domingo, 9 de abril de 2017

Miseria y sublimación de la diplomacia


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Miseria y sublimación de la diplomacia

 

 

La diplomacia es, por definición, la sublimación de la hipocresía, la institucionalización de la falsedad, el triunfo de las formas sobre los sentimientos y procederes humanos más genuinos. Este es uno de los motivos por los que el profesor Samuel Moncada será eternamente despreciado por la herrumbre conservadora de Venezuela y el mundo: el profesor ha asumido que no está en la OEA para caerle bien a nadie sino para defender a su país como puede.
Que vaya constando algo: las decisiones que toman esos organismos nada tiene que ver con los debates que uno ve por televisión, así que por muy brillante, acertado, enfático o errático que sea un embajador durante una sesión ya las decisiones han sido tomadas a la sombra, tras bastidores, en la pretendida clandestinidad de las comunicaciones de pasillo y en los cenáculos y acomodos del ajedrez internacional. Por muy elocuente que sea Moncada y por mucho que lo asista la razón jurídica o histórica, los gobiernos putrefactos de México, Brasil y Argentina nunca apoyarán en nada a la Venezuela revolucionaria. Las normas internas de la OEA fueron violentadas por ese puñado de excelentísimos embajadores. Ajá, ¿y? Las normas no importan cuando estamos en el reino de las formas y en el reino de las decisiones que tome Estados Unidos.
Los intereses de un país son lo suficientemente importantes para sacrificar a un equipo de gente (los diplomáticos) y encomendarle la misión de hacer el ridículo, con tal de garantizarle al país su presencia y su sobrevivencia formal en esa especie de farándula llamada "la comunidad de las naciones" (así llaman también a ese club de viejos verdes y apátridas que es la diplomacia mundial). Pero esto no hay que perderlo de vista: el mundillo llamado diplomacia y sus coreografías formales son un sistema impuesto por las potencias y por la aristocracia internacional. Una vez metidos en ese sistema, los representantes de los países pobres deben parecer franceses o ingleses, bajo riesgo de fracasar en las relaciones internacionales.
¿Es necesaria e importante la diplomacia? Lo es, porque los países necesitan cancilleres, voceros y representantes que hablen en nombre de sus pueblos y sus gobiernos. Lo trágico es que los países son representados de hecho, desde hace mucho tiempo, por un montón de viejos amanerados que traicionaron a sus países para convertirse en cortesanos y en miembros de una cofradía de burgueses inmundos.
Los "fracasos" de la diplomacia venezolana y los murmullos y reacciones escandalizadas que suele levantar en este tiempo se deben a que ya casi no tenemos en el servicio exterior a diplomáticos "de carrera" sino a venezolanos que conocen a Venezuela y saben más de historia y de política que de modales y acartonamientos. Un diplomático venezolano que parezca venezolano es una equivocación, un desperfecto, una provocación imperdonable para la "comunidad de naciones". Diplomático "serio" es uno que se mimetiza entre los europeos hasta el punto de convertirse en una caricatura de diplomático europeo. De ese artificio se valió un mamagüevo como el Milos Alcalay para rumbearse los reales del servicio exterior durante largas décadas. Nadie como él para venderse como el diplomático ideal. Porque lo es: los diplomáticos del mundo lo adoran porque logró despojarse de todo vestigio de venezolanidad para convertirse en uno de ellos. Ser diplomático equivale, en su singular código de valores, a "civilizarse", a bajar de las ramas donde vivimos el resto de los monos que no sabemos comer con cubiertos de plata porque nos pican las encías. Interesados, buscar el libro La Fiesta del Embajador, de Argenis Rodríguez.
Una cara para los periodistas y otra para la formalidad de la OEA
Yo he llegado a oír con estos sucios tímpanos que es una vergüenza para Venezuela tener de representantes a sujetos que no hablan inglés ni otro idioma que no sea la lengua malandra. Y se lo oí decir a unos vergajos que ni el castellano saben hablar. La sensación es la misma que sentí por allá en el año 87 u 88, cuando se produjo cierto escándalo e indignación nacional porque el presidente Jaime Lusinchi se llevó a su secretaria y amante Blanca Ibáñez para España, y allá fue sometido a la siguiente situación vergonzosa. Sucede que el hotel donde iban a alojarlo sólo admitía a presidentes y esposas de presidentes, así que esa mujer, la ilegítima, la barragana, la amante, quedaba por fuera. Entonces Lusinchi decidió mudarse para otro hotel con su culo. Yo apoyé y volvería a apoyar moralmente a Lusinchi en un caso como ese por una sola razón: yo en su lugar hubiera hecho lo mismo. Pero aquí una cantidad de hipócritas, tipos que con mucho gusto se cogen o les gustaría cogerse a sus secretarias, dijeron morirse de la vergüenza porque "imagínate, qué irán a pensar de nosotros en la culta Europa". A ver, ¿qué otra cosa van a pensar? ¿Que en Venezuela los hombres somos borrachos, que montamos cachos y que a las secretarias las seducen los hombres poderosos? ¿No les parece el colmo del comemierdismo y la hipocresía fingir indignación en un caso como ése? ¿A quién creen que engañan?

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El caso mexicano da la medida exacta de los niveles gloriosos que pueden alcanzar eso de la hipocresía y la inmundicia moral en el ámbito de las relaciones diplomáticas. Quien haya visto la sesión del Consejo Permanente de la OEA en el que se insultó (otra vez) a Venezuela y se entreabrieron las compuertas para una intervención, pudo haberse dado cuenta del detallazo del embajador mexicano, Luis Alfonso de Alba Góngora: ese señor de apellido y modales castizos, imperturbable serenidad, verbo preciso y sonrisa inexistente; ese señor de pelo entrecano y una modulación tan correcta del castellano que las palabras casi se confundían con la corbata; ese caballero que bien pudo haber sido sacado de un libro del siglo de oro español o del alcanforado escaparate de ébano donde Margaret Thatcher guardaba sus límpidas pantaletas: ese coñísimo de su recontraputa madre es el representante de un gobierno que se ha aliado con el narcotráfico, no tanto para despachar droga sino para asesinar a militantes y a personas que le resultan incómodas.
Pues sí, el digno representante de ese país asediado desde el poder por una casta de asesinos, juzgó y sentenció a Venezuela sin que se le alterara la voz. Ah, y le pidió a Samuel Moncada que por favor cuidara el lenguaje. A ese bobo ilustre, a ese comemierda incapaz de decir una grosería ni de cagar para no tener que limpiarse, lo respetan y alaban de manera torrencial por sus dotes como diplomático. Por supuesto: un tipo que ya representaba al México del PRI tiene que ser una vaina arrecha en materia de falsedad y disfrazamiento.
El otro momento interesante de la puesta en escena del 3 de abril tuvo lugar cuando Samuel Moncada se descargaba a la representante de Argentina, quien en rueda de prensa informó que Argentina pensaba proponerle a la OEA un tutelaje internacional (intervención de un país incapaz de gobernarse a sí mismo) para Venezuela. Al momento, un diplomático de la delegación argentina intervino para decir, con todas sus letras: "No vinimos a discutir lo que dijo la embajadora en una rueda de prensa, lo importante es lo que estamos discutiendo aquí".
Ni más ni menos: una cara para los periodistas y otra para la formalidad de la OEA. Pero en el fondo, la misma criatura infecta sublimada por el culto al diplomático de carrera: el cortesano, jalabolas y lameculos profesional.

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