lunes, 24 de septiembre de 2018

Juárez, el estratega republicano


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Juárez, el estratega republicano

Autor: Álvaro Cepeda Neri *

Ante la irrupción de los neorreaccionarios que, por años, se han empeñado en debilitar al Estado en sus funciones sustanciales, es necesario volver la mirada sobre la vida y obra de Benito Juárez. Frente a los enemigos de la democracia y el laicismo, la alternativa es avanzar con la Constitución, no contra ella


Dice Robin G Collingwood que “la autobiografía de un hombre cuyo oficio es pensar debería ser la historia de su pensamiento”[1] y, con ese hilo conductor, la de Benito Juárez debe ser la biografía del estadista y no tanto la anecdótica de quien fue hijo de Brígida García y Marcelino Juárez, y que nació el 21 de marzo de 1806. De sus padres, decía: “A quienes tuve la desgracia de no haber conocido… Indios de la raza primitiva del país, porque apenas tenía yo 3 años cuando murieron, habiendo quedado con mis hermanos María Josefa y Rosa, al cuidado de nuestros abuelos paternos Pedro Juárez y Justa López, indios también de la nación zapoteca”[2].
Se ha hecho lugar común hablar de la muy ciertamente virtud de la férrea voluntad del indio originario de San Pablo Guelatao. Y de la que fue dejando testimonios iniciados con un suceso contando por él mismo, cuidando un pequeño rebaño de ovejas, una de las cuales le fue robada por unos arrieros (ladrones que en lugar de hacer un daño patrimonial a su tío y un inmenso bien a la nación), lograron que fuera finalmente la “gota de agua” para decidirse a llevar a cabo la idea que fue madurando de aprender el español: “Procurarme mi educación”, por lo que “a los 12 años de edad, me fugué de mi casa y marché a pie a la Ciudad de Oaxaca, donde llegué la noche del mismo día”. Hay varias historias que cuentan, con lujo de detalles y hasta exageraciones, lo que Juárez, sin dramatizar, liquida en unas cuantas líneas. Una de esas biografías es la de Ralph Roeder[3].
Y si bien una persona nace y muere en un espacio y tiempo determinados que son necesarios hasta para el más común de los mortales, es difícil fijar esas coordenadas en el caso de un hombre singular, convertido en históricamente in-mor-tal, como es el caso de Juárez. No obstante, debemos agregar que su muerte tuvo lugar el 18 de julio de 1872, cuando ya había cumplido 66 años.
Oaxaqueño-zapoteco, Juárez fue aceptado por el franciscano y encuadernador Antonio Salanueva, quien a cambio de su trabajo de ayudante le enseñó el castellano, a leer, escribir, algo de aritmética y hasta gramática. Se inscribió en el Seminario Conciliar de Oaxaca, avalado por su protector y pronto lo abandonó para no continuar estudios metafísicos que no lo convencían. No obstante, concluyó una especie de licenciatura literaria. Se le hizo tarde para ingresar a estudiar la carrera de derecho, de la que obtuvo el título en 1834.
Ya para entonces se conocía algo del pensamiento del liberalismo político y económico, llegado de viva voz por quienes venían a nuestro país en calidad de visitantes y residentes que hicieron de ésta su segunda patria y/o lugar para hacer negocios; además, por folletos, libros y demás medios de información. Juárez, para entonces, tenía bastante conocimiento del doble liberalismo y, sobre todo, de la corriente llegada de España, si atendemos que como investigó José Luis Abellán, en su libro Liberalismo y Romanticismo 1808-1874, es en ese país, cuya conquista y coloniaje le impuso al nuestro durante más de 4 siglos, donde son de “origen español las palabras liberal y liberalismo y, de hecho, sabemos que la palabra liberal aparece en la literatura castellana hacia 1280, con el sentido que ha tenido tradicionalmente de tolerante, generoso, desprendido, etcétera. Y que es en Cadiz, durante las cortes celebradas en aquella ciudad entre 1810 y 1813, donde adquiere por primera vez el sentido político con que pasaría a la historia… De la palabra liberal arranca la formación del vocablo liberalismo como doctrina política compartida por los liberales, en la que se defiende el principio constitucional frente al absolutismo y la soberanía nacional frente a la real, poniendo al individuo como eje de la política en cuanto la personalidad humana es fuente de derechos y libertades inviolables”[4].
Dos datos más confirman la llegada, por las playas mexicanas (por Acapulco y Veracruz), de información sobre el liberalismo político: la llegada a México del comerciante español Juan Antonio Lerdo de Tejada –padre de Miguel y Sebastián–, quien traía consigo una concepción del liberalismo económico, como puede constatarse en su libro Cartas de un comerciante español 1811-1817. Sobre todo fue su hijo Miguel Lerdo de Tejada, el coautor de las Leyes de Reforma, una inteligencia poderosísima e ilustrada sobre el liberalismo, ciertamente, en lo económico, pero muy peculiarmente en lo político.
Lo anterior, como puntos de referencia sobre cómo Juárez pudo enterarse de esas ideas modernas que también provenían de los estadunidenses, quienes para esas fechas ya habían adquirido su mayoría de edad política con base en la doctrina del liberalismo en su doble vertiente: económico y político. Tan es así que con las corrientes de información europea, Juárez ya era reputado de liberal: “uno de los sostenedores más ardientes de las ideas liberales” en su estado natal, donde –de 1831 a finales de 1845– participó activamente de la vida política para después ser electo diputado federal del Congreso que el déspota Antonio López de Santa Anna disolvió en ese mismo año. Por eso Juárez regresó a la tierra donde se hizo adolescente y adulto para, al término de un periodo de caos, ser electo gobernador constitucional y después reelecto, con lo cual ocupó el poder Ejecutivo estatal casi de 1847 a 1852.
De ese periodo nació lo que después se conoció, a nivel nacional, como buen gobierno republicano. No concluyó su gestión, porque “el general Ignacio Comonfort, presidente de la República, nombró a D. Benito Juárez –siendo gobernador de Oaxaca, el 19 de octubre de 1857– secretario de Estado y del despacho de Gobernación”[5].
Existe un libro magistralmente excepcional con la biografía de Juárez y precisamente del Juárez gobernante, donde se investigan las semillas que dieron origen al estadista: Exposiciones. Cómo se gobierna. Benito Juárez, trabajo biográfico de Anastasio Zerecero, con notas de Ángel Pola. En él se encuentra la biografía, más que personal, la que en sentido crítico hemos apuntado al inicio, o sea el rastreo de la obra de Juárez como un político consumado, en los términos que tan certeramente expuso el talentoso historiador Daniel Cosío Villegas.
 “Juárez, por ejemplo, no era como lo pintan sus enemigos, un hombre con la sola virtud del temple; tampoco era, como lo quieren sus apologistas, sólo un gran estadista; menos todavía era un visionario, sino un hombre de principios, que no es lo mismo y es mejor; era, además, un estupendo, un consumado político. Tenía los ingredientes que hacen al gran político: una pasión devoradora por la política, como que ella, al fin, lo consumió y una capacidad de lucha tal, que engendra placer y hace innecesario el reposo (muy pocas horas antes de morir se alegra de la noticia de que el paquete americano retrase su salida un día, pues así –dice­– llevará al mundo la noticia de la ocupación de Monterrey). Y Juárez tenía también otro ingrediente del político, sólo que la leyenda y el lugar común lo han desfigurado tanto al pobre, que han acabado por arrebatárselo: era flexible y conciliador”[6].
Según Cosío Villegas, Juárez conocía la naturaleza humana en sus miserias y grandezas. “Todo eso lo sabía Juárez, y porque lo sabía, jamás tuvo la actitud suicida de querer purificar al hombre sometiéndolo a la desagradable prueba del fuego, ni recrear al país con una varita mágica de virtud. Rara vez atacó de frente una gran reforma; tenía una noción clara y fina, que quizás sólo una vez se empañó, de cuáles metas pueden alcanzarse en el primer esfuerzo y cuáles metas en el segundo. Por eso Juárez tenía otro de los ingredientes necesarios al político: la percepción del principio, y su aplicación cotidiana, de que en política son pocas las batallas y muchas las escaramuzas, y de que deben ganarse todas éstas para vencer en alguna de aquéllas”.
Ese retrato biográfico de Juárez pinta al estadista que, formado en el Instituto de Ciencias y Artes de Oaxaca, después de su casi autoeducación, empezó a tomar “notas después de 1836 de obras de Virgilio y de Tácito; Humboldt, Prescott y Chateubriand, entre otros textos”[7]. En el Archivo General de la Nación, como escribió Leticia Mendoza Toro, se encuentra el cuaderno de notas de Benito Juárez, hallado por Los Amigos de los Archivos y Bibliotecas de Oaxaca, AC.
Juárez fue un animal político con una clarísima concepción del naciente republicanismo y del incipiente presidencialismo democrático, por vía electoral, que parió el federalismo estadunidense, si nos asomamos al proceso de la descolonización e independencia de ese país en las páginas de, cuando menos, dos trabajos que nos informan sobre esa experiencia[8] y que, adelantándose a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano del 1789 de la Revolución Francesa fue, en “la proclamación de Independencia de Estados Unidos del 4 de julio 1776, la primera exposición de una serie de Derechos del Hombre”; como lo fundamenta Georg Jellinek en su deslumbrante ensayo La declaración de los derechos del hombre y del ciudadano[9].
Perseguido político de Santa Anna, Juárez fue encarcelado en los calabozos de San Juan de Ulúa y después enviado al ostracismo a Nueva Orleans, donde sobrevivió con otros connotados liberales y opositores de la dictadura del Quince uñas[10]. Como simple obrero de una cigarrera y conspirando para derrocar al déspota que usó las primeras botas de charol durante los 22 años que asaltó la Presidencia del país[11], fue lector de los periódicos, con sus compañeros de destino, donde aparecían –durante su exilio de 1853 a 1855, aproximadamente– las informaciones de la formación federalista, republicana y democrática de esa nación.
La formación de Juárez seguía siendo sobre la marcha de su vida en la experiencia que le tocó vivir, compartir y finalmente construir en su patria, a partir de cuando la triunfante Revolución Democrática de Ayutla fue nombrado ministro de Justicia y Negocios Eclesiásticos por el entonces presidente de la República y uno de los padres fundadores de la Generación de la Reforma, don Juan Álvarez. A partir de ese nombramiento, del 4 de octubre de 1855 hasta el 18 de julio de 1872, Juárez fue el centro de gravedad política e histórica para convertirse en el Hidalgo continuador por la Independencia de la nación mexicana, iniciada por Miguel Hidalgo y José María Morelos en 1810.
Es la biografía del estadista la relevante para precisamente describir la vida de Juárez, con cuya obra republicana se engrana para ser una y la misma durante casi 17 años. En ese lapso, fue presidente interino (1858-1861). Esto, porque tras la renuncia de Ignacio Comonfort –según el artículo 79 de la Constitución de 1857–, a Juárez, entonces presidente de la Suprema Corte de Justicia, le correspondía ejercer el cargo interinamente[12] y de manera legal, con la legitimidad de su trabajo político como la de haber constituido, con Juan Álvarez y los liberales, los combatientes de nuestra gloriosa Revolución de Ayutla.
Ni limitada ni reglamentada y menos prohibida la reelección, al término de su interinato Juárez se presentó como candidato a las elecciones para obtener la victoria electoral que lo hace presidente de la República para el periodo de 1861-1865. Entonces el presidente duraba en su cargo 4 años. Esa Presidencia juarista fue el escenario de la perversa invasión francesa, porque el gobierno mexicano no resolvía las reclamaciones de Inglaterra, España y la misma Francia (de Napoleón) por pago de la deuda externa. Esos países, alentados por los conservadores y el clero-político, no aceptaron el arreglo pacífico que proponía Juárez, porque buscaban nuevamente apoderarse de México para imponer una monarquía preconstitucional y absolutista, como sucursal de la francesa. Ante la amenaza, el 25 de enero de 1862, Juárez decretó la suspensión de la deuda y declaró traidores a los reaccionarios mexicanos que buscaban derrocarlo y poner en su lugar a uno de ellos o en su defecto a un emperador extranjero.
Ingleses y españoles aceptaron las negociaciones con el gobierno juarista, mientras los franceses con Napoleón III resolvieron invadir militarmente nuestro país, conquistarlo y quedárselo como botín. Juárez, los liberales y los grupos nacionales conscientes del problema y la agresión de la guerra, dispusieron defender a la nación y su integridad territorial con la fuerza de la razón y las armas. Las tropas españolas e inglesas se retiraron de Veracruz, mientras las francesas avanzaron hacia Puebla y el 5 de mayo de 1862 –tal y como le dio parte de guerra Ignacio Zaragoza al presidente Benito Juárez: “las armas se han cubierto de gloria”– fueron derrotadas en una gesta heroica que parecía imposible en el momento de su realización. El déspota Napoleón empequeñeció más y, colérico por el revés militar que lo desacreditó por toda Europa, envió más tropas: 30 mil soldados bien pertrechados, al mando de uno de sus generales cargados de medallas por méritos en otros combates. Fue tal la embestida –que duró 2 años, de 1863 a 1865–, que Juárez, para seguir resistiendo y convertido en un estratega político, estableció la sede del gobierno y sus instituciones republicanas en San Luis Potosí y después en Chihuahua.

En diciembre de 1865 concluía el periodo presidencial de Juárez, pero en esa coyuntura dramática, sabía que era más que imposible convocar a elecciones constitucionales. Asumió la responsabilidad de prorrogar sus facultades y suspender el proceso electoral.
Sin éxito, los conservadores –e incluso los liberales y militares– buscaron deshacerse de Juárez. Pero él, con los ojos del estadista, veía que el proceso electoral hubiera sido la gran oportunidad para llevar a cabo los fines aviesos de franceses y conservadores mexicanos que les permitiría consolidar la traición. El grupo liberal se escindió: la deserción de González Ortega causó rupturas irreparables, pero Juárez se mantuvo firme en el cumplimiento de su deber.
Como presidente, porque había asumido nuevamente la presidencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, y con los liberales leales a la causa de la República y en defensa de la integridad territorial, como contra la amenaza de cambiar el régimen político por una monarquía ya ni siquiera nativa, sino extranjera, se dedicó a mantener la legítima oposición a la invasión franceses. Ya para entonces, los traidores del conservadurismo, el clero político y estratos de la oligarquía habían traído al ingenuo de Maximiliano, quien, creyendo en los Tratados de Miramar, reclamaba la retirada de Napoleón III para que mantuviera a sus tropas hasta su entronizamiento como emperador de México.
Maximiliano nunca fue, legal y menos legítimamente, emperador de nuestro país, por dos razones fundamentales: ningún Congreso constituyente contrarreformó la Constitución vigente de 1857. Y como escribió el historiador Gastón García Cantú respecto al recuento de los gobiernos que hemos tenido de Guadalupe Victoria a la fecha: “el de Maximiliano jamás lo fue, como tampoco la regencia de arzobispos y generales que le antecedió, porque Juárez era Presidente de la República”[13]. Y es que el indio de Guelatao no había renunciado ni abandonado el territorio. Y en cambio defendía las instituciones liberales y la Constitución vigente sin rendirse ni titubear en ningún momento.
Para el segundo periodo de 1865-1867 (tercero, con los años del interinato), Juárez, con los grupos liberales leales a la causa de la nación en defensa de su soberanía política y territorial y a través de sus respectivas tropas, se encontró frente a frente con el invasor Maximiliano y los traidores de la facción más desafiante de los reaccionarios que se resistían: al triunfo de las Leyes de Reforma, la consolidación del Estado laico, la separación del Estado y la Iglesia (como el sometimiento de ésta al imperio de la ley constitucional) y la victoria, pues, de la República.
Los reaccionarios, “que al fin son mexicanos”, eran quienes tenían como factor común con sus compañeros de viaje los conservadores europeos y sobre todo españoles, “la característica esencial de reaccionar, de negar las concepciones políticas tanto de la ilustración cuando del liberalismo…resultado de la exaltación religiosa (y) la identificación que el mito reaccionario ha efectuado del Antiguo Régimen con la causa del bien, y la filosofía, Ilustración y el liberalismo con la causa del mal”[14].
No fue la lucha de la Generación de la Reforma, con sus singulares individualidades y los estratos sociales de la nación que los apoyaron hasta las últimas consecuencias, un combate fácil contra quienes manipulaban los sentimientos religiosos de la población para llevar agua a su molino, en el contexto de que los conservadores dividían a los mexicanos “en dos bandos irreconciliables: los católicos (nativos de ascendencia española contra los mestizos e indígenas), monárquicos netos y absolutos; y, los impíos liberales (agentes del diablo), traidores a la patria y miembros de una conspiración internacional para destruir la sociedad, la Iglesia y las instituciones tradicionales. Todo compromiso es impiedad, pacto con el demonio; no hay más solución que el exterminio… Que será usado como una de las más eficaces palancas para la persecución y represión del naciente mundo liberal”[15].
Los reaccionarios no eran ni se comportaron como adversarios, sino enemigos a muerte que no daban cuartel y a los que Juárez sometió con todos los recursos militares y políticos que, con los soldados y los Mariano Escobedo, Ramón Corona y Porfirio Díaz, constituyeron la obra de la estrategia republicana de Juárez.
Ante la heroica resistencia de los liberales mexicanos, los franceses que tenían todo que perder y ya nada que ganar optaron por la retirada de su milicia hasta abandonar el país, dejando a Maximiliano a la suerte de sus generales Miramón, Leonardo Márquez y ese sui géneris de Tomás Mejía (un indígena como Juárez que hizo honor a su calidad de adversario en las filas de la reacción). Ante el retroceso de las tropas conservadoras y asumir Maximiliano su mando para dirigirse a Querétaro, Juárez inició su regreso. De Ciudad Juárez se trasladó a la capital de Chihuahua y después a Zacatecas (donde Miramón estuvo a punto de tomarlo prisionero).
Pero Juárez se escapó en las narices del general conservador y siguió avanzando para llegar a San Luis Potosí en febrero de 1867. Entre tanto, las fuerzas militares liberales acorralaron a Maximiliano, Miramón y Mejía en la capital queretana y estos se rindieron el 15 de mayo de 1867. Porfirio Díaz, por su parte, hacía huir al chacal de Leonardo Márquez y reconquistaba la ciudad de México para la entrada triunfal de Juárez y la República el 15 de julio de 1867.
Antes del regreso a la capital del país y conforme a la ley del 25 de enero de 1862, Mejía, Miramón y Maximiliano fueron juzgados, con sus derechos a salvo para su defensa por reconocidos abogados, y sentenciados a ser fusilados en el cerro de Las Campanas el 19 de junio de 1867. En ese año, como puede deducirse, tuvieron lugar tales acontecimientos, que fueron los que le imprimieron el viraje histórico a la lucha liberal y con los que coronaron su triunfo, mientras el cetro y la corona del austríaco no pudieron ungir al usurpador.
Al entrar a la capital del país, Juárez y los liberales habían cumplido con su deber constitucional de mantener sus instituciones y la integridad territorial. Fue ese 15 de julio de 1867 que el estratega republicano pronunció, como un moderno Pericles, el discurso en honor de la República y “el mejor elogio de aquellos que por su heroísmo” contribuyeron a salvar a la nación (Tucídides, La guerra del Peloponeso. Oración Fúnebre de Pericles de Atenas. Editorial Cátedra). Y, por cierto, 136 años después, un heredero de los conservadores, el ultraderechista y antijuarista Vicente Fox, se atrevió a sacar de Los Pinos el retrato de Juárez pintado por Tiburcio Sánchez en 1889 y que otro reaccionario como Santiago Creel, diciendo que el cuadro honraría el edificio de Bucareli, lo remitió a Palacio Nacional, no pudo menos que invocar al ilustre oaxaqueño y rendirse ante la grandeza del indio de Guelatao, para presumir al Juárez históricamente vigente: “Hace ya más de un siglo, uno de los más grandes estadistas de mi país y de América, Benito Juárez, afirmó que: entre los individuos como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz”[16].
Terminada la guerra con Francia, y ante la convocatoria para elecciones, presentó Juárez nuevamente su candidatura y el Congreso lo declaró presidente para el periodo 1867-1871. En la incipiente democracia en transición a su consolidación (interrumpida después por Porfirio Díaz), eran legítimas las protestas e incluso hubo rebeliones. El tercer ejercicio presidencial, ya desgastante, provocaba cansancio entre los mexicanos y sobre todo en los grupos afines a Porfirio Díaz, quien alegaba méritos para llegar a la Presidencia de la República.
Juárez, mientras tanto, controlando unas y otras, con medidas que le valieron entonces y sobre todo con el transcurso del tiempo calificativos de autoritarismo, puso manos a su obra constructiva, como fue el establecimiento de la enseñanza laica que volvió a remover el viejo malestar de los reaccionarios que, vencidos una y otra vez, insistían en sus desafíos para echar abajo esa conquista del liberalismo ilustrado.
Sobre este personaje histórico existen numerosas obras que analizan y reconocen, como también las que critican y hasta impugnan su obra como presidente. Los 15 tomos documentales, cuyas notas y selección son de la autoría de Jorge L Tamayo[17], y los tres volúmenes sobre la administración pública juarista, coordinados bajo supervisión de una dependencia oficial[18], así como un trabajo de indispensable consulta sobre la Reforma desde 1854 a 1875, en cuatro formidables tomos[19]. Con la lectura de contexto para los anteriores, de una tesis doctoral sobre la Reforma[20]. Además de Francisco Bulnes, Juárez y las Revoluciones de Ayutla y de Reforma; y El verdadero Juárez y la verdad sobre la Intervención y el imperio.

Referencias:

 [1] R G Collingwood, Autobiografía. Fondo de Cultura Económica.
[2] Benito Juárez. Apuntes para mis hijos. Centro Mexicano de Estudios Culturales, México, 1981.
[3] Ralph Roeder, Juárez y su México, Fondo de Cultura Económica, México,1984.
[4] José Luis Abellán, Liberalismo y Romanticismo: 1808-1874, Espasa-Calpe, España, 1984.
[5] Ángel Pola, “Exposiciones. Cómo se gobierna. Benito Juárez”. Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana, México, 1987.
[6] Daniel Cosío Villegas, Historia moderna de México”, Editorial Hermes, México, 1959.
[7] Benito Juárez, Cuaderno de notas, editado como “Las lecturas de Juárez”, publicado por Amigos de los Archivos y Bibliotecas de Oaxaca, AC; México, 1998.
[8] Varios autores, Historia de los Estados Unidos. La experiencia democrática, Editorial Limusa, México, 1969. Y varios autores, Estados Unidos. Una civilización, Editorial Labor, España, 1975.
[9] Georg Jellinek, La declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, Editorial Nueva España, México, 1953.
[10] Leopoldo Zamora Plowes, “Quince uñas y Casanova aventureros. Santa Anna, ese desconocido”, editorial Grijalbo, México, 1997.
[11] Carmen Vázquez Mantecón, Santa Anna y la encrucijada del Estado. La dictadura (1853-1855), Fondo de Cultura Económica, México, 1986.
[12] Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos de 1857.
[13] Gastón García Cantú, El pensamiento de la reacción mexicana. Historia documental 1810-1962, Empresas Editoriales, SA, México, 1965.
[14] Javier Herrero, Los orígenes del pensamiento reaccionario español, Editorial Cuadernos para el Diálogo, España, 1971.
[15] Javier Herrero, obra citada.
[16] Patricia Ruiz Manjarrez, José Luis Ruiz; al alimón: Víctor
 Chávez y Alejandro Ramos, Claudia Guerrero y Juan Manuel Venegas,  respectivamente, Milenio, El Universal, El Financiero, Reforma y La Jornada, 29 de enero de 2003.
[17] Jorge L Tamayo, Benito Juárez (15 tomos). Editorial Libros de México, México, 1972.
[18] José Rosovsky, Primitivo Rodríguez y José Luis García, La administración pública en la época de Juárez (tres tomos), gobierno federal,  México, 1974.
[19] Mario V Guzmán Galarza, Documentos básicos de la Reforma (cuatro tomos), Edición de Humberto Hiriart Urdanivia, México, 1982.
[20] Jacqueline Covo, Las ideas de la Reforma en México 1855-1861, UNAM.
Álvaro Cepeda Neri/Primera de cuatro partes

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