La necesaria y urgente revolución democrática
El movimiento transformador del sistema
económico, político y social presente en el mundo occidental más
importante que existió en el siglo XX fue el socialismo, tanto en su
versión leninista (en los países en vías de desarrollo), como en su
versión socialdemócrata (más dominante en los países capitalistas
desarrollados). En contra de lo que se anuncia en los mayores medios de
comunicación y en los fórums conservadores y neoliberales, la
experiencia empírica existente muestra que, a pesar de sus errores, la
humanidad entró en el siglo XXI con mayor bienestar del que hubiera
tenido si no hubiera existido el socialismo (ver mi artículo “¿Ha
fracasado el socialismo?”, Público, 22.09.14). La estrategia
socialista tenía como objetivo conseguir la eliminación de la
explotación, predominantemente de clase social, por parte de los
propietarios y gestores de los principales medios de producción. De ahí
que una demanda central de esta estrategia transformadora fuera la
nacionalización de tales medios. El agente social eje de este proyecto
era el movimiento obrero, y sus instrumentos y partidos políticos. Ni
que decir tiene que la aparición de estos partidos en el panorama
político despertó una enorme hostilidad, incluyendo la brutal represión
por parte de los poderes económicos y financieros y de la clase social
que controlaban aquellos medios de producción, y que dominaban o
ejercían una enorme influencia sobre los Estados en donde dichos medios
estaban ubicados.
Las luchas de los movimientos obreros,
aliados con otras fuerzas y movimientos sociales, consiguieron una
notable mejora del bienestar de las poblaciones a nivel mundial. Y los
datos están ahí para el que quiera verlo. Europa, por ejemplo, no
hubiera alcanzado el grado de bienestar que tenía a finales del siglo XX
sin que hubiera existido el socialismo en su seno. En realidad, su
propio éxito determinó, a partir de los años ochenta, una respuesta –una
contrarrevolución del mundo del capital- que se caracterizó por un
intento (que ha sido exitoso) de reducción, cuando no eliminación, de
los derechos sociales, laborales y políticos que se habían conseguido
durante la mayor parte del siglo XX. Esta reducción se realizó a base de
imponer, a partir de los años ochenta, las políticas neoliberales,
siendo el neoliberalismo el proyecto generado y promovido por el
capital.
Estas políticas neoliberales han llevado
a una situación de enorme concentración de la riqueza y de las rentas,
que ha tenido como consecuencia el deterioro de la democracia como
resultado de la enorme influencia sobre el Estado de los beneficiarios
de dicha concentración. Nunca antes había existido en el sistema
democrático europeo tal grado de influencia política por parte de los
poderes financieros y económicos, que prácticamente controlan el Estado y
las instancias supranacionales, como las instituciones que gobiernan
Europa (el Consejo Europeo, la Comisión Europea, el Banco Central
Europeo y el Parlamento Europeo).
El porqué de la exigencia de una revolución democrática ahora y no antes
De ahí que haya aparecido ahora, y no
antes, la demanda y la exigencia de una democracia real, demanda que
tiene como objetivo la participación de la ciudadanía en el gobierno de
la sociedad, tanto en las instituciones políticas como en las
económicas, financieras y mediáticas. Esta demanda, centrada de momento
en la esfera política, de exigir democracia, es una demanda
auténticamente revolucionaria, es decir, que se enfrenta directamente
con las estructuras de poder, cuestionando su permanencia y existencia. Hoy,
exigir que cada ciudadano tenga el mismo poder de decisión y de
gobernar el país, a través de formas de participación tanto directa
(como referéndums basados en el derecho a decidir) como indirecta (a
través de la vía representativa), es una demanda auténticamente
revolucionaria. No es ya la nacionalización de los medios de
producción, sino la exigencia de que exista una democracia real, lo que
crea pánico en los establishments de estos países, como lo muestra muy
claramente el caso de España. La Transición, que, como documenté hace ya
años (ver Bienestar insuficiente, democracia incompleta. Sobre lo que no se habla en nuestro país,
2002), distó mucho de ser modélica, no significó una ruptura con el
Estado dictatorial, sino una modificación (resultado, predominantemente,
de la presión del movimiento obrero) para permitir elementos y
componentes democráticos en ese Estado, sujetos a enormes limitaciones. Y
entre ellas, el funcionamiento de las instituciones representativas
dentro de un contexto mediático altamente controlado por grupos
financieros y económicos que ejercen una excesiva influencia sobre el
Estado. La Transición de la dictadura a la democrática se centró en dar
mayor poder de decisión sobre todo a las élites gobernantes de los
partidos políticos, los cuales canalizaron la única democracia posible,
que era la democracia indirecta o representativa, en la que la
ciudadanía escoge (a través de un sistema escasamente proporcional,
sesgado hacia las fuerzas conservadoras) unos partidos (con escasísima
democracia interna) con aparatos que se reproducen a sí mismos y que se
aferran por todos los medios a su sillón y a sus privilegios. Así se
crearon las castas, centradas predominantemente, pero no exclusivamente,
en los partidos mayoritarios del país. Esta estructura domina no solo
la rama legislativa y ejecutiva del Estado, sino todas las ramas y
aparatos del Estado. Sus relaciones con el poder financiero y económico
son de interdependencia y complicidad, lo que determina una serie de
políticas públicas neoliberales que no tienen ningún mandato popular,
pues no estaban en sus programas electorales. Una derivada de esta
complicidad es la excesiva corrupción.
No es, pues, de extrañar, que apareciera
un movimiento de protesta de enorme importancia en el país, el
movimiento 15-M, que puso en el centro de su proyecto la denuncia de
este sistema que se autodefine como democrático. Sus eslóganes (“Lo
llaman democracia y no lo es”; “No nos representan”; “No hay pan para
tanto chorizo”) iban directamente al grano y fueron inmensamente
populares. Casi de inmediato surgió una gran simpatía hacia este
movimiento, de tal manera que hoy la mayoría de la ciudadanía española
está de acuerdo con que los gobiernos no la representan. Nunca antes,
durante el periodo democrático, el Estado había alcanzado un nivel tan
alto de descrédito y de pérdida de legitimidad, pérdida acentuada
todavía más en la aplicación de políticas públicas que carecen de
mandato popular.
La aparición de movimientos democráticos contestatarios
Es, por lo tanto, lógico y predecible
que la aparición de un movimiento político basado en la cultura y la
dinámica del 15-M, como lo es Podemos, fuera repentina, y que
este movimiento se convirtiera, en poco tiempo, en la opción preferida
por grandes sectores de la población, hartos e insatisfechos con la
situación actual, transformándose en la tercera fuerza política del
país. Ni que decir tiene que la casta política y el establishment
financiero (según el banquero Emilio Botín, recientemente fallecido, el
mayor peligro para su supervivencia era Podemos y lo que él llamaba el problema catalán),
económico y mediático del país se movilizaron enseguida, con una gran
agresividad por parte de las derechas españolistas, con la vulgaridad y
la estridencia (casi sin precedentes en Europa) que les caracterizan. La
derecha española, situada en la ultraderecha en el panorama político
europeo, carece de cultura democrática, siendo la heredera de la derecha
del régimen anterior. Su grado de corrupción (que ha contaminado a
otros partidos) es continuador del existente en el Estado dictatorial.
Lo que es lamentable es que la nueva dirección del PSOE haya añadido su
voz, refiriéndose a Podemos como “populista”, “demagógico”, “utópico”,
etc. (ver mi artículo “¿Qué es populismo?”, Público, 13.11.13).
Esta demanda de democracia aparece
también en Catalunya con el movimiento a favor del derecho a decidir
(que apoya alrededor de un 80% de la población e incluye, aunque no es
lo mismo, el derecho a la secesión, que lo apoya alrededor de un 50%),
lo que se convierte en un problema mayor cuando el Estado no permite el
ejercicio de tal derecho, pues el Estado teme, con razón, las
consecuencias de que este derecho a decidir (democracia participativa y
directa) se expandiera al resto de España. El mal llamado problema
catalán es el problema español, creado por una transición inmodélica que
dio como resultado un Estado escasamente democrático, pobre, poco
redistributivo, con escasa conciencia social (el gasto público social
por habitante continúa siendo uno de los más bajos de la Unión Europea
de los 15) e incapaz de reconocer la plurinacionalidad de España.
El mayor reto de estos nuevos
movimientos radicales, exigiendo democracia real, y los nuevos partidos
políticos es el de organizarse sin reproducir los defectos de las
organizaciones políticas actuales, estableciendo un sistema de
participación en el que sea la ciudadanía la que decida directamente (el
derecho a decidir, a través de formas de democracia directa, hoy
prácticamente inexistentes en España), relacionándolo con la de
democracia indirecta, es decir, la democracia donde el ciudadano delega a
su representante la toma de decisiones. Una fuerza política debería
reproducir en su seno el tipo de sociedad que desea. De ahí el enorme
daño de los partidos políticos, al no reflejar en su interior el tipo de
sociedad que la ciudadanía desea. Lo que hoy estamos viendo es una
oposición a la profesionalización de la política.
La respuesta a la exigencia democrática
Las medidas con las que los partidos
actuales intentan responder a esta exigencia de mayor democracia son muy
insuficientes. La introducción de primarias en los partidos políticos,
de listas abiertas y de otras reformas, son medidas necesarias, pero
enormemente insuficientes, pues no tocan otros elementos como la
financiación privada de los partidos, fuente constante de la enorme
corrupción. Pero algo incluso más preocupante es la falta de atención
-en realidad, olvido (cuando no ocultación)- al desarrollo de formas de
participación directa o democracia directa. Hoy, el derecho a decidir
debería tener un protagonismo a nivel central, autonómico y local. Y de
hecho ni se habla de ello. Es vergonzoso, y define a la Marca España,
que no se permita que el pueblo catalán sea, ni siquiera, consultado. He
vivido durante muchos años de mi exilio en EEUU, y el referéndum
vinculante es una práctica común a los niveles estatales (equivalente a
las autonomías) y locales en aquel país, incluyendo, por cierto, el
derecho a separarse del Estado federal, como ocurre con el Estado de
Texas, que tiene el derecho a la secesión si así lo deseara.
La necesidad de expandir la aplicación del proceso democrático
La democracia española no puede ser
democracia si no hay plena libertad de expresión, con derecho a ser
informados en lugar de ser persuadidos. La falta de diversidad
ideológica de los medios, claramente sesgados hacia las posturas
conservadoras y liberales, es uno de los mayores problemas democráticos
del país. La revolución democrática tiene que intervenir en la falta de
pluralidad de los medios, hoy enormemente influenciados por la banca
como consecuencia de su endeudamiento. Pero esta democracia debe ser no
solo política y mediática, sino también económica y social, dimensiones
de la democracia inexistentes en España, y que debe incluir: el sistema
de cogestión de las empresas, existente, por ejemplo, en Alemania (una
de las causas de su bajo desempleo, al potenciar a nivel de cada empresa
la distribución del tiempo del trabajo en lugar del despido); el
sistema público de crédito; la eliminación de la especulación
financiera; la extensión de los servicios públicos del Estado del
Bienestar, con una democratización de sus sistemas de decisión y
gestión; la democratización del sistema educativo y de formación; la
corrección de las desigualdades, con medidas redistributivas que
dificulten el establecimiento de una casta económica y financiera; la
eliminación de la discriminación por clase social, género, raza, lugar
de origen o edad. Esta democratización debería también afectar a las
instituciones que reciben fondos públicos, como la Iglesia y el
Ejército; y debería suponer también la democratización de los barrios,
con un mayor poder de decisión territorial por parte de las
organizaciones sociales y civiles (que deberían poder participar
mediante medidas de democracia directa); la utilización masiva de
referéndums vinculantes a todos los niveles del Estado, y así un largo
etcétera. Esta es la nueva revolución (exigiendo democracia) que
caracterizará el siglo XXI en España.
Una última observación. Alcanzar estas
medidas exigirá todo tipo de medidas de presión, incluyendo la
desobediencia civil. Hoy EEUU no tendría un Presidente negro si no
hubiera habido una mujer negra que se opuso a la ley que le obligaba a
sentarse en la parte de atrás del autobús. Y los sindicatos no
existirían si no hubieran desobedecido las leyes antisindicales. La
jornada laboral no se limitaría a 8 horas si los obreros de Chicago no
hubieran desobedecido las leyes. En realidad, la desobediencia civil es
el motor de la democracia. Frente a ello habrá una enorme represión, no
solo política, sino económica. La mayor medida represiva hoy en España
es el desempleo y la bajada de los salarios, pues atemorizan a la
mayoría de la población, que es la que trabaja.
Pero he vivido suficientes años y en
suficientes países para garantizar a la gente joven (de todas las
edades) que si la mayoría de la población se moviliza puede alcanzar
esta democracia. He vivido en muchísimos países para poder atestiguar
que si la población explotada se moviliza (y hoy la población explotada
por habérsele privado de la democracia es la mayoría) puede alcanzar lo
que desea.
Vicenç Navarro. Catedrático de Ciencias Políticas y Políticas Públicas. Universidad Pompeu Fabra
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