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A lo largo de la historia todo buen propagandista ha
tenido muy en cuenta la música como un elemento de manipulación
emocional de primer nivel. No hay conexión más directa con la esfera de
lo íntimo que la música.
Durante todo este año se conmemora en Alemania el
aniversario de un hecho dudoso históricamente tal y como se cuenta, pero
que cambiaría –sucediese como sucediese– el sentido de la Historia de
una manera determinante: la promulgación de las noventa y cinco tesis de
Martín Lutero (1483-1546) en la puerta de la Schlosskirche de
Wittenberg, en Sajonia, el 31 de octubre de 1517. Nos informan las
crónicas de que, con motivo de esta celebración, el merchandasing en torno a Lutero ha proliferado: camisetas, tazas, un click de Playmobil que lo representa; incluso se han creado especialidades gastronómicas, como un pan de jengibre con su nombre o la Lutherburguer.
Un delirio consumista que cierra un círculo perfecto en torno a lo que
representa la figura del impulsor de la Reforma protestante.
A principios del siglo XX, el sociólogo Max Weber escribió su obra ya canónica La ética protestante y el espíritu del capitalismo,
en la que planteaba una controvertida teoría: al margen de hechos
puntuales –históricos, políticos, geográficos–, lo que conforma los
grandes bloques estructurales de la historia son los cambios en las
mentalidades, entendidas como conglomerados de ideas morales, éticas e
ideológicas. De todos los conceptos del protestantismo que analiza
Weber, hay uno que me parece especialmente interesante y que es el de
profesión (en alemán, beruf). Es una palabra que aúna dos
conceptos diferentes, y que no encuentra correlato en nuestra lengua ni
en nuestra mentalidad. Por una parte, se trata de la especialidad
laboral que uno escoge en la vida para subsistir, pero además representa
la de forma de alabanza y devoción a Dios de la ciudadanía seglar. El
ascetismo no es cuestión de rezos y piedad, sino algo que demostrar a
diario por medio del trabajo. Esta valoración de lo que significa el
empleo, llevada al extremo a lo largo de los siglos, ha dado cabida
ideológica a las manifestaciones más brutales del capitalismo, ya que
reviste de un barniz ético tanto al que amasa fortunas como al que es
explotado por el que las amasa.
En lo que se refiere a la música, si tuviésemos que
encontrar en nuestra cultura popular un correlato de Martín Lutero, me
atrevería a decir que sería el protagonista de Mad Men, Don Draper. La principal virtud como teólogo de Lutero fue la de haber sido un publicista avant la lettre. Nociones como la de la honestidad en la venta de indulgencias, el concepto beruf
que he comentado, y el resto de presupuestos éticos y morales de la
Reforma protestante no hubiesen conseguido calar tanto en la sociedad
del norte de Europa, y por extensión en todo el mundo anglosajón
posteriormente, si no hubiese venido acompañado de un aparato de
propaganda amable, casi subliminal, digno de cualquier final de
temporada de Mad Men.
El personaje de Don Draper se nos presenta como el adalid
de un retorcido pero coherente y personalísimo código ético, como un
antihéroe que cuando la situación lo requiere se convierte en el
superhéroe que es capaz de las más admirables hazañas, y sobre todo, en
un hombre que, a pesar de sí mismo, es capaz de adaptar su idiosincrasia
un tanto anticuada a los tiempos que le toca vivir en aquellos
apasionantes años 60 en Estados Unidos.
En este sentido, y del mismo modo que Draper se ve forzado
a hacer atractivas a la masa consumidora americana marcas como Lucky
Strike, Heinz, American Airlines, Kodak, fuesen o no controvertidas,
Martín Lutero tuvo ante sí el enorme reto –en parte porque partía de su
propio empeño personal– de seducir con su mensaje a una nueva comunidad
de feligreses. Del mismo modo que Don Draper escondía un pasado oculto y
algo turbio, en los primeros años de su Reforma, Lutero tuvo que cargar
con estigmas sociales como los de la excomunión de la Iglesia católica.
La estrategia previa fundamental para lograr la atención
de la población fue la traducción de la Biblia al alemán. Sin embargo,
no fue hasta que consiguió que la Palabra traducida se encarnara en
música cuando encontró el medio perfecto de expresión y participación
colectiva de la fe: el coral protestante. Se trata de la armoniosa y
simplísima fusión de texto y música, con un grado de perfección
probablemente nunca más conseguido. El coral era una forma de integrar
emocionalmente al feligrés en la liturgia, otorgándole el protagonismo
de su fe. En realidad, los corales son jingles publicitarios, los primeros de la historia: pegadizos, directos, sencillos de memorizar.
Lutero era buen compositor, y sobre todo tenía una
habilidad especial para que la prosodia y la música se complementaran de
manera perfecta. Hay controversia musicológica sobre su autoría de
todos o algunos de los primeros corales reformistas. De hecho, parece
que Johann Walter (1496-1570) fue un colaborador bastante fiel a Lutero
en esta tarea. Pero desde un punto de vista estructural me parece mucho
más interesante señalar que, para su propósito de conceder al creyente
el protagonismo, en oposición a la performance deus ex machina
que supone la eucaristía católica, Lutero empleara diversas estrategias.
Para empezar, partió de melodías gregorianas y populares preexistentes,
lo que facilitaba una predisposición emocional hacia ellas, puesto que
ya sonaban. A estas melodías, mediante la técnica del contrafactum,
les insertaba los nuevos textos alemanes, modificando mínimamente o
nada la estructura musical, y consiguiendo un resultado lo
suficientemente expresivo para que una persona sin formación musical
pudiese asimilarlo con facilidad.
Otra de las obsesiones de Lutero, también asociada con la
propaganda, fue la educación musical en las escuelas. Prestar atención a
la música en la formación básica de los individuos contribuyó, de una
manera utilitaria, a que los mensajes de los corales fuesen mejor
asimilados. Pero, de una manera indirecta, mediante la formación musical
de generaciones y generaciones, dio lugar al sector de población mejor
educado musicalmente de la humanidad. No es casualidad que la
musicología como disciplina, aunque naciese en Austria, anexionase por
afinidad lingüística toda la música alemana, y haya dedicado gran parte
de sus esfuerzos a consagrar a los compositores de esta región como el
único epicentro del canon, convirtiéndoles casi en mitos fundacionales.
La armonización a cuatro partes de los corales, durante el
Barroco, acabó de dotarlos de una perfecta musicalidad, que Bach
aprovechó con maestría en todo su ciclo de cantatas, pasiones y el
oratorio de Navidad. De esta manera los congeló estéticamente en el
espacio-tiempo del patrimonio universal y cualquier melómano no
protestante puede ser consciente de la majestuosidad de lo simple en la
estrategia publicitaria de Lutero. Como apunte histórico curioso, no es
casual que el intrépido y judío converso Félix Mendelssohn fuese la
persona que rescatase del olvido y devolviese a la historia de la música la Pasión según San Mateo en 1829 en Berlín, en un alarde de visión y de anticipación del movimiento de interpretación históricamente informada.
Al igual que en Mad Men, donde las respuestas de
las agencias rivales a las campañas de Don Draper son osadas pero nunca
tan brillantes como las suyas, la respuesta de la Iglesia católica a
Lutero con la Contrarreforma tiene este mismo sesgo perdedor. Palestrina
y Tomás Luis de Victoria son dos compositores apabullantes,
espléndidos, pero que por más que pretendieran clarificar el mensaje de
la liturgia católica, no pudieron deshacerse de decenas de figuras
retóricas y de una ampulosidad como de talla tipo brillante que nunca,
ni remotamente, podrían compararse con la sencillez eficacísima del
coral protestante. De hecho, los maestros de capilla católicos siguieron
flirteando durante siglos con la voluptuosidad musical, hasta que Pío X
en 1903, con el Motu Proprio Tra le sollecitudini,
puso coto a los excesos musicales en los templos. No fue hasta el final
del Concilio Vaticano II, en 1965, que la Iglesia Católica aceptó las
lenguas vernáculas para la misa. Nada menos que con cuatrocientos
cincuenta años de retraso respecto de la idea estructural de Lutero. La
música simple pero de calidad, en el horizonte del Vaticano, ni está, ni
se la espera.
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Carlos García de la Vega (@cgdlv)
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