Hace unos meses tuve que hacer un esfuerzo notable para
explicarle a un amigo escocés lo que en España significaba “empapelar” a
alguien, y, cuando lo comprendió, no salía de su asombro, no alcanzaba a
entender el maléfico poder de la burocracia en nuestro sistema de vida.
Si recuerdan la terrorífica historia del vecino de El Escorial (Madrid) multado con 100.000 euros por talar un fresno
enfermo en la parcela de su chalé lo comprenderán con facilidad: la
multa no era por el fresno, era por carecer de la “preceptiva
autorización”, del correspondiente papel.
No se trata de un mal de ayer, precisamente, pero hay que reconocer que en las barrocas administraciones españolas se ha progresado mucho desde el siglo XVI. No en vano hemos puesto en circulación una inaudita cantidad de leyes y decretos, de observatorios, de informes, tenemos casi una veintena de legislativos, nadie nos gana a producir disposiciones, derogaciones, estatutos, salvedades, códigos, reglamentos, adiciones, excepciones y enmiendas.
No es de extrañar que en los felices meses pasados en España con un gobierno que estaba únicamente en funciones y no podía llevar proyectos de ley al Parlamento se experimentase una mejora del ánimo ciudadano, un no sé qué de felicidad ante el aflojamiento del agobio, pero la “gobernabilidad” acabó ganando la batalla, y vuelta la burra al trigo.
En esto de “crear”, nuestros políticos y sus leales escribas no admiten comparanza que valga, póngase por caso: “se crea la Universidad de Matalascabritillas”, dice el boletín de turno, y aunque no haya un puñetero libro ni un mal laboratorio, esa universidad de papel empieza a producir frutos granados, títulos a mansalva.
El éxito mayor de esta industria cultural del papeleo ha sido convencernos de que sus efectos son salvíficos, y así avanza el empapelamiento y no decrece el entusiasmo de sus beneficiados, de forma que nuestros políticos cada vez son más entusiastas produciendo nuevo papel que finge erigir derechos, proteger a los afligidos y librarnos de diversas perversiones y engaños de la mostrenca realidad.
El papel parece servir para todo sin hacer nada que no sea sino papeles: ¿hay algo malo en la educación?, pues al parecer sí, pero ya se le ha ocurrido la solución al avispado ministro de Educación, Íñigo Méndez de Vigo, un MIR educativo, es decir, dos años rellenando papeles, para obtener otro papel que acredite que el afortunado portador tiene todos los papeles para ser buen profesor. La solución es tan buena y empapeladora que ya se la disputan los partidos, ¡enhorabuena señor ministro!
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El papeleo significa directamente el control de la Administración
Pública sobre cuanto hacemos, y, pronto, sobre cuanto pensamos, si no
nos andamos con tiento. El poder se oculta tras una montaña de papeles,
que los funcionarios se trasladan entre sí con fruición, en realidad con
la calma que requiere cualquier delectación morosa.El papeleo significa directamente el control de la Administración Pública sobre cuanto hacemos, y, pronto, sobre cuanto pensamosJosé Antonio Escudero, historiador del Derecho, cita una descripción de esta clase de trámites en la corte del llamado rey prudente: “¿En qué razón cabía el laberinto de Creta que había? Que el negociante daba su memorial a Juan Ruiz; Juan Ruiz a su Majestad o hacía relación el rey a Juan Ruiz; Juan Ruiz a Gasol; Gasol a Villela; Villela para sacar la relación; Villela a Gasol; Gasol a la Junta; la Junta a Gasol; Gasol a Juan Ruiz; Juan Ruiz a su Majestad; su Majestad a don Cristóbal de Mora; don Cristóbal a Juan Ruiz; Juan Ruiz a Gasol; Gasol a la parte. ¡Que aun para referirlo es largo, cuanto más para pasar por ello!”, una estampa que no mejoraría ni Kafka.
No se trata de un mal de ayer, precisamente, pero hay que reconocer que en las barrocas administraciones españolas se ha progresado mucho desde el siglo XVI. No en vano hemos puesto en circulación una inaudita cantidad de leyes y decretos, de observatorios, de informes, tenemos casi una veintena de legislativos, nadie nos gana a producir disposiciones, derogaciones, estatutos, salvedades, códigos, reglamentos, adiciones, excepciones y enmiendas.
No es de extrañar que en los felices meses pasados en España con un gobierno que estaba únicamente en funciones y no podía llevar proyectos de ley al Parlamento se experimentase una mejora del ánimo ciudadano, un no sé qué de felicidad ante el aflojamiento del agobio, pero la “gobernabilidad” acabó ganando la batalla, y vuelta la burra al trigo.
Este imperio del papeleo nos ha llevado a crear una metafísica original en la que la realidad se desvanece frente a los papelesEste imperio del papeleo nos ha llevado a crear una metafísica original en la que la realidad se desvanece frente a los papeles, a inventar un lenguaje inaudito, por ejemplo, los urbanistas nos habla de “creación de suelo” o de que ya “no hay suelo” en un país que hasta el más absorto puede describir como absolutamente desierto en la mayoría de sus partes, pero los magos del papel se las arreglan para que el suelo escasee, y con la escasez se disparen los precios.
En esto de “crear”, nuestros políticos y sus leales escribas no admiten comparanza que valga, póngase por caso: “se crea la Universidad de Matalascabritillas”, dice el boletín de turno, y aunque no haya un puñetero libro ni un mal laboratorio, esa universidad de papel empieza a producir frutos granados, títulos a mansalva.
El éxito mayor de esta industria cultural del papeleo ha sido convencernos de que sus efectos son salvíficos, y así avanza el empapelamiento y no decrece el entusiasmo de sus beneficiados, de forma que nuestros políticos cada vez son más entusiastas produciendo nuevo papel que finge erigir derechos, proteger a los afligidos y librarnos de diversas perversiones y engaños de la mostrenca realidad.
El papel pretende acabar con la escasa libertad de cátedra que aún nos queda, no vaya a ser que a un historiador se le ocurra decir que el General Franco ganó la Guerra CivilLes traeré a la memoria dos ejemplos bastante recientes de esos avances en España: hay una ley de memoria histórica que pretende acabar con las perniciosas mentiras del pasado, con la ocurrencia de los historiadores que se atrevan a discutir la interpretación del ayer que estos mandarines consideran de obligado cumplimiento, de forma que el Congreso está a punto de aprobar un papel en que se afirma que los gerifaltes elaborarán “un manual de estilo para el adecuado tratamiento de la información en materia de memoria histórica”, es decir que el papel pretende acabar con la escasa libertad de cátedra que aún nos queda, no vaya a ser que a un historiador se le ocurra decir que el General Franco ganó la Guerra Civil. En esto los socialistas, que lo promueven con entusiasmo, parecen seguir el ejemplo del Ingsoc orwelliano en el que se enseñaba que el partido había sido el inventor del helicóptero.
El papel parece servir para todo sin hacer nada que no sea sino papeles: ¿hay algo malo en la educación?, pues al parecer sí, pero ya se le ha ocurrido la solución al avispado ministro de Educación, Íñigo Méndez de Vigo, un MIR educativo, es decir, dos años rellenando papeles, para obtener otro papel que acredite que el afortunado portador tiene todos los papeles para ser buen profesor. La solución es tan buena y empapeladora que ya se la disputan los partidos, ¡enhorabuena señor ministro!
Ya saben lo que dice el proverbio castizo, “al amigo el favor, al enemigo el rencor y al indiferente… la legislación vigente”, es decir, el empapelamientoYa saben lo que dice el proverbio castizo, “al amigo el favor, al enemigo el rencor y al indiferente… la legislación vigente”, es decir, el empapelamiento, que es el peor de los castigos. Una parte de nuestras desgracias se aclara cayendo en la cuenta de que, de la misma manera que carecemos de conciencia fiscal, que la mayoría cree que no paga impuestos, no hemos aprendido a defendernos de esa siniestra tendencia del poder a entrometerse en cada uno de nuestros actos con la excusa de protegernos, esa tendencia a considerarnos inválidos civiles que necesitan la tutela incesante de un número insoportablemente elevado de administradores públicos.
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