Spengler y el katehon
El
filósofo alemán Oswald Spengler fue, a mi entender, la gran luminaria
del siglo XX. Más allá de algún exceso, sobre todo en el terreno de sus
analogías y licencias poéticas, y más allá de su alergia al racionalismo
y al pensar sistemático, éste hombre fue, por encima de todas las
cosas, un profeta, una mente poderosa y fina, una luz de larga mirada
prospectiva.
Hace un siglo publicó La Decadencia de Occidente [Der Untergang des Abendlandes]. El propio título, la polisemia (sobre todo para un hispanohablante) del término Untergang,
su propia concepción originalísima, esto es, que la Historia posee una
morfología, léase, que ella es un paisaje de culturas y civilizaciones
antes que un fluido de aconteceres susceptibles de ser "explicados" por
leyes… todo esto y mucho más hizo que su libro estuviera destinado al
éxito y que, a favor o en contra, cerrilmente o de manera pausada, todo
el mundo hablara de él. Spengler es, como su compatriota Schopenhauer,
autor de "un solo libro".
Es cierto que dejó publicados más
textos, ninguno de ellos exento de chispa, intuición, sustancia de
interés histórico, político, sociológico, metafísico. Pero Der Untergang des Abendlandes es su catedral, su Magnum Opus, su cima, de forma parecida a como El Mundo como Voluntad y Representación
fue la tarjeta única de entrada en el Olimpo del pensamiento para don
Arturo Schopenhauer. En este dato, el de ser autores de un único gran
libro, y no en su supuesto pesimismo, es donde yo cifraría el parentesco
de los dos pensadores, don Oswaldo y don Arturo. No creo que exista
verdadero pesimismo –al menos en Spengler– cuando el autor nos dice que
este derrumbe y disolución (Untergang) es un proceso tan ajeno a
nuestros sentimientos y anhelos como pueda serlo -a la galaxia entera-
la evaporación de una gotita del arroyo o el lento fluir de una capa
tectónica.
Tal mirada "cósmica" y más que "cósmica", cuasi
teísta, con la que el filósofo de la Historia quiere situarse lejos, con
vistas a despojar de antropomorfismo el curso inexorable de los acontecimientos humanos,
recuerda no poco a los precedentes no reconocidos de Spengler: Hegel o
Marx, ya miren atrás con ojos reaccionarios, ya vislumbren el futuro de
un modo progresista y revolucionario. También Hegel y Marx han adoptado
en no pocos momentos "el punto de vista de Dios" para ver lo que reyes,
súbditos, contendientes o labriegos, obreros o magnates, hacen como
sujetos incrustados en unas masas, o a la manera de hormigas atrapadas
en la miel, pegajosa sustancia metida en un tarro de cristal a punto de
caerse en añicos en el suelo. Que la Razón sigue su curso inexorable
(Hegel), o que "fuerzas sociales por encima de la voluntad humana"
(Marx) determinen a los individuos y a los grupos en sus cursos de
acción, son esquemas de pensamiento que no está muy alejados del fatum
spengleriano. Éste nos dice que la historia es la biografía de las
culturas y las culturas –no las "sociedades" o las "naciones"- son la
verdadera unidad vital cuyo decurso debe ser estudiado por el
historiador.
El hombre europeo, y en concreto, una parte
significativa y determinante de ese hombre europeo, el español, vive hoy
tiempos oscuros y de encrucijada. Hay mucha oscuridad en esta noche
para saber qué senda tomar. Algunos caminos, seguro, conducen hacia un
despeñadero cuyo fondo parece tan hondo como infernal. Otros senderos
son inciertos y llevan por divisa la palabra "muerte". Quién, si no
Spengler, reflexionó hasta el fondo sobre la muerte fatal de las
culturas. Las culturas, ya viejas y aquejadas de esclerosis, se llaman Civilizaciones.
Son éstas, las grandes civilizaciones de la Tierra, plantas marchitas y
cada vez más leñosas, casi pétreas. Y de piedra (o asfalto, hormigón,
acero) están hechas sus ciudades. Ciudades desmesuradas y altaneras,
"cosmopolitas" y "multiculturales" que, en realidad, ignoran el suelo de
donde brotaron y crecen contra las mismas raíces de las que esa
cultura, como retoño juvenil, un día brotó. Vivimos en una España y en
una Europa asfaltadas, a muchos metros por encima del humus de donde
vinieron nuestras etnias, nuestras raigambres, nuestros credos. Vivimos
daltónicos sin ver la sangre bien roja de quienes la derramaron para que
nosotros estemos aquí.
Al cadáver de nuestra España, y de nuestra cultura
hispano-europea, devenida Civilización universal, ningún partido
político le puede insuflar vida. El miedo a la balcanización de España,
el asco ante la euroburocracia de Bruselas, el horror ante la invasión
alógena, el deterioro de la familia, la peligrosidad e impunidad de los
delincuentes, la burla de nuestra Historia y de nuestras Glorias, la
injusticia económico-social, el auge de la oclocracia dentro y fuera de
los partidos… Nada de eso, por sí sólo o en sinergia, puede ya formar
detonantes de la preocupación colectiva para formar un "katehon", un
movimiento de resistencia ante la disolución. España sola ya no puede
resolver estos problemas. Hace falta un movimiento resistente y
contrario a la decadencia a ambos lados del Atlántico, orillas del
océano donde aún poseemos hermanos: América y Europa. Una "derechita"
llena de complejos y que juega a ganar escaños y concejalías ya no nos
vale. En realidad no nos sirve ni la izquierda ni la derecha. Todo el
tingladillo de 1978 no sirve de nada ya, ni un chavo. Hace falta un gran
muro de contención popular y una savia nueva y rabiosa. La noche es muy
oscura. Es el momento pre-cesarista que profetizaba Spengler. Son las
tinieblas que se te meten –frías– hasta en el hondón del alma, donde
todo se confunde, en un cieno donde hasta la hez se traga con gusto y
hace falta poseer, justo entonces, un faro en el cerebro y ver bien las
cosas por dentro.
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