CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Las fake news –o eufemísticamente la
“posverdad”– han adquirido carta de naturalización con renovado impulso
por la socialización de internet, de sus redes sociales y de sus
buscadores, como Google, entre otros.
Se trata de mentiras disfrazadas de verdades que circulan en las redes sociales para desinformar y generar percepciones erróneas sobre lo que es cierto o no. Desde muchos años atrás he sido un ferviente defensor de la libertad de expresión hasta el límite que establecen las disposiciones constitucionales y convencionales. Esa predisposición a la libertad de expresión no deja de lado mi defensa de los derechos legítimos de terceros, particularmente cuando no hay excepciones jurídicas que justifiquen una intrusión en esa zona de la vida privada lato sensu.
Por lo demás, debe quedar claro que la libertad de expresión no es un derecho absoluto, pero puede ser un derecho preferente, siempre y cuando se trate de información de interés público; es decir, que permita ampliar el ejercicio de todo tipo de derechos o de cumplir con obligaciones legales, lo que hoy se sintetiza con el vocablo “derecho a saber” o derecho a la información, si se le quiere agregar un universo mayor del origen de informaciones y opiniones. Lo anterior, empero, no protege de ninguna forma el derecho al insulto, a la mentira disfrazada como verdad o a la mezcla de verdad con mentira, donde la mentira es el fondo y la verdad es la forma.
En su más reciente obra, El ciudadano digital (México, Océano, 2018), el reconocido jurista Ulrich Richter Morales incursiona en este tema de frontera y pone de relieve cómo los derechos de la personalidad (vida privada, honor y propia imagen) habían tenido hasta ahora un margen distinto para su ejercicio, según el tipo de medio. Si se trata de medios tradicionales o digitales plenamente identificados con dirección en México, la reivindicación de estos derechos es muy amplia. Si es el caso de Google u otras empresas trasnacionales digitales, había sido prácticamente imposible defender esas prerrogativas porque han hecho un gran esfuerzo por no obedecer las jurisdicciones internas de los países donde hacen negocios (y piden que cualquiera que se sienta afectado vaya a Santa Bárbara, California, y ahí inicie un proceso legal), por cierto muy cuantiosos; es decir, ejercen todos los derechos a cambio de una responsabilidad testimonial en distintos rubros, incluido el tema de la protección de los derechos de las personas.
Se había vivido en la razón de la sinrazón hasta que Richter Morales decidió con gran tino jurídico lograr una resolución judicial que, por aproximaciones sucesivas, irá cambiando este entorno. Es importante decir que no se busca, en modo alguno, que en internet haya mayores protecciones a los derechos de terceros, sino los mismos que se aplican a los medios convencionales. No más, pero tampoco menos.
En el capítulo V de su obra, Richter Morales se hace las siguientes preguntas: “¿Cómo iniciar una demanda contra una empresa tan poderosa, cuyas oficinas centrales se encuentran en Estados Unidos de América? ¿Cómo argumentar que la información que se presenta en la web –en Google– es falsa, cuando la gran mayoría de las personas en el mundo la consideran verdadera? ¿Cómo exigir que una página de internet sea bloqueada o eliminada de un motor de búsqueda en clara confrontación con el derecho de libertad de expresión? En este último respecto: ¿cuáles son los límites del derecho a la libertad de expresión ante la fake news? Y finalmente, ¿cómo exigir justicia y que no quede impune la conducta de hacer un blog, por un lado, y la de divulgarlo y seguir permitiendo su visualización u observación, por el otro?”.
En El ciudadano digital Richter Morales da cuenta a detalle de cómo logró lo que no se había podido hacer en México: dar atribuciones a la justicia mexicana para conocer de violaciones a los derechos de la personalidad en las grandes empresas como Google, ante cuyos intereses incluso el propio INAI ha claudicado.
Generoso, Richter comparte con el lector la estrategia seguida para conseguir lo que parecía imposible. Al igual que los chefs que tienen sus secretos de cocina, los abogados no acostumbran divulgar con puntos y comas cómo diseñan sus estrategias y sólo se ven los resultados y algunos aspectos, pero nada más.
El autor revela con datos cómo Google viola su propio sistema de autorregulación por lo que se refiere a la violación de los derechos de la personalidad, dejando en claro que ese sistema sólo es una herramienta de relaciones públicas, pero sin ánimo de ajustar lo que dice con lo que hace. Peor aún, esas normas “éticas” fueron emitidas voluntariamente por la propia empresa y las ha hecho públicas y supuestamente exigibles por todos.
La obra incluye al final un aspecto fundamental: la resolución judicial inatacable donde se establece que la justicia mexicana puede conocer de violaciones de derechos de la personalidad. Es importante porque hay indicios claros de que el despacho externo que Google ha contratado para defenderse de los claros agravios cometidos en contra del jurista Ulrich Richter no le ha dicho la verdad a su cliente y señala mintiendo con todo desparpajo que el asunto se encuentra subjudice; es decir, en proceso y este punto es totalmente falso, como lo podrá ver cualquiera en este volumen precursor en este rubro, que mucho abona a la defensa de los derechos de los mexicanos afectados un día sí y otro también por Google. Hay, pues, una luz al final del túnel.
@evillanuevamx
ernestovillanueva@hushmail.com
Este análisis se publicó el 26 de septiembre de 2018 en la edición 2186 de la revista Proceso.
Se trata de mentiras disfrazadas de verdades que circulan en las redes sociales para desinformar y generar percepciones erróneas sobre lo que es cierto o no. Desde muchos años atrás he sido un ferviente defensor de la libertad de expresión hasta el límite que establecen las disposiciones constitucionales y convencionales. Esa predisposición a la libertad de expresión no deja de lado mi defensa de los derechos legítimos de terceros, particularmente cuando no hay excepciones jurídicas que justifiquen una intrusión en esa zona de la vida privada lato sensu.
Por lo demás, debe quedar claro que la libertad de expresión no es un derecho absoluto, pero puede ser un derecho preferente, siempre y cuando se trate de información de interés público; es decir, que permita ampliar el ejercicio de todo tipo de derechos o de cumplir con obligaciones legales, lo que hoy se sintetiza con el vocablo “derecho a saber” o derecho a la información, si se le quiere agregar un universo mayor del origen de informaciones y opiniones. Lo anterior, empero, no protege de ninguna forma el derecho al insulto, a la mentira disfrazada como verdad o a la mezcla de verdad con mentira, donde la mentira es el fondo y la verdad es la forma.
En su más reciente obra, El ciudadano digital (México, Océano, 2018), el reconocido jurista Ulrich Richter Morales incursiona en este tema de frontera y pone de relieve cómo los derechos de la personalidad (vida privada, honor y propia imagen) habían tenido hasta ahora un margen distinto para su ejercicio, según el tipo de medio. Si se trata de medios tradicionales o digitales plenamente identificados con dirección en México, la reivindicación de estos derechos es muy amplia. Si es el caso de Google u otras empresas trasnacionales digitales, había sido prácticamente imposible defender esas prerrogativas porque han hecho un gran esfuerzo por no obedecer las jurisdicciones internas de los países donde hacen negocios (y piden que cualquiera que se sienta afectado vaya a Santa Bárbara, California, y ahí inicie un proceso legal), por cierto muy cuantiosos; es decir, ejercen todos los derechos a cambio de una responsabilidad testimonial en distintos rubros, incluido el tema de la protección de los derechos de las personas.
Se había vivido en la razón de la sinrazón hasta que Richter Morales decidió con gran tino jurídico lograr una resolución judicial que, por aproximaciones sucesivas, irá cambiando este entorno. Es importante decir que no se busca, en modo alguno, que en internet haya mayores protecciones a los derechos de terceros, sino los mismos que se aplican a los medios convencionales. No más, pero tampoco menos.
En el capítulo V de su obra, Richter Morales se hace las siguientes preguntas: “¿Cómo iniciar una demanda contra una empresa tan poderosa, cuyas oficinas centrales se encuentran en Estados Unidos de América? ¿Cómo argumentar que la información que se presenta en la web –en Google– es falsa, cuando la gran mayoría de las personas en el mundo la consideran verdadera? ¿Cómo exigir que una página de internet sea bloqueada o eliminada de un motor de búsqueda en clara confrontación con el derecho de libertad de expresión? En este último respecto: ¿cuáles son los límites del derecho a la libertad de expresión ante la fake news? Y finalmente, ¿cómo exigir justicia y que no quede impune la conducta de hacer un blog, por un lado, y la de divulgarlo y seguir permitiendo su visualización u observación, por el otro?”.
En El ciudadano digital Richter Morales da cuenta a detalle de cómo logró lo que no se había podido hacer en México: dar atribuciones a la justicia mexicana para conocer de violaciones a los derechos de la personalidad en las grandes empresas como Google, ante cuyos intereses incluso el propio INAI ha claudicado.
Generoso, Richter comparte con el lector la estrategia seguida para conseguir lo que parecía imposible. Al igual que los chefs que tienen sus secretos de cocina, los abogados no acostumbran divulgar con puntos y comas cómo diseñan sus estrategias y sólo se ven los resultados y algunos aspectos, pero nada más.
El autor revela con datos cómo Google viola su propio sistema de autorregulación por lo que se refiere a la violación de los derechos de la personalidad, dejando en claro que ese sistema sólo es una herramienta de relaciones públicas, pero sin ánimo de ajustar lo que dice con lo que hace. Peor aún, esas normas “éticas” fueron emitidas voluntariamente por la propia empresa y las ha hecho públicas y supuestamente exigibles por todos.
La obra incluye al final un aspecto fundamental: la resolución judicial inatacable donde se establece que la justicia mexicana puede conocer de violaciones de derechos de la personalidad. Es importante porque hay indicios claros de que el despacho externo que Google ha contratado para defenderse de los claros agravios cometidos en contra del jurista Ulrich Richter no le ha dicho la verdad a su cliente y señala mintiendo con todo desparpajo que el asunto se encuentra subjudice; es decir, en proceso y este punto es totalmente falso, como lo podrá ver cualquiera en este volumen precursor en este rubro, que mucho abona a la defensa de los derechos de los mexicanos afectados un día sí y otro también por Google. Hay, pues, una luz al final del túnel.
@evillanuevamx
ernestovillanueva@hushmail.com
Este análisis se publicó el 26 de septiembre de 2018 en la edición 2186 de la revista Proceso.
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