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La historia no prescribe
La carta enviada recientemente por el presidente de
México al rey de España pidiendo la asunción de responsabilidades en el
quinto centenario del inicio de la conquista mesoamericana ha generado
cierto revuelo en el ya caldeado ambiente preelectoral que se vive en
España.
Por Jorge Sancho
La carta enviada recientemente por el presidente de
México al rey de España pidiendo la asunción de responsabilidades en el
quinto centenario del inicio de la conquista mesoamericana ha generado
cierto revuelo en el ya caldeado ambiente preelectoral que se vive en
España. No sorprende la histeria nacionalista con la que las derechas
han acogido la petición de López Obrador (al fin y al cabo todas ellas
parecen estar enzarzadas en una competición por imitar del modo más
esperpéntico posible a la CEDA); pero incluso entre muchos políticos y
comentaristas supuestamente progresistas la reacción ha sido de
beligerante hostilidad.
No entrare aquí en la pertinencia o no de la propuesta
de López Obrador porque lo que realmente debe llamarnos la atención es
la visceralidad y la inmadurez con la que la opinión pública española
enfrenta su pasado histórico. Vivimos tiempos de turbocapitalismo
y somos cada vez más esclavos de la inmediatez de las redes sociales;
de tal modo que el debate público se reduce cada vez más al mínimo
común, que en este caso ha resultado ser un consenso nacionalcatólico en
el que la destrucción de las civilizaciones y culturas amerindias es
apenas un mal necesario para la construcción de una providencial, casi
virtuosa, Hispanidad. Sin lugar a dudas el Caudillo estaría encantado de constatar que más de 40 años después de su muerte su legado sigue muy vivo entre nosotros.
Es verdaderamente perturbador el grado de derechización
al que se ha llegado en el debate y entre la opinión pública española
(que en este sentido no hace sino encaminarse por la senda emprendida
por la mayoría de sociedades occidentales en el último periodo). La
banalidad, la zafiedad, el cinismo y la indigencia intelectual están
llegando a tal punto que empiezan a ser incompatibles incluso con la
existencia de una democracia formal en España.
La falta de la más mínima higiene democrática en la
sociedad española se pone de manifiesto por la persistente popularidad
de conceptos historiográficos absolutamente caducos como los de Reconquista o Descubrimiento. Resulta completamente evidente que las expediciones colombinas no descubrieron absolutamente nada; que ese Nuevo Mundo
estaba habitado desde hace decenas de miles de años por multitud de
pueblos y culturas que se extendían desde Alaska a la Tierra de Fuego… y
de hecho América fue visitada por los Vikingos y, probablemente
también, por navegantes polinesios siglos antes de que la Pinta, la Niña
y la Santa María partiesen desde Palos de la Frontera. Los
conquistadores castellanos no llegaron a un continente vacío ni habitado
por salvajes que esperaban recibir los regalos de la “civilización”
para aprender a rezar o a escribir de manera correcta. Las Américas
presentaban a finales del siglo XV un ecosistema humano rico y diverso;
algunas de cuyas formaciones sociales (como los Mayas, Aztecas o Incas)
tenían un grado de complejidad comparable a los imperios Romano o Persa
en la antigüedad.
Aunque técnicamente quizás no sea lo más apropiado describir el proceso de conquista y colonización de los pueblos originarios americanos como un genocidio (a
la manera del Holocausto nacionalsocialista o el exterminio de los
Tutsi ruandeses en 1994); estamos hablando de la destrucción deliberada
de pueblos enteros con lo cual las “hazañas” de Colón, Cortés, Núñez de Balboa, Pizarro y tantos otros merecen entrar en la categoría más amplia de democidioi. En
todo caso, es innegable que tomando en consideración el conjunto del
proceso (que se extendió durante más de un siglo y a escala continental)
la catástrofe demográfica fue de unas dimensiones apocalípticas. En
términos absolutos murieron decenas de millones de personas, algo
comparable solo con las Guerras Mundiales o las conquistas de los
mongoles en Asia. En términos relativos el impacto fue aún mayor, dado
que las estimaciones más conservadoras situarían la pérdida de población
en El Nuevo Mundo en al menos un 75% de la población continental entre
los años 1500 y 1650, cuando empezó una lenta recuperación. Este
probablemente sea el proceso demográfico más relevante en tiempo
histórico ya que alteró de manera decisiva el equilibrio demográfico
entre los continentesii.
Existe un debate historiográfico sobre las causas
profundas de este colapso demográfico, que es sin duda de una enorme
complejidad y en el que no abundan las fuentes directas, por lo que
inevitablemente hay un cierto grado de especulación al respecto de lo
que realmente sucedió. En cualquier caso las líneas generales de
lo acontecido están bastante claras: el factor desencadenante es sin
duda la invasión de Castellanos (y Portugueses) que se desarrolla con
gran rapidez y virulencia entre finales del siglo XV y mediados del
siglo XVI; los conquistadores por lo general se relacionan con los
diversos grupos indígenas haciendo uso de una gran violencia -movidos
por el fanatismo religioso y el afán de rapiña-; pese a que el número de
los invasores es insignificante comparado con el de la población local
estos traen consigo multitud de enfermedades infecciosas (como la
Viruela o el Sarampión) que causan estragos entre una población que
carece de defensas frente a los nuevos patógenos; la densidad
demográfica americana y la relativa homogeneidad genética de sus
poblaciones favorecen la extensión sin precedentes de las epidemias,
cuyos efectos devastadores muchas veces anteceden a la llegada de los
conquistadores favoreciendo la disolución de las formaciones sociales
amerindias y posibilitando su posterior asimilación a manos de los
invasores europeos. Este proceso fue tan rápido, violento y traumático
que en no pocas ocasiones desencadeno suicidios en masa entre los
indígenas incapaces de asimilar el abrupto final de su universo social y
cultural. Pero lo que hizo irreversible la catástrofe fue el
sometimiento de los supervivientes a un régimen económico predatorio y
extractivista que era completamente indiferente a la supervivencia de los indígenas.
Merece la pena analizar de un modo más detenido este
último aspecto. La cruel violencia de las conquistas puede entenderse
por la necesidad de los reducidos contingentes castellanos de usar un
terror sistemático para dominar y mantener sometidos a las vastas
poblaciones americanas. Los conquistadores fueron vectores de las
epidemias y usaron de manera oportunista los estragos por ellas causadas
para afianzar su dominio, pero no puede decirse que fueran usadas conscientemente
contra la población indígena. Ahora bien, el régimen de explotación
económica continuada al que fueron sometidos los pueblos amerindios una
vez consolidada la conquista (ejemplificada por la infame Encomienda y
luego continuada por otras formas de trabajo forzoso como el
Repartimiento) no sólo pone de manifiesto que la codicia era el
principal motor detrás del esfuerzo colonizador si no el hecho de que la
población indígena fuese tratada ante todo como mano de obra
prescindible, cuyas vidas eran el preciado combustible con el que poner
en marcha la maquinaria de la acumulación originaria del capital.
El territorio de todo un continente fue reorganizado
para servir a las necesidades de la metrópoli y del naciente capitalismo
europeo; con apenas ninguna consideración respecto a la viabilidad a
largo plazo de las comunidades indígenas que durante años fueron
sacrificadas en las minas de Potosí o Zacatecas. La sobre-explotación
económica colonial significaba un debilitamiento de las estructuras de
auto-consumo indígena, lo que a su vez afectaba negativamente a la
natalidad y aumentaba el impacto de las epidemias llegadas desde Europa.
Esto creaba un círculo vicioso de muerte y degradación que perpetuo el
impacto de la conquista durante siglos.
Tan evidente resulta que este régimen colonial era en gran medida incompatible con la supervivencia a largo plazo de los indígenas, tal
fue la voracidad y letalidad de la Monarquía Hispánica en el Nuevo
Mundo, que no basto con la población americana para mantenerla en marcha
y ya durante el siglo XVI fue necesario el traslado de importantes
contingentes de esclavos africanos para realizar los trabajos más duros.
En las últimas décadas se han multiplicado en la cultura
popular los relatos de ficción pos-apocalípticos en los que una guerra
nuclear, los muertos vivientes o los extraterrestres destruyen la
civilización (occidental): son historias de tono lúgubre en las que los
supervivientes son sometidos a un proceso de deshumanización y
alienación brutal. Pues bien, los pueblos originarios de América ya han
vivido ese tipo de apocalipsis y todavía hoy siguen sufriendo las
consecuencias: condenados a la pérdida de identidad y a ser tratados
como inferiores y subalternos por los herederos de los invasores. En
esencia llevan viviendo en una distopía los últimos 500 años. A esa distopía nosotros la llamamos pomposamente Civilización.
Como hemos visto, el trato de castellanos y españoles a
los pueblos originarios de América es difícilmente algo de lo que estar
orgullosos. Pero una de las cosas más turbias de todo este asunto son
las múltiples excusas de abusón, a cada cual más pueril, con la que se
intenta justificar los desmanes de la conquista y la colonización de
Hispanoamérica… argumentos que retratan a una parte de la sociedad
española (tal vez no mayoritaria pero desde luego muy ruidosa y con
posiciones de poder importantes) como poseedores de una mentalidad
netamente imperialista. Analicemos algunas de las más comunes:
Lo más socorrido es decir que los castellanos/españoles
no hacían nada que otros no hicieran: que el siglo XVI era una época
cruel y violenta y que al fin y al cabo los portugueses, los ingleses,
los franceses y los holandeses se comportaron de manera similar con los
indígenas y de hecho continuaron y profundizaron la obra de colonización
y expolio iniciada por la Monarquía Hispánica en el Nuevo Mundo. Esto
es muy cierto, pero es bastante perverso argumentar que la
generalización de un comportamiento antisocial disminuye su impacto,
cuando es precisamente lo contrario.
Por otro lado siempre sale a colación, especialmente en
el caso de México, el hecho de que los Aztecas eran gobernantes brutales
que practicaban sacrificios humanos y mantenían sojuzgados a multitud
de pueblos mesoamericanos cuya colaboración resulto indispensable para
la victoria de Hernán Cortés. Dejando a un lado el hecho de que a lo
largo de la historia todos los conquistadores, incluso los más
siniestros, han contado con colaboradores entre las poblaciones
sometidas para implementar y sostener su dominio; aquí la cuestión es
que la situación de los amerindios no mejoro con la conquista sino que
empeoro de manera evidente para la inmensa mayoría de ellos y esta
situación de subordinación se prolongó durante siglos.
En un intento de seguir diluyendo las responsabilidades
por los efectos de la conquista y colonización española, se argumenta
también que la agresión contra los pueblos originarios continuo (e
incluso se intensifico) tras la Independencia de las repúblicas
Latinoamericanas a principios del siglo XIX. El cinismo de este
argumento no tiene límite; es como si en el caso de una mujer que es
maltratada por sucesivas parejas, la persistencia del maltrato exonerara
automáticamente a los maltratadores previos a tal punto que casi
debemos agradecer la actitud paternalista del maltratador original
(probablemente un familiar) pese a que es el principal responsable de
haber destruido la autoestima de la víctima, dejándola indefensa ante
futuros abusos.
Llegamos al argumento estrella de “¿Y qué pasa con los
Romanos?” que viene a ser la traslación al terreno de las formaciones
sociales del célebre “Te maltrato, porque antes me maltrataron a mí”.
Incluso si aceptásemos este tipo de atenuantes, el problema es que la
comparación histórica entre la Romanización y la conquista de América es
en gran medida inadecuada. Obviamente la invasión romana de la
Península Ibérica implico un alto grado de violencia, la “pacificación”
de Hispania se prolongó durante más de 150 años (concentrándose la
resistencia en la meseta y la cornisa cantábrica); también la extensión
de la esclavitud y el expolio de los recursos naturales por parte del
Estado romano fueron importantes. Pero ahí se acaban las similitudes;
por un lado, el grado de mortandad entre la población indígena, tanto en
términos absolutos como relativos, no es comparable. Por otro, mientras
que en Hispania se fue extendiendo progresivamente la ciudadanía romana
hasta alcanzar eventualmente a todos los hombres libres, integración
política que se demuestra por la existencia de importantes emperadores
de origen hispano (Trajano, Adriano y Teodosio), en la América Hispana
se estableció un estricto sistema de castas indiano en el que la raza
era el principal elemento de estratificación social y que impidió la
integración entre la “república de los españoles” y la “república de los
indios”.
Incidentalmente, esta segregación fue uno de los motivos
que hizo inevitables la independencia de las colonias a principios del
siglo XIX; dirigidas por los criollos “blancos” pero que difícilmente
podrían haber prosperado sin la participación activa de indígenas y
afrodescendientes. La constitución de 1812 pretendía estar dirigida a
“los españoles de ambos hemisferios” pero era demasiado poco y era
demasiado tarde como para impedir una separación.
Otro argumento muy socorrido es el de recurrir al supuesto “hecho diferencial” del colonialismo español, según el cual la Corona se habría preocupado desde el primer momento por el bienestar de sus indios.
Este humanismo de los colonizadores quedaría acreditado por las Leyes
Nuevas de 1542, la posterior polémica entre las Casas y Sepúlveda, o los
estudios de la escuela de Salamanca que ayudaron a formular el derecho
de gentes moderno. Estos son sin duda hitos importantes en el desarrollo
del pensamiento político y jurídico occidental; pero para los indígenas
americanos significaron muy poco. En las colonias lo que regía en la
práctica era la máxima del “Se obedece pero no se cumple” (frase
que en sí misma resume la idiosincrasia hispana) por la que se
subordinaban sistemáticamente los derechos de los nativos a las
necesidades de expolio del continente.
Lo que sí es digno de destacar es la intolerante
política religiosa aplicada por los conquistadores contra los pueblos
originarios americanos; cuyo objeto no era otro que el de completar el
expolio de metales y tierras con la destrucción de la espiritualidad y
la cultura indígena, para así poder justificar mejor las conquistas y
debilitar la resistencia de los supervivientes. No son de extrañar tales
prácticas teniendo en cuenta que castellanos y portugueses no hicieron
sino continuar su cruzada contra el Islam occidental en los
territorios de ultramar. Pero deberíamos ser conscientes de que en los
tiempos pretéritos existían otras políticas religiosas alternativas a
las de la conversión forzosa de las poblaciones sometidas: ahí está el
sincretismo de la religión cívica romana, la coexistencia existente bajo
el imperio mongol o, incluso, la relativa tolerancia con la que en
Al-Ándalus se trataba a los mozárabes. Francamente, en estas
comparaciones los españoles no salimos muy bien parados.
Otra de las “singulares virtudes” de la
colonización española seria la del mestizaje. Claro que hace falta tener
una memoria muy selectiva para no querer ver que un mestizaje impuesto
en condiciones de absoluta desigualdad implica un alto grado de
violencia sexual contra las mujeres indígenas. Por otro lado, la cultura
de lo mestizo ha servido también para invisibilizar a los pueblos
originarios hasta la actualidad, puesto que el “encuentro entre dos culturas” siempre
se ha dado en condiciones asimétricas; dado que las diversas repúblicas
americanas han continuado hasta el presente con la tradición colonial
de mantener a sus pueblos originarios en situación subalterna.
Hasta ahora en nuestro relato hemos hablado de víctimas y
victimarios. Pero no podemos ver a los pueblos originarios de América
simplemente como testigos impasibles de un destino inexorable. Con la
conquista comenzó la resistencia indígena, que fue una constante durante
todo el periodo colonial (y más allá): desde Guaicaipuro a Túpac Amaru,
pasando por la gesta de los Mapuches. De hecho, el que algunos de estos
pueblos hayan resistido y conservado su cultura ancestral hasta
nuestros días (en sí mismo un ejemplo de resiliencia para todo el género
humano) debería hacernos a los españoles meditar seriamente sobre como
nuestras acciones del pasado repercuten hasta el presente (un presente
en el que las multinacionales españolas siguen depredando sobre América
Latina).
Si no usamos la historia como fuente para memes
o para arrojar argumentos falaces a nuestros adversarios políticos, nos
daremos cuentas de que es un proceso vivo, en el que se unen
orgánicamente los tiempos pasados, presentes y futuros. El siglo XVI es
un periodo de gran relevancia no solo para la historia de España y
América Latina, si no también para el conjunto de Europa y el mundo
entero. La Monarquía hispánica jugo un papel de primer orden en aquel
siglo crucial para la configuración del sistema-mundo capitalista en el
que vivimos. Este es un periodo especialmente complejo y contradictorio
de nuestra historia: en el que se combina la creación de un imperio
ultramarino a costa de los pueblos amerindios con la innovación del
Estado moderno, el humanismo con la intolerancia, la violencia inusitada
de las conquistas con el esplendor artístico, el cénit de la Monarquía
con los inicios de la decadencia… en definitiva un periodo al que
debemos acercarnos sin demagogias y con una mentalidad abiertaiii.
En perspectiva histórica, esta muy claro que España ha
ganado bastante más que América Latina del periodo colonial; aunque solo
fuese por que gracias a la extensión del castellano por el Nuevo Mundo,
nuestro país puede gozar en la actualidad de una destacada proyección
internacional. Por tanto desde España haríamos bien en no poner el foco
en los elementos de hipocresía y oportunismo en la propuesta de López
Obrador, sino más bien en la altanería neocolonialista con la que gran
parte de nuestra clase política despacha los asuntos relacionados con
América Latina.
Jorge Sancho, Licenciado en Historia.
Madrid. 01-04-2019.
ii
Para empezar a hacerse una idea de todo lo que se perdió con la
conquista recomiendo la obra divulgativa de Charles C. Mann, “1491: Una
nueva historia de las Américas antes de Colón”.
iii Una buena
síntesis de este apasionante periodo de nuestra historia puede
encontrarse en “Monarquía e Imperio” de Antonio-Miguel Bernal.
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