Los recuerdos que acuden a nosotros bien espontánea, bien
voluntariamente no representan sino un momento vivido en el pasado. Y la
memoria, ese registro de experiencias y conocimientos aprendidos, tiene
mucho que ver con la telegrafía, con los trayectos, decía Jean-François Revel,
rememorados, evocados desde la lejanía. Dicho esto, aquí no vamos a
socavar el papel de la memoria. Ni mucho menos. Aquí sugerimos que
cuando nos imponemos la tarea de secuenciar los recuerdos en postes que
desterritorializan toda huella del ayer, las marcas del paso del tiempo
se desvanecen hasta ser irreconocibles. Lo digo porque algunas personas
sienten que la Historia es ese territorio que no admite otros territorios. Y, obsesionadas por el desenlace no querido
de la Historia, se dedican en contra de los principios de la libertad a
planificar la memoria social tratando de imponer (y sumergir al
ciudadano en) un mar de símbolos falseados cuyo fin último reside en
rescatar de los abismos del tiempo una no menos falseada colectividad
originaria, pura y primigenia. En estos vicios políticos palpita, sin
lugar a ninguna duda, la deshonestidad de acomodar la Historia a gustos y
criterios dictados por intereses espurios, ajenos al estudio y
conocimiento de la Historia.
Si la experiencia de lo vivido pasa repentinamente, ¿de dónde esa tentación por convertir lo que no está (o la censura ha hecho desaparecer) en una imagen idealizada que apenas se corresponde con lo que pasó? Este tipo de maniobras falsarias, desde luego, no es Historia, es, cuanto más, fraude y muchas mentiras, como las que propició el Primer Ministro de Irán, Mahmud Ahmadineyad al organizar a finales de 2006 en la ciudad de Teherán el congreso Revisión del Holocausto: Visión Global, congreso que con la ayuda de 150 historiadores procedentes de 30 países trataron de negar el genocidio judío.
Nos encontramos ante la elección de efemérides, convertidas -si no en un “nuevo” problema para la convivencia, cosa que en demasiados momentos desgraciadamente sucede- en proceso constituyente de la opinión pública (-da). Por supuesto, la alianza de sociedades del pensamiento –historiadores, filósofos, periodistas…- con miembros activos de la vida política alcanza límites imprevistos en el instante mismo en que esos pseudoprofesionales procuran subrayar el peso ilusorio de ciertos referentes a expensas de negar la existencia de los propios sucesos históricos. Flaco favor nos hacen esos trovadores al violar la ley de oro de Ibn Jaldún (1332-1406), de que el estudio de la Historia debe fundamentarse en el conocimiento de los hechos. Y lejos de los halagos del poder.
Ante esta dramatización impostada y en una época, la nuestra, en la que cuesta sacudirnos el estatismo que estranguló el siglo XX, pues hasta en las elecciones más privadas, como la homosexualidad o heterosexualidad, se reclama el amparo de la administración del Estado, la acción de alterar a capricho los mimbres de la identidad colectiva deviene algo normal. Pero, lo repito, este tipo de derivas no democráticas no es Historia, es dar más alas a la estructura panóptica de un Estado que aumenta las fronteras del espacio público a costa de canibalizar la Historia. Y a costa de ahogar nuestros recuerdos privados en una ortografía institucionalizada. Y nacionalista.
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La omnipotencia del sectarismo
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Aunque la Historia no es un trabajo al servicio de la política, en la
práctica la cosa varía. De hecho, abunda un sinfín de imaginarios
políticos, adulterados y diseñados para administrar y gestionar los
pilares de la memoria colectiva. El propio Manuel Azaña,
el que fuera Presidente de España durante el Gobierno provisional de la
IIª República, se quejaba de ello. Y en uno de sus relatos de Memorias escrito en 1937 observó que “una de las primeras cosas que hace en nuestro país cualquier movimiento político es cambiar el nombre de las calles. Inocente manía, que parece responder a la ilusión de borrar el pasado hasta en sus vestigios más anodinos y apoderarse del presente y del mañana”.Mahmud Ahmadineyad organizó en Teherán el congreso Revisión del Holocausto: Visión Global, en el que, con la ayuda de 150 historiadores procedentes de 30 países, trataron de negar el genocidio judío.Por supuesto, no siempre asistimos a la ceremonia de rebautizar vías públicas; en otras ocasiones se producen sucesos incluso cincuenta y un año después que van en la línea de lo analizado por Azaña, como el que protagonizó Matilde Fernández, Ministra española del Gobierno de Felipe González, que en un abrir y cerrar de ojos suprimió el recuerdo, incómodo, de un personaje abominable desguazando una réplica del despacho de Adolf Hitler, réplica que él mismo había hecho construir ex professo para la tan falangista como franquista Pilar Primo de Rivera.
Si la experiencia de lo vivido pasa repentinamente, ¿de dónde esa tentación por convertir lo que no está (o la censura ha hecho desaparecer) en una imagen idealizada que apenas se corresponde con lo que pasó? Este tipo de maniobras falsarias, desde luego, no es Historia, es, cuanto más, fraude y muchas mentiras, como las que propició el Primer Ministro de Irán, Mahmud Ahmadineyad al organizar a finales de 2006 en la ciudad de Teherán el congreso Revisión del Holocausto: Visión Global, congreso que con la ayuda de 150 historiadores procedentes de 30 países trataron de negar el genocidio judío.
La historia, presa política
Está claro que el dirigismo conlleva la vocación de enjaular el pasado en una visión doctrinaria y única del ayer amén de que, con tales triquiñuelas no solo descontextualizadoras, acabamos dando más valor al relato que al dato y, peor, convirtiendo la Historia en una romería a la carta de emociones colectivizadas.Nos encontramos ante la elección de efemérides, convertidas -si no en un “nuevo” problema para la convivencia, cosa que en demasiados momentos desgraciadamente sucede- en proceso constituyente de la opinión pública (-da). Por supuesto, la alianza de sociedades del pensamiento –historiadores, filósofos, periodistas…- con miembros activos de la vida política alcanza límites imprevistos en el instante mismo en que esos pseudoprofesionales procuran subrayar el peso ilusorio de ciertos referentes a expensas de negar la existencia de los propios sucesos históricos. Flaco favor nos hacen esos trovadores al violar la ley de oro de Ibn Jaldún (1332-1406), de que el estudio de la Historia debe fundamentarse en el conocimiento de los hechos. Y lejos de los halagos del poder.
¿Por qué caen los políticos en tanta intervención, intromisión e injerencia?, ¿por qué les gusta gobernar los hilos de la (des) memoria?Dicho esto, no es menos cierto que la Historia posee una fortísima naturaleza polémica. Lo recalco porque la Historia rara vez es fuente de unidad, y a las disputas que surgen entre especialistas por la perspectiva y metodología históricas empleadas se añaden, y no una vez, sino mil, las propias querellas y guerras que han enlodazado el pasado humano. Entonces, ¿por qué caen los políticos en tanta intervención, intromisión e injerencia?, ¿por qué les gusta gobernar los hilos de la (des) memoria? Y, por otra parte, ¿qué hacen esos votantes obedeciendo y aceptando las mitologías del dirigente de turno, cuando no, tomando como propios unos recuerdos que nunca existieron? ¿De dónde procede tanta idiocia?
Ante esta dramatización impostada y en una época, la nuestra, en la que cuesta sacudirnos el estatismo que estranguló el siglo XX, pues hasta en las elecciones más privadas, como la homosexualidad o heterosexualidad, se reclama el amparo de la administración del Estado, la acción de alterar a capricho los mimbres de la identidad colectiva deviene algo normal. Pero, lo repito, este tipo de derivas no democráticas no es Historia, es dar más alas a la estructura panóptica de un Estado que aumenta las fronteras del espacio público a costa de canibalizar la Historia. Y a costa de ahogar nuestros recuerdos privados en una ortografía institucionalizada. Y nacionalista.
Una de las vías de adoctrinamiento consiste en reglamentar los recuerdos de los demás¿Democracia en retroceso? Como ya dije, del déficit democrático a una concepción cerrada, ensimismada de la Historia apenas hay distancia. No olvidemos que una de las vías de adoctrinamiento consiste en reglamentar los recuerdos de los demás. De este modo, se pervierte la identidad personal, que se convierte en asunto de la Administración. Y así llegamos entonces a la paradoja de un pasado que no pasa, primero, porque al ser inventado no ha llegado a existir y, segundo, porque aunque hubiera pasado, el ayer rara vez puede competir con la corpulencia libre y abierta del presente.
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