viernes, 26 de abril de 2019

El atavismo nacionalista


disidentia.com

El atavismo nacionalista

 

Carlos Barrio

Decía Ernest Cassirer que el hombre es básicamente un animal simbólico que no puede evitar sustraer ciertas esferas de la realidad al dominio de la racionalidad discursiva. Mientras que la ciencia o la técnica discurren por las sendas marcadas por las exigencias del raciocinio, la política, actividad cuyo fin es el más excelso de todos según decía Aristóteles, se encuentra presa de formas de pensamiento mítico en muchas ocasiones.
Lamentablemente la política se vincula en estos casos a juicios que exceden los cauces del pensamiento discursivo para adentrarse en las profundidades de las emociones más primarias. Una forma de pensamiento mítico por antonomasia es la exaltación de la tribu, de la colectividad por encima del individuo y sus derechos.  Un ejemplo de esto lo encontramos en el nacionalismo; la hipostatización de los sentimientos de pertenencia a una colectividad en la idea de una nación que se entiende antropomórficamente como un sujeto que siente y padece.
La realidad es justo la contraria como pone de manifiesto el geógrafo de inspiración marxista Bennedict Anderson: son los anhelos y los deseos de los individuos los que dan realidad a las naciones. Las naciones, por lo tanto, tienen mucho más que ver con la psicología de las masas, que con la ontología. El jurista alemán del periodo de entreguerras Rudolf Smend hablaba de los elementos de integración que dan una consistencia ideal a los estados. Los símbolos naciones son uno de esos elementos de engarce entre los individuos, que nos remiten a una fase anterior a nuestra evolución sociocultural. Son, en definitiva, atavismos de la especie, nostalgia de la tribu o de la manada a la que alguna vez pertenecimos.
El problema del llamado patriotismo constitucional es que al final se ha acabado convirtiendo en el último dique de contención del llamado consenso socialdemócrata, que defiende cosas tan poco cohesionadoras del Estado como el multiculturalismo acrítico
La política, especialmente cuando es entendida en términos conflictuales, esto es, como una inversión del famoso axioma de Clausewitz (la continuación de la guerra por otros medios), deviene cratología, lucha implacable por conquistar y permanecer en el poder. La cratología exige por lo tanto apelar a los impulsos más primarios del individuo, a su sentido de pertenencia a la tribu, a la manada, que se ve o se puede ver amenazada por la presencia de otras tribus que le disputan su lugar en el tiempo y en el espacio.
No es de extrañar que esta forma prelógica de discurrir en política haya dado lugar al nacionalismo, una ideología tan peligrosa como atractiva. Responsable de guerras mundiales, catástrofes humanitarias sin parangón y sufrimientos indecibles para la especie humana. El siglo XX, cuyas raíces intelectuales hay que buscar en el irracionalismo vitalista del siglo XIX, ha sido sin duda el siglo del nacionalismo, como la ideología, junto con el socialismo, más destructiva de la civilización, la verdadera antesala de la barbarie. Uno de los fenómenos más interesantes ha sido la evolución de la izquierda hacia posiciones nacionalistas. El propio triunfo del estalinismo, como consagración de la distopía del socialismo en un solo país frente al internacionalismo Trostkista, es ya un inicio de ese nefasto maridaje entre ambas formas de pensamiento holista y totalitario
Si algo fue la izquierda desde sus inicios fue precisamente antinacionalista. La triología revolucionaria de la igualdad, fraternidad y la libertad desconoce fronteras, pasaportes, himnos y banderas. La solidaridad obrera es transnacional o no es tal cosa. La segunda internacional tuvo al imperialismo, hijo bastardo donde los haya del nacionalismo, como uno de sus antagonistas más destacados. La Yugoslavia de Tito surgió como una especie de bálsamo de Fierabrás destinado a encapsular las tendencias más repulsivas del atavismo nacionalista. Y sin embargo, la mayoría de sus cuadros dirigentes, entre ellos los antiguos comunistas, el serbio Milosevic y el esloveno Kucan, acabaron convirtiéndose en los paladines del nacionalismo balcánico.
Frente a esta tendencia clásica hacia el internacionalismo de la izquierda, el fascismo se caracterizó precisamente por lo contrario; la exaltación del mito de la nación hasta el punto de defender la eliminación física de aquellos que se opusieran al desenvolvimiento triunfal de la propia nación en la historia. Es en el nacional socialismo alemán donde se intenta una primera simbiosis genocida entre ambas formas de pensamiento que anticipa los crueles episodios vividos en la antigua Yugoslavia, donde antiguos socialistas acabaron siendo aventajados discípulos de los jerarcas nazis
En pleno siglo XXI el nacionalismo, como otras ideologías totalitarias, debería estar desterrado de la praxis política y destinado a ser recordatorio permanente de los peligros de absolutizar las emociones en hipostatizaciones colectivas, tan destructoras como estériles. Nada produce más estupor que comprobar como el nacionalismo sigue gozando de muy buena salud.
Hoy en día hay más nacionalismos que nunca; Bretaña, País Vasco, Córcega, Cataluña, Padania y un largo etcétera son algunos de los lugares donde el nacionalismo vuelve a brotar con fuerza en Europa. Otro de los grandes dramas de nuestro tiempo ha consistido en equiparar nacionalismo y patriotismo. Si bien el patriotismo es un concepto antiguo que se asocia al legado republicano romano y que reverdeció laureles en pleno siglo de los philosophes franceses, los últimos romanos, después de la Segunda Guerra Mundial pensadores del llamado marxismo crítico o del liberalismo lo han intentado rehabilitar como una forma de cohesionar los estados democráticos, sometidos a una crisis de identidad como consecuencia de la globalización, sin necesidad de hacer uso del peligroso recurso retórico de exaltar la nación.
El problema del llamado patriotismo constitucional es que al final se ha acabado convirtiendo en el último dique de contención del llamado consenso socialdemócrata, que defiende cosas tan poco cohesionadoras del Estado como el multiculturalismo acrítico o la disolución del Estado nación en favor de internacionales globalistas como la ideología de género.
Por eso cualquier movimiento político que reivindica la vigencia del Estado nación es catalogado peyorativamente de revisionismo nacionalista. Un ejemplo lo encontramos en la Alemania Merkeliana, donde la AfD, un movimiento conservador y de reivindicación del Estado nación es presentado por la prensa como la enésima manifestación del retorno de exaltación romántica del geist alemán, o el triunfo del trumpismo del “make america great again” como la traición del espíritu americano, que siempre se ha caracterizado por ser un país de acogida. El trumpismo más que una reivindicación del legado neocon o una vuelta al aislacionismo, es ante todo una reivindicación de la singularidad cultural y política americana frente a las presiones globalistas del consenso socialdemócrata, una tradición ajena a la cultura americana, que la inteligentsia de las dos costas de aquel país se empeña en trasplantar, pasando por encima del legado de los padres fundadores si ello es necesario.
Otro ejemplo lo vemos en el revival del nacionalismo catalán, presentado por buena parte de la prensa, pseudo progresista, como una lucha por modernizar y flexibilizar una idea arcaica, franquista y no plural de la historia de España. El nacionalismo catalán, dicen, representa el progreso. Nada más lejos de la realidad. El nacionalismo catalán, con su esperpéntico procés no deja de ser una teatralización de los miedos atávicos de la burguesía catalana, incapaz de trascender el rol victimista en la que vive anclada ad eternum, como les ocurre a los adinerados protagonistas de El Ańgel Exterminador del genial Luis Buñuel, presos también de una identidad artificialmente construída, que les mantiene retenidos en una habitación, donde no hay nadie más que ellos mismos y sus miedos.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario