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elfinanciero.com.mxVladimir Putin: ¿El nuevo zar de Rusia?
Eduardo Bautista
Los Romanov
nunca fueron una familia real promedio. No sólo por su habilidad para
gobernar durante 300 años el imperio más exitoso desde los tiempos de
los mongoles —según el historiador Simon Sebag Montefiore—, sino también
por su capacidad para tejer un drama que ni Shakespeare se hubiese
imaginado.
Parricidios, guerras,
incestos, emperatrices ninfómanas, prácticas sadomasoquistas y bacanales
con enanos fueron algunos de los deslices de esta dinastía que llegó a
controlar —a finales del siglo XIX— una sexta parte del mundo. Se
calcula que el Imperio Ruso crecía 142 metros cuadrados al día, según The Russian Empire: The Geopolitics of Expansion (1997).
Lo
que con sangre empieza, con sangre acaba. Hace exactamente un siglo,
los últimos Romanov fueron masacrados a balazos por los bolcheviques
tras varios días confinados en una vieja casa de Ekaterimburgo, donde
los antiguos miembros de la realeza fueron tratados como animales de
zoológico: alimentados con té y pan negro a la vista de un pueblo
burlón. Su espíritu, sin embargo, aún deambula por los pasillos del Kremlin…
Expertos consultados por El Financiero
observan que, igual que hace 100 años, Rusia sigue siendo el país de un
solo hombre. Las formas de gobierno del zarismo, aseguran, sobreviven
en una Rusia que aún se rige por esa máxima que a los zares tanto les
gustaba mencionar: “el éxito de la autocracia depende de la cualidad del
individuo”.
“Los Romanov fueron una de las autocracias más férreas
de la época moderna. Fue una dinastía caracterizada por su poder
despótico y su patrimonialismo, dos rasgos que se preservaron durante el
régimen soviético y prevalecen en el actual gobierno de Vladimir
Putin”, considera el historiador Carlos Illades.
El presidente de la Federación Rusa —que lleva 18 años ininterrumpidos
en el poder— nunca ha tenido empacho en decir públicamente que es
admirador de Pedro El Grande;
incluso las reformas que llevó a cabo éste las ha comparado con sus
propias acciones. Igual que Pedro, Putin se considera un “modernizador
de Rusia”. Su objetivo —ha dicho— es similar al de este zar que gobernó
de 1682 a 1721: reconciliar a Rusia con Occidente.
Si Pedro mandó cortar las barbas de los miembros de su corte para
adaptarse a la moda europea —bajo la amenaza de decapitar a quien no
obedeciera—, Putin ordena a sus alcaldes emprender “planteamientos fuera
de lo común” para acercar al pueblo ruso a otras latitudes. Si Pedro
fue el primer zar en salir de Rusia para casar a sus hijas y sobrinas
con príncipes de otras casas reales de Europa, Putin corrompe a altos
funcionarios de la FIFA para organizar el primer Mundial en la historia
de su país y, con ello, “romper los estereotipos” que tiene Occidente
sobre Rusia. Si Pedro colgó en la Plaza Roja a 200 mosqueteros
disidentes, Putin abre proceso judicial contra su principal opositor,
Alexei Navalny, y encierra a los empresarios que no se adhieren a sus
políticas proteccionistas, como Mijail Jodorovsky, ex dueño de la petrolera Yukos.
“Resulta irónico comprobar que ahora, dos siglos después de que los
Románov accedieran por fin a aprobar una ley de sucesión, los
presidentes de Rusia sigan nombrando a sus sucesores como lo hacía Pedro El Grande”, escribe Montefiore en su libro Los Romanov: 1613-1918 (2017).
El actual gobierno ruso —explica Illades— opera de una manera similar a
la dinastía Romanov: el soberano gobierna a través de pequeñas cámaras
(hoy círculos empresariales) que amasan fortunas que a su vez son
repartidas y controladas mediante prácticas clientelares y
patrimonialistas, siempre a merced de los caprichos del gobernante.
El zar del siglo XXI
Gobernar Rusia nunca ha sido fácil. En su libro Los Romanov
(2017), Montefiore observa que —a diferencia de otros países de la época
moderna— el soberano ruso debía inspirar respeto y confianza entre sus
cortesanos, pero también una veneración casi sagrada entre su pueblo: un
zar tenía que ser dictador y generalísimo; sumo sacerdote y padrecito;
líder carismático y soberano magnético.
Algo ha aprendido Putin de todo eso. Ganó las últimas elecciones con el
76 por ciento de aprobación, el mayor índice para un presidente ruso
después de la caída de la URSS. El Centro Levada concluye que el ex
agente de la KGB nunca ha gobernado con un apoyo social inferior al 61
por ciento. ¿Los motivos? “Identificación personal del ruso de a pie con
el líder”, “imagen carismática” y “héroe que lucha contra los enemigos
de Rusia en un entorno hostil”, según la encuestadora.
“La personalidad de Putin tiene muchas caras. Los rusos están contentos
con su gobierno porque les ha traído la estabilidad económica de la que
no gozaron cuando gobernó Boris Yeltzin. Antes de Putin, Rusia estaba a
la deriva. La llegada de Putin al Kremlin permitió reconstruir el
funcionamiento del país hasta convertirlo en potencia mundial. Hace unos
días, el mismo Trump aceptó que Rusia tenía tanto poder nuclear como
Estados Unidos”, explica el historiador
Enrique Semo.
Pero la democracia rusa es una democracia a medias: no se puede confiar en un país con un sistema electoral fraudulento, agrega.
Montefiore no tiene dudas: “el contrato que unía al zar con su pueblo
—escribe— era propio de una Rusia primitiva de campesinos y nobles, pero
guarda cierta semejanza con el Kremlin del siglo XXI: gloria en el
exterior y seguridad en el interior a cambio del dominio de un solo
hombre y el enriquecimiento ilícito de su séquito”.
Los aires imperiales aún soplan en Moscú.
Una familia excéntrica
Pedro I El Grande
Para ser su cercano, era menester pertenecer al Sínodo de los Locos, Bromistas Borrachos.
Las suntuosas fiestas que ofrecía
esta sociedad secreta recibían hasta 300 asistentes, quienes se
deleitaban con cantidades industriales de vodka y un circo de enanos
desnudos, una giganta finlandesa y otro francés, que más tarde fue
disecado y exhibido en la galería de curiosidades
del palacio.
Catalina II La Grande.
La
condesa Praskovia Bruce era su “catadora” de amantes. Su apetito sexual
era insaciable. Tuvo al menos una decena de abortos. Construyó una
“habitación del amor” en el Palacio de Tsárskoye Selo, donde había
juguetes sexuales de todo tipo, desde consoladores de madera hasta
muebles eróticos. Practicó la zoofilia y el sadomasoquismo.
La leyenda —jamás comprobada— cuenta que su sueño era copular con un caballo.
María, hija de Nicolás II.
Acababa
de cumplir 19 años y quería tener su primera aventura sexual. Sabía que
iba morir. Presa en una vieja casa de Ekaterimburgo con su familia, los
únicos candidatos para tal empresa eran sus guardias.
El
encuentro sucedió con Iván Skorojodov, quien le había regalado un
pastel de cumpleaños. Tras ser descubiertos en el desván por agentes
bolcheviques, él fue cesado y ella murió días después, asesinada junto a
su familia.
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