martes, 31 de julio de 2018

Zapatismo, escombros y cadáveres


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 Zapatismo, escombros y cadáveres

 

 


El 5 de julio pasado, apenas unos días después de celebrados los comicios que dieron la victoria electoral a la plataforma de gobierno federal encabezada por Andrés Manuel López Obrador, la vocería de la Subcomandancia del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), personificada en la figura de Galeano (antes Marcos), emitió un comunicado
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en el que, sin tener que hacer explícitas referencias a López Obrador y su proyecto, el EZLN marcaba una clara línea de divergencias y desencuentros —por lo demás históricos—, en las cuales el mensaje central, el nervio más profundo de su posicionamiento respecto de la administración entrante sigue siendo, en términos generales:
ustedes no nos representan.El distanciamiento que abrió el EZLN con tal posicionamiento, por supuesto, fue recibido en amplios sectores de las bases de apoyo de la plataforma electoral y de gobierno de López Obrador como un claro reflejo de honda hipocresía por parte del movimiento zapatista; hipocresía que hoy, además, de cara al mayor triunfo sufragista de algunas corrientes de izquierda en México, no hace más que evidenciar que quizá siempre sí es cierto que el zapatismo en los caracoles chiapanecos nunca ha sido, en estricto, más que un artificio generado por el régimen político de finales del siglo XX para hacerle el juego de acuerdo con los vaivenes de los tiempos políticos.
Grandes círculos de apoyo a la campaña presidencial de López Obrador —y que en algún momento de la historia reciente de México nunca dudaron en suscribir y hacer eco de las críticas del zapatismo al autoritarismo, al neoliberalismo, al conservadurismo decimonónico, a los crímenes de Estado, etc.—, ante ese comunicado que se resintió en el postludio del triunfo electoral como una traición directa y abierta a su causa, no dudaron, por un lado, en hacer de Galeano (o Marcos) un simple títere del régimen priísta; y por el otro, en descalificar los añejos y persistentes reclamos no sólo del zapatismo, sino de los numerosos pueblos originarios de México, considerando que su renuencia a ofrecer su apoyo explícito y acrítico a la administración pública entrante no hace más que fragmentar a la izquierda y hacerle el juego al priísmo, al panismo, al perredismo y a todos sus similares y/o derivados.
Y es que en la lógica de quienes antes apoyaban al zapatismo y hoy lo acusan de sedición, las reivindicaciones históricas abanderadas por este movimiento desde finales del siglo XX, hoy, ya no pasan de ser anacrónicas, dogmáticas e intransigentes, toda vez que las múltiples luchas sociales que en algún momento se encabezaron desde el EZLN ya no son más representativas de la amplia, múltiple y diversa agenda que la izquierda tendría que estar atendiendo y promoviendo en el tiempo y el espacio presentes. Por eso —se justifican— si la primera reacción de las bases de apoyo —ideológico y electoral— del Movimiento de Regeneración Nacional, ante el comunicado del EZLN, fue de rechazo, ello se debe al hecho de que en realidad la izquierda contemporánea es ya más plural, más diversa, más amplia y pragmática de lo que nunca lo llegará a ser el zapatismo.
Muchos y muy profundos son los problemas que se presentan en esta interpretación del posicionamiento adoptado por el zapatismo. Sin embargo, dos son de particular relevancia, toda vez que apuntan a la necesidad de no perder de vista esa delgada línea de delimitación en torno de la legitimidad política y el ejercicio de la justicia social que en las experiencias progresistas de América no se alcanzó a leer y que en diversos momentos terminó por dinamitar las bases populares de apoyo a los proyectos políticos que respaldaron.
El primero de esos problemas tiene que ver con una tendencia creciente, por parte de algunos sectores de la izquierda que salió victoriosa en los recientes comicios, a descalificar como dogmáticas, intransigentes y retrogradas a diversas corrientes de izquierda que con el paso del tiempo se han pronunciado respecto a las agendas que el gobierno entrante tendría que estar atendiendo, si es que se quiere asumir como un gobierno verdaderamente representativo de las izquierdas en México. Es decir, tiene que ver con una disputa, al interior de la propia izquierda, en donde se aglutinan, convergen y divergen numerosas expresiones de la misma, y en la que la batalla que se libra tiene que ver con la tarea de colocar sólo a una corriente de izquierda como la verdadera y legitima ganadora de las elecciones y la plataforma de gobierno propuesta.
Revelador de esta disputa es, en este sentido, que el principal frente de conflictividad con el que tuvieron que lidiar las bases de apoyo electoral de la coalición victoriosa fue —por lo menos en lo que concierne al espacio discursivo y de discusión pública—, justo, en torno de la necesidad de delimitar los márgenes ideológicos y programáticos dentro de los cuales esa coalición se está asumiendo como un proyecto de izquierda, o diferente de los intereses que han gobernado al país los últimos cinco sexenios, en particular; y toda la historia del priísmo, en general. Y la cuestión es que esa discusión se dio con otros sectores de la población que asimismo se presentaban ellos mismos como de izquierda; con lo cual quedó evidenciado que si el debate se encontraba ahí era porque, en última instancia, las divergencias entre la coalición ganadora de las elecciones y los intereses respaldando a los viejos sexenios no eran tan amplias ni tan marcadas como se supondría.
Siendo claros: el proyecto de López Obrador ha pasado muy poco tiempo explicando por qué sí la población lo debería de considerar como una plataforma de gobierno de izquierda. Sin embargo, el hecho de que desde diferentes corrientes y expresiones de izquierda se le esté cuestionando ese mismo punto y se le esté exigiendo el transparentar la naturaleza de su agenda y de sus intereses tiene que ver con la realidad de que la coalición articulada por López Obrador terminó aglutinando a una diversidad de intereses conservadores, neoliberales, de derecha —o como mejor se los quiera adjetivar—, que tal conglomeración (con muchos de ellos en franca oposición entre sí y respecto de la postura ética y política del propio López Obrador) exige cuestionar cuál será la agenda y cuáles serán los intereses que se impondrán al momento de constituirse el nuevo gobierno, así como el saldo y los beneficiarios de dicha imposición.
No es un secreto que, para obtener el triunfo en los comicios, el proyecto de López Obrador tuvo que negociar y ofrecer algunas concesiones a sus opositores, de tal manera que la historia de bloqueos experimentada en las dos elecciones presidenciales anteriores (2006 y 2012) no se repitiera, gestando el bloqueo político de aquel y sus círculos. El problema no es ese: cada una de las plataformas de gobierno progresistas en América llegaron al poder estatal y lo ejercieron recurriendo a negociaciones similares. El problema aquí es, más bien, que la reacción que la coalición electa está teniendo con sus críticos de izquierda está recurriendo cada vez más a la descalificación de los mismos como pseudoizquierdas, como izquierdas radicales, anárquicas, retrógradas, dogmáticas, ideológicas, etcétera.
La coalición electa para convertirse en gobierno el próximo sexenio parece estar olvidando que gran parte del triunfo y del arrastre popular que consiguió en amplios sectores de la población se debe al hecho de que, durante la presidencia de Enrique Peña Nieto, el régimen gubernamental no se cansó de repetirle a la ciudadanía que cada una de las luchas sociales que se le presentaron como oposición o resistencia fueron descalificadas en los mismos términos en los que ahora la izquierda electoral descalifica a las otras izquierdas. Cómo olvidar, por ejemplo, la sistemática insistencia del presidente en funciones respecto del mal humor de los mexicanos, respecto de sus problemas y errores de percepción, de su insatisfacción, de su falta de ánimo para hablar bien de México y de su gobierno, de su predisposición a no aplaudir, a que ningún chile les embone, a que las cosas buenas no se cuentan, y así ad infinitum.
Por eso, algo que debe comprender la corriente de izquierda que ganó en los comicios, y que hoy busca imponer su agenda por encima de la del resto de corrientes y expresiones de izquierda en el país, es que, en principio, la autocrítica es una condición irrenunciable en este momento, si es que se espera no cometer los mismos errores que se cometieron en las experiencias progresistas de América y, sobre todo, si es que se busca constituir una plataforma transexenal que consolide las pocas o muchas reivindicaciones sociales que se logren en el siguiente periodo presidencial. Y en seguida, también tiene que comprender que en este país no hay una única izquierda, y que probablemente muchas de las críticas y las resistencias que se le impondrán en los siguientes años van a salir de las filas de esas múltiples izquierdas. El diálogo con ellas será necesario para mantener el rumbo y buscar alternativas para que los intereses de derecha aglutinados en la coalición gobernante no se impongan.
Por el proyecto de López Obrador, después de todo, sufragaron millones de mexicanos y mexicanas para quienes uno, un par o un conjunto de asuntos son de particular importancia. Conceder que quienes respaldaron a la coalición Juntos Haremos Historia lo hicieron en todos sus términos y exactamente como estos fueron presentados es ingenuo. En última instancia, esa creencia termina por invisibilizar que no fue una masa homogénea de ciudadanos la que decidió identificarse como apoyo popular de la coalición, sino que, antes bien, fue un conjunto amorfo conformado por individuos para los cuales las prioridades no son las mismas; pero que, aun así, conscientes de ello, salieron a respaldar a un proyecto del que esperan resultados en sus preocupaciones particulares, no sólo en torno del fiscal independiente, de la relación México-Estados Unidos, de los proyectos de infraestructura en el Sur del país, de las pensiones para adultos mayores y estudiantes, del salario mínimo, de la reducción de la deuda y el dispendio en el sector público o de la corrupción y el saqueo al erario.
Ahora bien, en esta línea de ideas, el segundo problema a plantearse tiene que ver, justo, con el hecho de que el zapatismo es uno de esos sectores que se asume como una corriente de izquierda más —entre tantas—, que hoy por hoy no observa en los acuerdos políticos fraguados por la coalición electoral de López Obrador una apuesta en la que sus propias reivindicaciones y las de las poblaciones originarias, aglutinadas en el Congreso Nacional Indígena, encuentren un cambio sustancial respecto de lo que han vivido a lo largo de décadas en su relación con los gobierno locales y federal.
No es arbitrario ni azaroso, en este sentido, que el desplegado de la vocería de la Subcomandancia del EZLN se centre en la arquitectura del Estadio Azteca —sede del cierre de campaña de López Obrador e ícono del poder empresarial de los monopolios mexicanos— y en la crítica de la manera en que el equipo de campaña fue conformado.
La metáfora del Estadio Azteca, por un lado, apunta a esa crítica necesaria sobre el rol que el capital, nacional y extranjero, ha jugado en la construcción de esa edificación llamada Estado mexicano —y a la manera en que la misma, hasta ahora, sigue diseñada para excluir a amplios sectores de la población. Pero también, y antes que ello, al imperativo de reconocer que para llegar ahí, a esa Gran Final, como la nombró la Subcomandancia, fue necesario sortear y pasar por encima de los escombros y los cadáveres sobre los cuales fue edificada la modernidad en México —muchas de las cuales son ruinas y cadáveres de los pueblos originarios, de las clases desposeídas, de las razas sometidas, de los grupos vulnerados y pauperizados, incluso de los propios zapatistas.
La referencia a la conformación del equipo de campaña —hoy en tránsito hacia curules en el poder legislativo, hacia posiciones de privilegio dentro del partido político o hacia espacios de mando en Secretarías de Estado—, por su parte, es claro que no apunta (por lo menos no en estos términos), a una crítica hacia las bases populares que apoyaron el movimiento, sino a mostrar que es en esas negociaciones, en esas concertacesiones y en esos pactos en donde aún se encuentra vigente el germen del neoliberalismo que tanto daño causa a los pueblos originarios del país, y al que el gobierno entrante únicamente pretende colocarle por enfrente algunos paliativos y correctivos con carácter social, pero sin modificar de fondo —quizá sí de forma— la lógica de acumulación/desposesión en curso.
Al zapatismo le queda claro que los grandes vencedores de la pasada contienda electoral son, por un lado, los capitales con los cuales se logró concertar el —efímero o permanente— tránsito hacia una izquierda más social, con un programa que coadyuve a la consolidación del empresariado nacional en un entorno de cerrazón y agresividad por parte de sus pares extranjeros; y por el otro, las clases medias, mestizas, poco relacionadas con los pueblos originarios de México, a partir de las cuales se buscará reactivar el mercado interno y los márgenes de acumulación de capital nacional.
Y lo cierto es que, para esas poblaciones que históricamente siempre se han encontrado hasta el fondo de las jerarquías sociales que operan en la realidad cotidiana de los mexicanos y las mexicanas, desconocer ese hecho no es opción: porque aunque en su discurso de victoria López Obrador sentenció que por el bien de México, primero los pobres; los zapatistas no dejan de insistir en que, por el bien de México, primero están las vidas de seres humanos; y en particular de seres humanos a los que no se los deja de observar desde la óptica del colonizador que debe llevar hasta ellos la modernidad, el progreso y el crecimiento económico, como si esa triada, tan repetida por los adalides del libre mercado, fuese, en sí misma y por sí misma, el fin, el objetivo de vida de los pueblos del Congreso Nacional Indígena, o de cualquier persona.
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