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Las elecciones presidenciales, en México y todos
lados, son plebiscitos sobre el gobierno. Los electores deciden entre si
quieren la continuidad o el cambio. Lo que sucederá aquí el próximo año
correrá por el mismo eje. En las urnas van a decidir si quieren a José
Antonio Meade, el candidato de la continuidad, o a Andrés Manuel López
Obrador o a Ricardo Anaya como las opciones de cambio. El dilema es
profundo. ¿Tiene Meade que romper con Peña Nieto? ¿Debe hacerlo?
La
experiencia indica que competir como candidato del gobierno y romper
con el gobierno, es un error. Le pasó a Josefina Vázquez Mota en 2012,
quien por no jalar los negativos del presidente Felipe Calderón, también
perdió sus positivos. Caso contrario, Alfredo del Mazo no rompió con el
gobernador Eruviel Ávila, ni repudió a su primo, el presidente Enrique
Peña Nieto, y si bien perdió más de un millón y medio de votos y se
chupó todos los negativos del Ejecutivo federal, no perdió los positivos
que le dieron el respaldo suficiente para ganar la elección. Las
tentaciones al rompimiento siempre son grandes, sobre todo cuando hay
altos negativos del presidente en turno o existen presiones para un
cambio, como es el caso de Peña Nieto y Meade. El proceso de sucesión del presidente Carlos Salinas sigue siendo un buen modelo para estudiar. Salinas construyó políticamente a Luis Donaldo Colosio y lo llevó a la candidatura presidencial. Su campaña arrancó herida por el protagonismo de Manuel Camacho, como comisionado para la paz en Chiapas, y parecía naufragar, hasta que el 6 de marzo de 1994 pronunció un discurso en el PRI, que no sólo fue interpretado como de ruptura con su mentor Salinas, sino como una probable causa de su asesinato 17 días después. Nada de eso fue real.
El discurso fue pulido como diamante por los asesores de Colosio, Samuel Palma, Cesáreo Morales y Javier Treviño –actual subsecretario de Educación–, quienes encontraron en el discurso de Martin Luther King de 1963, inmortalizado como “I have a dream”, que narraba un sueño sobre la igualdad de los negros en Estados Unidos, el ritmo y la narrativa de la alocución del candidato, quien habló de un México con hambre, sed de justicia, y gente agraviada por el “abuso de las autoridades”, que clamaban por una reforma al poder y la lucha contra las viejas prácticas y corruptelas del PRI.
Con ese discurso Colosio no rompió con Salinas, a quien en la víspera le envió el texto de lo que iba a pronunciar. El distanciamiento, en todo caso, fue pactado con Los Pinos, y le ayudó a Colosio a revigorizar su campaña y tener un segundo lanzamiento de campaña. Meade, empero, está en una situación más compleja y difícil que la que enfrentó Colosio, pero tendrá que encontrar la forma de hacer un deslinde que no signifique rompimiento, lo que se antoja muy cuesta arriba.
En términos retóricos, ¿cómo puede hablar el candidato Meade de la seguridad cuando el colapso de la estrategia tendría que adjudicárselo al secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong? Cualquier planteamiento sobre seguridad tendría que marchar sobre la crítica a lo hecho por el gobierno de Peña Nieto, que en los últimos meses ha intentado reiteradamente adjudicarle la responsabilidad primaria del incremento de la tasa de homicidios dolosos –la más alta en la historia de México– a los gobiernos estatales y municipales. Meade puede tomar ese discurso como propio y lanzarse contra los gobiernos locales, lo que tampoco sería electoralmente conveniente, porque requerirá del apoyo de los gobernadores para poder movilizar a la masa de votantes que necesita para ser competitivo ante sus adversarios.
La seguridad es, de ya, uno de los temas en las precampañas presidenciales, al cual aún no entra. El otro que ha sido esbozado por los precandidatos de oposición es el de la corrupción. Uno de los atributos de Meade es que esa mancha no parece estar impregnada en él, pero ¿cómo podrá entrar a la discusión de fondo sobre la corrupción sin tocar al gobierno de Peña Nieto para el cual trabajó? Si no es culpable de la corrupción, sí es responsable porque en sus manos tenía dos de los instrumentos más importantes para combatirla, por la calidad de información que procesaban: el Servicio de Administración Tributaria, y la Unidad de Inteligencia Financiera de la Secretaría de Hacienda. Retomar el discurso oficial de que el gobierno peñista es el que más ha hecho por luchar contra la corrupción sería un error, porque además de que el electorado no le creería, sería sujeto a una acusación de encubrimiento.
El entorno en el que se encuentra Meade es más desventajoso que el que tenía Colosio. Un elemento adicional de contraste es su calidad de ciudadano ajeno al partido, por lo cual su propio deslinde debería tener el cuidado de no lastimar a los priistas. Separarse notoriamente del PRI sería una patada adicional a la que recibieron al ratificar que no había, dentro del partido, ninguna figura con solidez para ser candidato presidencial. Es decir, incluso un rompimiento pactado no sería benéfico para Meade porque aun si ganara con votantes anti-PRI, perdería su núcleo duro, indispensable para mantener una candidatura competitiva.
No le queda más camino que admitir que es el candidato de la continuidad y encontrar en el discurso no sólo los beneficios que ello significa, sino el antídoto para no despotricar contra la inseguridad y la corrupción, que sería el equivalente a un suicidio electoral.
Twitter: @rivapa
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