Qué es y qué quiere el antidesarrollismo
Por Miguel Amorós
El
antidesarrollismo por un lado sale del balance crítico del periodo que
se cierra con el fracaso del viejo movimiento obrero autónomo y con la
reestructuración global del capitalismo; nace pues entre los años
setenta y ochenta del siglo XX. Por otro lado, se manifiesta tanto en el
incipiente intento de ruralización de entonces como en los estallidos
populares contra la permanencia de fábricas contaminantes en los núcleos
urbanos y contra la construcción de centrales nucleares,
urbanizaciones, autopistas y pantanos. A la vez, es un análisis teórico
de las nuevas condiciones sociales auspiciadas por la ideología del
progreso y el desarrollismo capitalista, y una lucha contra sus
consecuencias. Es pues un pensamiento crítico y una práctica antagonista
nacidos de los conflictos provocados por el desarrollo en la fase
última del régimen capitalista, la que corresponde a la fusión de la
economía y la política, del Capital y el Estado, de la industria y la
vida. En resumen, la que corresponde a la sociedad de masas.
A
causa de su novedad, y también por la extensión de la sumisión y la
resignación entre las masas desclasadas, reflexión y combate no siempre
van de la mano; una postula objetivos que el otro no siempre quiere
asumir: el pensamiento antidesarrollista formula intereses generales y
pugna por una estrategia global de confrontación, mientras que la lucha a
menudo no sobrepasa el horizonte local o sectorial y se reduce a
tacticismo, lo que solamente beneficia a la dominación y a sus
partidarios. Esa separación es responsable de que la lucha se oriente
hacía una modificación de las condiciones capitalistas, no hacia un
anticapitalismo. Los medios contradicen a los fines porque as fuerzas
movilizadas casi nunca son conscientes de su tarea histórica, mientras
que la lucidez de la crítica tampoco consigue iluminar siempre las
movilizaciones.
El
mercado mundial transforma la sociedad continuamente de acuerdo con sus
necesidades y sus deseos. El dominio formal de la economía en la antigua
sociedad de clases se transforma en dominio real y total en la moderna
sociedad tecnológica de masas. Los trabajadores masificados ahora son
ante todo consumidores. La principal actividad económica no es
industrial, sino administrativa y logística (terciaria). La principal
fuerza productiva no es el trabajo, sino la tecnología. En cambio, los
asalariados son la principal fuerza de consumo. La tecnología, la
burocracia y el consumo son los tres pilares del actual desarrollo. El
mundo de la mercancía ha dejado de ser autogestionable. Es imposible de
humanizar: primero hay que desmontarlo.
Absolutamente
todas las relaciones de los seres humanos entre sí o con la naturaleza
no son directas, sino que se hallan mediatizadas por cosas, o mejor, por
imágenes asociadas a cosas. Una estructura separada, el Estado,
controla y regula esa mediación. Así pues, el espacio social y la vida
que alberga se modelan según las leyes de la mercancía, la tecnología,
la burocracia y el espectáculo, particularmente las relativas a la
circulación, el control y la seguridad, originando todo un conjunto de
divisiones sociales: entre urbanitas y rurales, dirigentes y dirigidos,
ricos y pobres, incluidos y excluidos, veloces y lentos, conectados y
desenganchados, vigilantes y vigilados, etc. El territorio, libre de
agricultores, es reordenado según las nuevas necesidades de la economía,
convirtiéndose en una reserva de espacio urbano, en una nueva fuente de
recursos (una nueva fuente de capitales), un decorado y un soporte de
macroinfraestructuras (un elemento estratégico de la circulación). Esta
fragmentación espacial junto con las divisiones sociales que la
acompañan aparece hoy en forma de una crisis global que presenta
diversos aspectos, todos ellos interrelacionados: demográficos,
políticos, económicos, culturales, ecológicos, territoriales, sociales…
El capitalismo ha rebasado sus límites estructurales, o dicho de otra
manera, ha tocado techo.
La
crisis múltiple del nuevo capitalismo es fruto de dos clases de
contradicciones: las internas, que son causa de las divisiones aludidas y
de fuertes desigualdades sociales; y las externas, responsables de la
contaminación, del cambio climático, del agotamiento de recursos y de la
destrucción del territorio. Las primeras no sobresalen del ámbito
capitalista donde quedan disimuladas como problemas culturales,
laborales, asuntos crediticios o déficit parlamentario. Las luchas
sindicales, nacionales y políticas que les corresponden jamás plantean
salirse del cuadro que enmarca al orden establecido; menos todavía se
oponen a su lógica. Las segundas rebasan el área capitalista, revelando
la naturaleza terrorista de la economía, por lo que apenas pueden
camuflarse como problemas ambientales, ecológicos o agrarios: las
contradicciones principales son pues las externas, bien producidas por
el choque entre la finitud de los recursos planetarios y la demanda
infinita que exige el desarrollo, bien por el choque entre las
limitaciones que impone la devastación y la destrucción ilimitada a la
que obliga el crecimiento continuo. La autodefensa ante el terrorismo de
la mercancía y del Estado se manifiesta tanto como lucha urbana que
rechaza la industrialización del vivir –o sea, como anticonsumismo–, que
como defensa del territorio negando la industrialización del espacio.
Los representantes de la dominación, si no pueden integrar ambas luchas
bajo el ropaje de oposición “verde” y ciudadana, respetuosa con sus
reglas de juego, la presentarán como un problema minoritario de orden
público, para poder así reprimirlas y aplastarlas.
En
un momento en que la cuestión social tiende a presentarse más
nítidamente como cuestión territorial y un sujeto histórico tiende a
constituirse como comunidad vecinal, sólo la perspectiva
antidesarrollista es capaz de plantearla correctamente. De hecho, la
crítica del desarrollismo es la crítica social tal como ahora existe;
ninguna otra es verdaderamente anticapitalista, puesto que ninguna
cuestiona la abundancia, el crecimiento o el progreso, los viejos dogmas
que la burguesía traspasó al proletariado. Al revisar el papel de la
resistencia y creatividad campesina en la historia, proporciona, en
nombre de la Razón, una teoría histórica radicalmente antiprogresista:
la historia se ralentiza con el desarrollo del Estado y no al contrario;
los tiempos intensos transcurren en los años oscuros. Las grandes
masacres de campesinos respondieron a los intentos por parte del Poder
constituido de resistir a la historia, es decir, la memoria de abajo, y
convertirla en conocimiento codificado del pasado muerto. Por otro lado,
las luchas en defensa y por la preservación del territorio, mediante la
segregación revolucionaria y la reordenación comunitaria del espacio,
al sabotear el desarrollo económico y la burocratización política, hacen
que el orden de la clase dominante se tambalee: en la medida en que
consigan conformar un sujeto colectivo anticapitalista esas luchas no
serán más que la lucha de clases moderna.
La
conciencia social anticapitalista se desprende de la unión de la
crítica y la lucha, es decir, de la teoría y la práctica. La crítica
separada de la lucha deviene ideología (falsa conciencia); la lucha
separada de la crítica deviene aventurerismo, vanguardismo o reformismo
(falsa oposición). La ideología propugna a menudo un retorno imposible
al pasado, lo cual proporciona una excelente coartada a la inactividad
(o a la actividad virtual, que es lo mismo), aunque la forma más
habitual de la misma sea desde el área económica marginal, el
cooperativismo subvencionado o las redes consumistas –la llamada
economía social; y desde el área política, el ciudadanismo (o populismo a
la europea). La verdadera función de la praxis ideológica es gestionar
el desastre. Tanto la ideología como el reformismo que es su necesaria
secuela, separan la economía de la política para así proponer soluciones
dentro del sistema dominante, bien sea en un campo o en el otro. Y ya
que los cambios han de derivar de la aplicación de fórmulas económicas,
jurídicas o políticas que desarrollen burocracias en los campos
correspondientes, el reformismo niega la acción, que sustituye con
sucedáneos lúdicos, convivenciales y simbólicos. Huye de un
enfrentamiento real, puesto que quiere a toda costa compatibilizar su
práctica con la dominación, o al menos aprovechar sus lagunas y
resquicios para subsistir y coexistir. Quiere gestionar espacios
aislados y administrar la catástrofe, no suprimirla.
La
unión arriba mencionada entre la crítica y la lucha proporciona al
antidesarrollismo una ventaja que no posee ninguna ideología: saber todo
lo que quiere y conoce el instrumento necesario para ir a por ello.
Puede presentar de modo realista y creíble una teoría unitaria de la
historia, de la crisis y del sujeto, a la vez que los trazos principales
de un modelo alternativo de sociedad, sociedad que se hará palpable tan
pronto como se supere el nivel tacticista de las plataformas,
asociaciones y asambleas, y se pase el nivel estratégico de las
comunidades combatientes. O sea, tan pronto como los medios empleados se
adecuen a objetivos finales; en fin, tan pronto como la fractura social
pueda expresarse en todo el sentido con un “nosotros” frente a “ellos”.
Los de abajo contra los de arriba.
Las
crisis provocadas por las huidas hacia adelante del capitalismo no
hacen sino afirmar a contrario la pertinencia del mensaje
antidesarrollista. Los productos de la actividad humana –la mercancía,
la ciencia, la tecnología, el Estado, las conurbaciones– se han
complicado, independizándose de la sociedad e irguiéndose contra ella.
La humanidad ha sido esclavizada por sus propias creaciones
incontroladas. En particular, la destrucción del territorio debido a la
urbanización cancerosa se revela hoy como destrucción de la sociedad
misma y de los individuos que la componen. El desarrollo, tal como un
dios Jano, tiene dos caras: ahora, las consecuencias iniciales de la
crisis energética y del cambio climático, al ilustrar la extrema
dependencia e ignorancia del vecindario urbano, nos muestran la cara que
permanecía escondida. El estancamiento de la producción gasística y
petrolera, anuncian un futuro donde el precio de la energía será cada
vez más alto, lo que encarecerá el transporte, acarreará crisis
alimentarias (acentuadas todavía más por el calentamiento global) y
causará colapsos productivos. A medio plazo las metrópolis serán
totalmente inviables y sus habitantes se encontrarán en la tesitura de
escoger entre rehacer su mundo de otro modo o desaparecer entre las
ruinas las megalópolis.
El
antidesarrollismo quiere que la descomposición inevitable de la
civilización capitalista desemboque en un periodo de desmantelamiento de
industrias e infraestructuras, de ruralización y de descentralización,
de descapitalización y desestatización, o dicho de otra manera, que
inicie una etapa de transición hacia una sociedad justa, igualitaria,
equilibrada y libre, y no un caos social de dictaduras y guerras. Con
tal augusto fin, el antidesarrollismo trata de que estén disponibles las
suficientes armas teóricas y prácticas para que puedan aprovecharlas
los nuevos colectivos y comunidades rebeldes, germen de una civilización
distinta, liberada del patriarcado, de la industria, del capital y del
Estado.
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