la altura de las circunstancias.
Eso es lo que está a debate y en construcción en las elecciones de este año, más allá de las estridencias propias y bienvenidas de la contienda, al final lo importante será contar con el liderazgo que convoque un frente social que soporte y apoye a las instituciones para enfrentar con inteligencia, sensatez y dentro de los límites republicanos al Estado de privilegios, a la delincuencia organizada y a las amenazas del exterior.
Por mi parte, seguiré ofreciendo mi modesta contribución a ese propósito en congruencia a lo señalado por el primer jefe del Ejército Constitucionalista: “Para servir a la patria nunca sobra el que llega ni hace falta el que se va”.
Hugo Díaz-Thomé*
*Politólogo, abogado y maestro en relaciones internacionales por la Universidad Nacional Autónoma de México
Emmanuel Sieyès
Escribo estas reflexiones en el marco del Centenario de la promulgación de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos de 1917. Lo hago con la responsabilidad, que no con la canonjía, de ser nieto del diputado Constituyente al Congreso de 1916-1917, por el Distrito de Salamanca, Guanajuato: el doctor Jesús López Lira.
Me mueve hacerlo el considerar que la Constitución General de la República se redactó como la consagración de diversos postulados sociales de la Revolución Mexicana y, por lo tanto, constituyó un proyecto nacional que ha prevalecido y resistido, en su esencia, un siglo ya. Y en consecuencia, por la necesidad que siento de enfatizar su vigencia y la defensa que amerita éste ante las amenazas que se ciernen, de dentro y del exterior, sobre el mismo proyecto y sobre el Estado que permanentemente lucha por concretarlo.
Los Constituyentes de 1916-1917 concibieron al Estado como relación e interacción que centra y solventa las contradicciones de una sociedad pluriclasista y, consecuentemente, en constante tensión por los intereses convergentes. Y a partir de éstos, por mediación y procesamiento de la política, lograr darles salida sin romper o desbordar el todo. Precisamente por esas interacciones de las clases y de sus intereses es que se hizo imperativa la incorporación de los contenidos sociales en la Constitución, con lo cual se traspasan los límites del Estado liberal de derecho, para situarse en un Estado social de derecho como sustancia aspiracional y eje determinante de la Revolución Mexicana. Así, la médula del contenido social de la Constitución era y es, aminorar la desigualdad entre las clases e igualar a todos ante la ley; en síntesis: abatir los privilegios y cerrar la puerta a sus agentes, promotores y beneficiarios: los privilegiados.
Sin embargo, reconociendo honrosas excepciones, muchos responsables de cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes que de ella emanan, se han constituido en una elite que ejerce una feroz resistencia del Estado de privilegios, en franca y cada vez más evidente oposición al Estado Social de Derecho o del Estado Constitucional y por ende al Proyecto Nacional.
No podemos engañarnos: el Estado de privilegios y sus usufructuarios se han visto seriamente afectados, pero han subsistido ya 100 años desde la promulgación de la Constitución surgida del movimiento revolucionario hasta nuestros días. Pero no nos confundamos, los privilegiados de hoy no son del mismo grupo en el poder político ni únicamente son la cumbre económica: los privilegios se han extendido a capas de menor escala –o de menor prosapia si se quiere– e involucran a toda una clase política que generalmente ha abusado del poder sistemáticamente y que, sin importar colores, siglas partidistas o filiaciones de cualquier tipo, se ha servido con la cuchara grande para sus intereses, y consecuentemente ha contribuido a vulnerar al Estado y con eso a abrirle espacios a los poderes fácticos que han minado gravemente las instituciones.
Como ejemplo de lo anterior, tres son los principales obstáculos que tiene el avance hacia el Estado Constitucional y que identifico como icónicos del Estado de privilegios: 1) La corrupción rampante y el insaciable apetito por hacer negocios ilegítimos a partir de los recursos públicos; 2) los abusos provenientes de la práctica de heredarles o promoverles curules, puestos de poder y cargos públicos a los familiares de los encumbrados circunstanciales o de los encumbrados de siempre; y 3) la incapacidad y distracción respecto de las responsabilidades encomendadas a causa de concentrase en depredar recursos de la sociedad y a la frivolidad derivada de sentirse privilegiado.
Por eso, el núcleo de mis reflexiones es el de enfatizar y alertar las constantes tensiones a que está sometida la evolución del Estado Social de Derecho, dado que las resistencias causan el deterioro y debilidad de las instituciones concebidas en el proyecto de nación contenido en la Constitución. Y en ese sentido exhortar a la sociedad en su conjunto a exigirles, mediante procesos institucionales a los actores políticos, compromisos claros con la ética y la honestidad, con la impostergable mesura republicana, y con la eficacia que justifique su presencia, para así dar pasos definitivos a conseguir que sean las instituciones las que gobiernen, den seguridad a los ciudadanos y a sus bienes, procuren e impartan justicia y conduzcan los procesos de inversión y competencia, evitando caer en la tragedia o en la perversión de que los controles recaigan o se mantengan en una caterva de delincuentes o en una facción de intereses y de su fase superior: un conjunto de familias o un sistema-cártel de partidos.
Desde mi perspectiva, la sociedad mexicana es mucho más fuerte y sólida que nunca en la historia de nuestra nación; el proyecto nacional se mantiene y, aún sometido a enormes presiones por la resistencia, por los vaivenes de la democracia política, por la alternancia en el poder presidencial y por los desafíos provenientes del exterior, está vigente en el contenido de la Constitución. La cuestión está en que la sociedad sea demandante e intransigente de una clase política a la altura de las circunstancias.
Eso es lo que está a debate y en construcción en las elecciones de este año, más allá de las estridencias propias y bienvenidas de la contienda, al final lo importante será contar con el liderazgo que convoque un frente social que soporte y apoye a las instituciones para enfrentar con inteligencia, sensatez y dentro de los límites republicanos al Estado de privilegios, a la delincuencia organizada y a las amenazas del exterior.
Por mi parte, seguiré ofreciendo mi modesta contribución a ese propósito en congruencia a lo señalado por el primer jefe del Ejército Constitucionalista: “Para servir a la patria nunca sobra el que llega ni hace falta el que se va”.
Hugo Díaz-Thomé*
*Politólogo, abogado y maestro en relaciones internacionales por la Universidad Nacional Autónoma de México
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