La idea de progreso ingresó a la vida cultural y política de
nuestra América hacia 1850, como expresión de la necesidad de superar
los atrasos cultural, educativo y tecnológico, percibidos como el
obstáculo mayor a nuestro ingreso al entonces llamado “concierto de las
naciones”. Esa contraposición entre el progreso y el atraso vino a
sustituir a la que opuso la civilización a la barbarie –entre mediados
de los siglos XVIII y XIX– y abrió paso a la que contrapuso el
desarrollo al subdesarrollo entre mediados y fines del XX.
Hoy, los gobiernos que se definieron a sí mismos como progresistas en la primera década del siglo XXI, se ven sustituidos por otros que se proponen restaurar en la región su condición original de barbarie y atraso, para restablecer el orden y depurar a nuestras sociedades de todo factor que pueda amenazarlo en el futuro.
Aquí, vale la pena recordar –con György Lukács– [1] que “el concepto de progreso presupone el descubrimiento de tendencias en la sociedad, que garantizan un continuo aumento (aunque no siempre uniforme) de los valores humanos en la realidad misma. Una concepción filosófica semejante puede contener una aproximación a un estado ideal […] que sea cualitativamente diferente de los anteriores, y que garantice el despliegue de las facultades naturales de la humanidad […]. Pero siempre se trata de un desarrollo más alto de la realidad humana.”
Hoy, cuando se desintegra el orden liberal triunfante en la gran guerra imperialista de 1914-1945, afloran contradicciones en el sistema mundial que, a primera vista, ponen en cuestión la posibilidad del progreso así entendido.
Ante un proceso tal, el desarrollo cultural de la élite intelectual “se separa resignada y aristocráticamente de la realidad hostil y sin ideas”, pues la realización de los viejos ideales de un liberalismo agotado solo puede tener lugar en el individuo aislado, pero no en la sociedad. De este modo, además, “el pesimismo social acaba en una estática histórica”, pues todo lo valioso en la historia se encuentra en un estado anterior, “y lo máximo que puede alcanzarse es una restitución de lo original”.
Ese original a restituir, sin embargo, es una construcción mítica que expresa un profundo temor a las masas en su capacidad para transformar el mundo, y proclama como hechos naturales el racismo, el patriarcado, y la desigualdad social. De aquí emerge una tendencia al pesimismo de la razón, que por un lado lleva a amplios sectores populares y de capas medias a buscar refugio en los fundamentalismos políticos y religiosos, mientras en las élites intelectuales se traduce “en pesimismo cultural, como negación del progreso en las cuestiones esenciales de la humanidad”.
Aquí, entre nosotros, el pesimista piensa a nuestra América como el objeto de ciclos de eterno retorno, mientras el progresista la entiende como el sujeto de su propio destino, que va siendo construido a lo largo de fases históricas irrepetibles. Los primeros imaginan que vamos de vuelta a la doctrina Monroe y el Estado Liberal Oligárquico. Los otros, que nuestra América ha ingresado a una fase de su historia en que las fuerzas enemigas del progreso -y de su más poderosa herramienta, la razón- han pasado a una ofensiva en la que han obtenido importantes éxitos iniciales.
En verdad, la reacción ha pasado al ataque porque debía y podía hacerlo. Debía, porque con todas sus limitaciones y todos sus errores aquellos gobiernos progresistas lograron romper la inercia neoliberal oligárquica anterior a un punto que hacía inevitable ese ataque. Y podía, porque al restringir su propio accionar a los límites y valores del liberalismo progresista, esos gobiernos propiciaron la desmovilización de sus propias bases sociales y abrieron paso a los fundamentalismos políticos, culturales y religiosos cuyas aberraciones han venido a signar nuestra coyuntura política inmediata.
Hoy podemos ver que la suma de las victorias tácticas obtenidas en su momento por aquellos gobiernos pudo modificar la perspectiva estratégica regional, pero no generó de por sí la estrategia adecuada para la victoria del progreso sobre el atraso, de la razón sobre el irracionalismo, de la visión democrática del mundo sobre la aristocrática.
Esa estrategia hay que construirla desde la gente y con ella. Progreso hoy, entre nosotros, significa gobiernos que tengan por base “la razón de todos en las cosas de todos, y no la razón universitaria de unos sobre la razón campestre de otros”. [2] Nos toca, una vez más, atender al problema de fondo en la política de nuestra América, que no es el cambio de forma, sino el de espíritu, como lo reclama José Martí, para hacer de nuestros reveses el camino hacia nuevas victorias.
*Ensayista, investigador y ambientalista panameño; doctor en Estudios Latinoamericanos por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México
Hoy, los gobiernos que se definieron a sí mismos como progresistas en la primera década del siglo XXI, se ven sustituidos por otros que se proponen restaurar en la región su condición original de barbarie y atraso, para restablecer el orden y depurar a nuestras sociedades de todo factor que pueda amenazarlo en el futuro.
Aquí, vale la pena recordar –con György Lukács– [1] que “el concepto de progreso presupone el descubrimiento de tendencias en la sociedad, que garantizan un continuo aumento (aunque no siempre uniforme) de los valores humanos en la realidad misma. Una concepción filosófica semejante puede contener una aproximación a un estado ideal […] que sea cualitativamente diferente de los anteriores, y que garantice el despliegue de las facultades naturales de la humanidad […]. Pero siempre se trata de un desarrollo más alto de la realidad humana.”
Hoy, cuando se desintegra el orden liberal triunfante en la gran guerra imperialista de 1914-1945, afloran contradicciones en el sistema mundial que, a primera vista, ponen en cuestión la posibilidad del progreso así entendido.
Ante un proceso tal, el desarrollo cultural de la élite intelectual “se separa resignada y aristocráticamente de la realidad hostil y sin ideas”, pues la realización de los viejos ideales de un liberalismo agotado solo puede tener lugar en el individuo aislado, pero no en la sociedad. De este modo, además, “el pesimismo social acaba en una estática histórica”, pues todo lo valioso en la historia se encuentra en un estado anterior, “y lo máximo que puede alcanzarse es una restitución de lo original”.
Ese original a restituir, sin embargo, es una construcción mítica que expresa un profundo temor a las masas en su capacidad para transformar el mundo, y proclama como hechos naturales el racismo, el patriarcado, y la desigualdad social. De aquí emerge una tendencia al pesimismo de la razón, que por un lado lleva a amplios sectores populares y de capas medias a buscar refugio en los fundamentalismos políticos y religiosos, mientras en las élites intelectuales se traduce “en pesimismo cultural, como negación del progreso en las cuestiones esenciales de la humanidad”.
Aquí, entre nosotros, el pesimista piensa a nuestra América como el objeto de ciclos de eterno retorno, mientras el progresista la entiende como el sujeto de su propio destino, que va siendo construido a lo largo de fases históricas irrepetibles. Los primeros imaginan que vamos de vuelta a la doctrina Monroe y el Estado Liberal Oligárquico. Los otros, que nuestra América ha ingresado a una fase de su historia en que las fuerzas enemigas del progreso -y de su más poderosa herramienta, la razón- han pasado a una ofensiva en la que han obtenido importantes éxitos iniciales.
En verdad, la reacción ha pasado al ataque porque debía y podía hacerlo. Debía, porque con todas sus limitaciones y todos sus errores aquellos gobiernos progresistas lograron romper la inercia neoliberal oligárquica anterior a un punto que hacía inevitable ese ataque. Y podía, porque al restringir su propio accionar a los límites y valores del liberalismo progresista, esos gobiernos propiciaron la desmovilización de sus propias bases sociales y abrieron paso a los fundamentalismos políticos, culturales y religiosos cuyas aberraciones han venido a signar nuestra coyuntura política inmediata.
Hoy podemos ver que la suma de las victorias tácticas obtenidas en su momento por aquellos gobiernos pudo modificar la perspectiva estratégica regional, pero no generó de por sí la estrategia adecuada para la victoria del progreso sobre el atraso, de la razón sobre el irracionalismo, de la visión democrática del mundo sobre la aristocrática.
Esa estrategia hay que construirla desde la gente y con ella. Progreso hoy, entre nosotros, significa gobiernos que tengan por base “la razón de todos en las cosas de todos, y no la razón universitaria de unos sobre la razón campestre de otros”. [2] Nos toca, una vez más, atender al problema de fondo en la política de nuestra América, que no es el cambio de forma, sino el de espíritu, como lo reclama José Martí, para hacer de nuestros reveses el camino hacia nuevas victorias.
Guillermo Castro Herrera*/Prensa LatinaNotas
[1] “La visión del mundo aristocrática y la democrática” (1967), en Testamento Político y otros escritos sobre política y filosofía. Edición, introducción y notas de Antonino Infranca y Miguel Vedda. El Viejo Topo, España, 2003, pp. 31- 64.
[2] “Nuestra América”. El Partido Liberal, México, 30 de enero de 1891. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975, VI, 17.
*Ensayista, investigador y ambientalista panameño; doctor en Estudios Latinoamericanos por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México
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