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La metafísica construye sistemas de una gran
envergadura conceptual que, pretendiendo explicar la estructura de la
realidad, en el fondo no es más que una construcción ideal que reduce la
complejidad a unos pocos principios.
Esta es la crítica que desde hace ya unas centurias se
le hace a esta disciplina filosófica, la enmienda a la totalidad que
rápidamente uno debe afrontar cuando empieza a plantearse preguntas de
envergadura existencial. Conviene acotar sin embargo que hay tantas
metafísicas como sistemas ideológicos se quiera reconocer. Hay
metafísica idealista (la que establece un mundo de las ideas eterno e
inmutable más allá de la realidad física) o teísta (que sitúa a Dios
como explicación primera y última de la trama de la vida), que es lo que
pone en duda esta crítica, pero también materialista (la que postula
que la materia es la verdadera realidad) o positivista (la que estipula
que solo lo verificado sensorialmente es susceptible de ser considerado
como conocimiento).
En cualquier caso, frente a la nebulosa metafísica, la
política se ha reivindicado como lo que repercute directamente en la
vida fáctica de las personas. Pero aun así muchos de los conceptos
modernos de la política tienen una matriz metafísico-teológica
innegable, como sucede con el concepto de soberanía. La Epístola a los
Romanos en su capítulo 13 lo dejaba claro: "Sométanse todos a las
autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios,
y las que existen, por Dios han sido constituidas". Con el paso de los
siglos la figura de la divinidad se difuminó hasta desaparecer y la
titularidad de la soberanía se convirtió en el bien más preciado de la
lucha política de los estado-nación europeos. La soberanía, el poder
supremo, ha pasado de los monarcas a los parlamentos, y de estos a los
pueblos y a las naciones. Se ha llevado a cabo lo que el jurista alemán
Carl Schmitt apunta en su Teología política (1922): Dios es
reemplazado por un naturalismo inmanente positivista que, secularizando
el poder divino y su separación del mundo, ha hecho del poder político
algo superlativo y trascendente al propio orden estatal, por ello,
recuerda Schmitt, el titular de la soberanía se siente con el poder de
decretar el estado de excepción.
Y no solamente el concepto de soberanía, sino incluso también la misma idea de pueblo, que resuena a la de ecclesia,
o la fe en unos gobernantes que casi funcionan a modo de guías
espirituales sacerdotales, o la voluntad de lograr la superación
definitiva de la precariedad contingente que enlaza con la esperanza
mesiánica del establecimiento del reino de Dios, dotando además a la
propia existencia de un inigualable sentido.
En el contexto que vivimos en Catalunya y en el
conjunto del Estado los elementos metafísico-teológicos que acompañan
las diferentes posiciones son palpables. A la perspectiva
independentista se la acusa de ofrecer una visión emotiva e idílica de
una Catalunya independiente y de la que sus partidarios difícilmente
ponen en duda sus postulados principales. Todo acabará bien, y aunque
las señales puedan apuntar a lo contrario, hay que mantener la fe, sobre
todo en los que lo dirigen. Algo parecido puede decirse del patriotismo
constitucional, eufemismo de otro tipo de nacionalismo, que aplicando e
interpretando un código tan relativo y revisable como es una ley pero
que a veces cobra tintes sagrados, cae en la voluntad de creer que todo
se solucionará por su propio peso, por un destino de orden y unidad
atávica que se impondrá al febril suflé hereje.
Las ideologías son necesarios horizontes de aspiración
colectiva, pero conviene no caer en la tentación voluntarista de querer
reducir la realidad a la dinámica del deseo. Apoyarse en elementos
propios de una metafísica teológica para fundamentar una determinada
acción política puede ser una estrategia que reconforte, ofrezca
(com)unidad y sentido personal, además de reportar réditos electorales.
Pero la condición relacional, contradictoria e intersubjetiva de la
política y la sociedad hace que todo lo que tiene que ver con ella tenga
que dirimirse en el terreno dialógico de las categorías humanas. Es la
gracia y desventura de la democracia, donde legalidad, legitimidad,
voluntad ciudadana y responsabilidad cívica deben conjugarse en un
difícil equilibrio siempre falible e insuficiente. Una sociedad abierta,
en el sentido de Henri Bergson y Karl Popper, que acepta la
coexistencia de alteridades, discrepancias y razones no compartidas en
el corazón mismo del propio colectivo.
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Miquel Seguró es Profesor de la UOC – Càtedra Ethos de la URL. @miquel_seguro
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