martes, 2 de abril de 2019

La historia no prescribe


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La historia no prescribe


La carta enviada recientemente por el presidente de México al rey de España pidiendo la asunción de responsabilidades en el quinto centenario del inicio de la conquista mesoamericana ha generado cierto revuelo en el ya caldeado ambiente preelectoral que se vive en España.

Por Jorge Sancho
La carta enviada recientemente por el presidente de México al rey de España pidiendo la asunción de responsabilidades en el quinto centenario del inicio de la conquista mesoamericana ha generado cierto revuelo en el ya caldeado ambiente preelectoral que se vive en España. No sorprende la histeria nacionalista con la que las derechas han acogido la petición de López Obrador (al fin y al cabo todas ellas parecen estar enzarzadas en una competición por imitar del modo más esperpéntico posible a la CEDA); pero incluso entre muchos políticos y comentaristas supuestamente progresistas la reacción ha sido de beligerante hostilidad.
No entrare aquí en la pertinencia o no de la propuesta de López Obrador porque lo que realmente debe llamarnos la atención es la visceralidad y la inmadurez con la que la opinión pública española enfrenta su pasado histórico. Vivimos tiempos de turbocapitalismo y somos cada vez más esclavos de la inmediatez de las redes sociales; de tal modo que el debate público se reduce cada vez más al mínimo común, que en este caso ha resultado ser un consenso nacionalcatólico en el que la destrucción de las civilizaciones y culturas amerindias es apenas un mal necesario para la construcción de una providencial, casi virtuosa, Hispanidad. Sin lugar a dudas el Caudillo estaría encantado de constatar que más de 40 años después de su muerte su legado sigue muy vivo entre nosotros.
Es verdaderamente perturbador el grado de derechización al que se ha llegado en el debate y entre la opinión pública española (que en este sentido no hace sino encaminarse por la senda emprendida por la mayoría de sociedades occidentales en el último periodo). La banalidad, la zafiedad, el cinismo y la indigencia intelectual están llegando a tal punto que empiezan a ser incompatibles incluso con la existencia de una democracia formal en España.
La falta de la más mínima higiene democrática en la sociedad española se pone de manifiesto por la persistente popularidad de conceptos historiográficos absolutamente caducos como los de Reconquista o Descubrimiento. Resulta completamente evidente que las expediciones colombinas no descubrieron absolutamente nada; que ese Nuevo Mundo estaba habitado desde hace decenas de miles de años por multitud de pueblos y culturas que se extendían desde Alaska a la Tierra de Fuego… y de hecho América fue visitada por los Vikingos y, probablemente también, por navegantes polinesios siglos antes de que la Pinta, la Niña y la Santa María partiesen desde Palos de la Frontera. Los conquistadores castellanos no llegaron a un continente vacío ni habitado por salvajes que esperaban recibir los regalos de la “civilización” para aprender a rezar o a escribir de manera correcta. Las Américas presentaban a finales del siglo XV un ecosistema humano rico y diverso; algunas de cuyas formaciones sociales (como los Mayas, Aztecas o Incas) tenían un grado de complejidad comparable a los imperios Romano o Persa en la antigüedad.
Aunque técnicamente quizás no sea lo más apropiado describir el proceso de conquista y colonización de los pueblos originarios americanos como un genocidio (a la manera del Holocausto nacionalsocialista o el exterminio de los Tutsi ruandeses en 1994); estamos hablando de la destrucción deliberada de pueblos enteros con lo cual las “hazañas” de Colón, Cortés, Núñez de Balboa, Pizarro y tantos otros merecen entrar en la categoría más amplia de democidioi. En todo caso, es innegable que tomando en consideración el conjunto del proceso (que se extendió durante más de un siglo y a escala continental) la catástrofe demográfica fue de unas dimensiones apocalípticas. En términos absolutos murieron decenas de millones de personas, algo comparable solo con las Guerras Mundiales o las conquistas de los mongoles en Asia. En términos relativos el impacto fue aún mayor, dado que las estimaciones más conservadoras situarían la pérdida de población en El Nuevo Mundo en al menos un 75% de la población continental entre los años 1500 y 1650, cuando empezó una lenta recuperación. Este probablemente sea el proceso demográfico más relevante en tiempo histórico ya que alteró de manera decisiva el equilibrio demográfico entre los continentesii.
Existe un debate historiográfico sobre las causas profundas de este colapso demográfico, que es sin duda de una enorme complejidad y en el que no abundan las fuentes directas, por lo que inevitablemente hay un cierto grado de especulación al respecto de lo que realmente sucedió. En cualquier caso las líneas generales de lo acontecido están bastante claras: el factor desencadenante es sin duda la invasión de Castellanos (y Portugueses) que se desarrolla con gran rapidez y virulencia entre finales del siglo XV y mediados del siglo XVI; los conquistadores por lo general se relacionan con los diversos grupos indígenas haciendo uso de una gran violencia -movidos por el fanatismo religioso y el afán de rapiña-; pese a que el número de los invasores es insignificante comparado con el de la población local estos traen consigo multitud de enfermedades infecciosas (como la Viruela o el Sarampión) que causan estragos entre una población que carece de defensas frente a los nuevos patógenos; la densidad demográfica americana y la relativa homogeneidad genética de sus poblaciones favorecen la extensión sin precedentes de las epidemias, cuyos efectos devastadores muchas veces anteceden a la llegada de los conquistadores favoreciendo la disolución de las formaciones sociales amerindias y posibilitando su posterior asimilación a manos de los invasores europeos. Este proceso fue tan rápido, violento y traumático que en no pocas ocasiones desencadeno suicidios en masa entre los indígenas incapaces de asimilar el abrupto final de su universo social y cultural. Pero lo que hizo irreversible la catástrofe fue el sometimiento de los supervivientes a un régimen económico predatorio y extractivista que era completamente indiferente a la supervivencia de los indígenas.
Merece la pena analizar de un modo más detenido este último aspecto. La cruel violencia de las conquistas puede entenderse por la necesidad de los reducidos contingentes castellanos de usar un terror sistemático para dominar y mantener sometidos a las vastas poblaciones americanas. Los conquistadores fueron vectores de las epidemias y usaron de manera oportunista los estragos por ellas causadas para afianzar su dominio, pero no puede decirse que fueran usadas conscientemente contra la población indígena. Ahora bien, el régimen de explotación económica continuada al que fueron sometidos los pueblos amerindios una vez consolidada la conquista (ejemplificada por la infame Encomienda y luego continuada por otras formas de trabajo forzoso como el Repartimiento) no sólo pone de manifiesto que la codicia era el principal motor detrás del esfuerzo colonizador si no el hecho de que la población indígena fuese tratada ante todo como mano de obra prescindible, cuyas vidas eran el preciado combustible con el que poner en marcha la maquinaria de la acumulación originaria del capital.
El territorio de todo un continente fue reorganizado para servir a las necesidades de la metrópoli y del naciente capitalismo europeo; con apenas ninguna consideración respecto a la viabilidad a largo plazo de las comunidades indígenas que durante años fueron sacrificadas en las minas de Potosí o Zacatecas. La sobre-explotación económica colonial significaba un debilitamiento de las estructuras de auto-consumo indígena, lo que a su vez afectaba negativamente a la natalidad y aumentaba el impacto de las epidemias llegadas desde Europa. Esto creaba un círculo vicioso de muerte y degradación que perpetuo el impacto de la conquista durante siglos.
Tan evidente resulta que este régimen colonial era en gran medida incompatible con la supervivencia a largo plazo de los indígenas, tal fue la voracidad y letalidad de la Monarquía Hispánica en el Nuevo Mundo, que no basto con la población americana para mantenerla en marcha y ya durante el siglo XVI fue necesario el traslado de importantes contingentes de esclavos africanos para realizar los trabajos más duros.
En las últimas décadas se han multiplicado en la cultura popular los relatos de ficción pos-apocalípticos en los que una guerra nuclear, los muertos vivientes o los extraterrestres destruyen la civilización (occidental): son historias de tono lúgubre en las que los supervivientes son sometidos a un proceso de deshumanización y alienación brutal. Pues bien, los pueblos originarios de América ya han vivido ese tipo de apocalipsis y todavía hoy siguen sufriendo las consecuencias: condenados a la pérdida de identidad y a ser tratados como inferiores y subalternos por los herederos de los invasores. En esencia llevan viviendo en una distopía los últimos 500 años. A esa distopía nosotros la llamamos pomposamente Civilización.
Como hemos visto, el trato de castellanos y españoles a los pueblos originarios de América es difícilmente algo de lo que estar orgullosos. Pero una de las cosas más turbias de todo este asunto son las múltiples excusas de abusón, a cada cual más pueril, con la que se intenta justificar los desmanes de la conquista y la colonización de Hispanoamérica… argumentos que retratan a una parte de la sociedad española (tal vez no mayoritaria pero desde luego muy ruidosa y con posiciones de poder importantes) como poseedores de una mentalidad netamente imperialista. Analicemos algunas de las más comunes:
Lo más socorrido es decir que los castellanos/españoles no hacían nada que otros no hicieran: que el siglo XVI era una época cruel y violenta y que al fin y al cabo los portugueses, los ingleses, los franceses y los holandeses se comportaron de manera similar con los indígenas y de hecho continuaron y profundizaron la obra de colonización y expolio iniciada por la Monarquía Hispánica en el Nuevo Mundo. Esto es muy cierto, pero es bastante perverso argumentar que la generalización de un comportamiento antisocial disminuye su impacto, cuando es precisamente lo contrario.
Por otro lado siempre sale a colación, especialmente en el caso de México, el hecho de que los Aztecas eran gobernantes brutales que practicaban sacrificios humanos y mantenían sojuzgados a multitud de pueblos mesoamericanos cuya colaboración resulto indispensable para la victoria de Hernán Cortés. Dejando a un lado el hecho de que a lo largo de la historia todos los conquistadores, incluso los más siniestros, han contado con colaboradores entre las poblaciones sometidas para implementar y sostener su dominio; aquí la cuestión es que la situación de los amerindios no mejoro con la conquista sino que empeoro de manera evidente para la inmensa mayoría de ellos y esta situación de subordinación se prolongó durante siglos.
En un intento de seguir diluyendo las responsabilidades por los efectos de la conquista y colonización española, se argumenta también que la agresión contra los pueblos originarios continuo (e incluso se intensifico) tras la Independencia de las repúblicas Latinoamericanas a principios del siglo XIX. El cinismo de este argumento no tiene límite; es como si en el caso de una mujer que es maltratada por sucesivas parejas, la persistencia del maltrato exonerara automáticamente a los maltratadores previos a tal punto que casi debemos agradecer la actitud paternalista del maltratador original (probablemente un familiar) pese a que es el principal responsable de haber destruido la autoestima de la víctima, dejándola indefensa ante futuros abusos.
Llegamos al argumento estrella de “¿Y qué pasa con los Romanos?” que viene a ser la traslación al terreno de las formaciones sociales del célebre “Te maltrato, porque antes me maltrataron a mí”. Incluso si aceptásemos este tipo de atenuantes, el problema es que la comparación histórica entre la Romanización y la conquista de América es en gran medida inadecuada. Obviamente la invasión romana de la Península Ibérica implico un alto grado de violencia, la “pacificación” de Hispania se prolongó durante más de 150 años (concentrándose la resistencia en la meseta y la cornisa cantábrica); también la extensión de la esclavitud y el expolio de los recursos naturales por parte del Estado romano fueron importantes. Pero ahí se acaban las similitudes; por un lado, el grado de mortandad entre la población indígena, tanto en términos absolutos como relativos, no es comparable. Por otro, mientras que en Hispania se fue extendiendo progresivamente la ciudadanía romana hasta alcanzar eventualmente a todos los hombres libres, integración política que se demuestra por la existencia de importantes emperadores de origen hispano (Trajano, Adriano y Teodosio), en la América Hispana se estableció un estricto sistema de castas indiano en el que la raza era el principal elemento de estratificación social y que impidió la integración entre la “república de los españoles” y la “república de los indios”.
Incidentalmente, esta segregación fue uno de los motivos que hizo inevitables la independencia de las colonias a principios del siglo XIX; dirigidas por los criollos “blancos” pero que difícilmente podrían haber prosperado sin la participación activa de indígenas y afrodescendientes. La constitución de 1812 pretendía estar dirigida a “los españoles de ambos hemisferios” pero era demasiado poco y era demasiado tarde como para impedir una separación.
Otro argumento muy socorrido es el de recurrir al supuesto “hecho diferencial” del colonialismo español, según el cual la Corona se habría preocupado desde el primer momento por el bienestar de sus indios. Este humanismo de los colonizadores quedaría acreditado por las Leyes Nuevas de 1542, la posterior polémica entre las Casas y Sepúlveda, o los estudios de la escuela de Salamanca que ayudaron a formular el derecho de gentes moderno. Estos son sin duda hitos importantes en el desarrollo del pensamiento político y jurídico occidental; pero para los indígenas americanos significaron muy poco. En las colonias lo que regía en la práctica era la máxima del “Se obedece pero no se cumple” (frase que en sí misma resume la idiosincrasia hispana) por la que se subordinaban sistemáticamente los derechos de los nativos a las necesidades de expolio del continente.
Lo que sí es digno de destacar es la intolerante política religiosa aplicada por los conquistadores contra los pueblos originarios americanos; cuyo objeto no era otro que el de completar el expolio de metales y tierras con la destrucción de la espiritualidad y la cultura indígena, para así poder justificar mejor las conquistas y debilitar la resistencia de los supervivientes. No son de extrañar tales prácticas teniendo en cuenta que castellanos y portugueses no hicieron sino continuar su cruzada contra el Islam occidental en los territorios de ultramar. Pero deberíamos ser conscientes de que en los tiempos pretéritos existían otras políticas religiosas alternativas a las de la conversión forzosa de las poblaciones sometidas: ahí está el sincretismo de la religión cívica romana, la coexistencia existente bajo el imperio mongol o, incluso, la relativa tolerancia con la que en Al-Ándalus se trataba a los mozárabes. Francamente, en estas comparaciones los españoles no salimos muy bien parados.
Otra de las “singulares virtudes” de la colonización española seria la del mestizaje. Claro que hace falta tener una memoria muy selectiva para no querer ver que un mestizaje impuesto en condiciones de absoluta desigualdad implica un alto grado de violencia sexual contra las mujeres indígenas. Por otro lado, la cultura de lo mestizo ha servido también para invisibilizar a los pueblos originarios hasta la actualidad, puesto que el “encuentro entre dos culturas” siempre se ha dado en condiciones asimétricas; dado que las diversas repúblicas americanas han continuado hasta el presente con la tradición colonial de mantener a sus pueblos originarios en situación subalterna.
Hasta ahora en nuestro relato hemos hablado de víctimas y victimarios. Pero no podemos ver a los pueblos originarios de América simplemente como testigos impasibles de un destino inexorable. Con la conquista comenzó la resistencia indígena, que fue una constante durante todo el periodo colonial (y más allá): desde Guaicaipuro a Túpac Amaru, pasando por la gesta de los Mapuches. De hecho, el que algunos de estos pueblos hayan resistido y conservado su cultura ancestral hasta nuestros días (en sí mismo un ejemplo de resiliencia para todo el género humano) debería hacernos a los españoles meditar seriamente sobre como nuestras acciones del pasado repercuten hasta el presente (un presente en el que las multinacionales españolas siguen depredando sobre América Latina).
Si no usamos la historia como fuente para memes o para arrojar argumentos falaces a nuestros adversarios políticos, nos daremos cuentas de que es un proceso vivo, en el que se unen orgánicamente los tiempos pasados, presentes y futuros. El siglo XVI es un periodo de gran relevancia no solo para la historia de España y América Latina, si no también para el conjunto de Europa y el mundo entero. La Monarquía hispánica jugo un papel de primer orden en aquel siglo crucial para la configuración del sistema-mundo capitalista en el que vivimos. Este es un periodo especialmente complejo y contradictorio de nuestra historia: en el que se combina la creación de un imperio ultramarino a costa de los pueblos amerindios con la innovación del Estado moderno, el humanismo con la intolerancia, la violencia inusitada de las conquistas con el esplendor artístico, el cénit de la Monarquía con los inicios de la decadencia… en definitiva un periodo al que debemos acercarnos sin demagogias y con una mentalidad abiertaiii.
En perspectiva histórica, esta muy claro que España ha ganado bastante más que América Latina del periodo colonial; aunque solo fuese por que gracias a la extensión del castellano por el Nuevo Mundo, nuestro país puede gozar en la actualidad de una destacada proyección internacional. Por tanto desde España haríamos bien en no poner el foco en los elementos de hipocresía y oportunismo en la propuesta de López Obrador, sino más bien en la altanería neocolonialista con la que gran parte de nuestra clase política despacha los asuntos relacionados con América Latina.
Jorge Sancho, Licenciado en Historia.
Madrid. 01-04-2019.
ii Para empezar a hacerse una idea de todo lo que se perdió con la conquista recomiendo la obra divulgativa de Charles C. Mann, “1491: Una nueva historia de las Américas antes de Colón”.
iii Una buena síntesis de este apasionante periodo de nuestra historia puede encontrarse en “Monarquía e Imperio” de Antonio-Miguel Bernal.

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