La
concepción liberal de la política se ha inspirado siempre en un
principio de temor y autodefensa del individuo frente a la tendencia al
abuso y los excesos del poder. Nace de la lucha contra el imperio de la
mera fuerza y se inspira en la igualdad esencial de todos, en que, como
según Machado se decía en la vieja Castilla, “nadie es más que nadie”.
Se trata de una idealización, sin duda alguna, pues supone una igualdad
que es mucho más deseable que real, pero desde un punto de vista
histórico ha servido de fundamento contra el despotismo de las iglesias y
las monarquías, y ha pretendido fundar un orden político basado en los
derechos individuales del ciudadano, perfectamente claros y tangibles, y
no en ninguna doctrina que supuestamente suponga una mejora de nuestra
condición común pero que, por desdicha, solo se alcanza limitando la
libertad individual.
El liberalismo, tras haberse forjado al plantar cara frente a tiranías y despotismos, consiguió establecer una doctrina de limitación del poder (el poder no puede privarme de mi derecho porque no nace de él) y creó el orden político que ha venido funcionando razonablemente bien en las democracias modernas durante más de dos siglos. El crecimiento demográfico y la creación de estructuras políticas muy complejas y costosas ha colocado, sin embargo, al ciudadano individual en una posición de debilidad política considerable.
El gran motivador del incremento de las funciones públicas ha sido la consecución de la igualdad a costa de la libertad individual. La sociedad se convierte mediante los Estados en un tirano implacable frente al que los individuos, en especial si no son personalmente poderosos, son cada vez más débiles e insignificantes. La Hacienda pública, por poner el ejemplo más obvio, pisotea de manera sistemática cualquier presunción de inocencia y nos arrebata los bienes sin el menor miramiento, generalmente con el aplauso de quienes creen, y se equivocan, que eso solo les pasa a los muy ricos.
El caso es que ante el imparable crecimiento de los poderes públicos la estrategia de mayor utilidad no es la de oposición en defensa de la libertad individual sino la asociación con el poder anónimo para obtener beneficios de sus acciones, dado que no podemos liberarnos, de ningún modo, de su tutela creciente. En buen castellano, eso se llama asegurar privilegios, librarse de algún modo del balance negativo entre impuestos pagados y beneficios obtenidos haciendo que las acciones públicas se conviertan en fuente de ventaja particular. El primer grupo de beneficiados de esta clase de estrategias ha sido, naturalmente, el de los funcionarios que se las suelen arreglar razonablemente bien para que las políticas públicas no les pillen con el píe cambiado.
Lo más grave es que la tendencia del Estado a sobrelegitimarse le ha llevado a convertirse en lo más parecido a un régimen clientelar, como lo puede observar cualquiera que repare en que no se requiere ningún argumento para justificar cualquier gasto con solo declarar que es de naturaleza social, un trampantojo que ha permitido la irresponsable explosión del gasto público, que ya produce desajustes y carencias pero que alguna vez se habrá de pagar con extremo dolor, y que ha propiciado la falta de una mínima transparencia en lo que se refiere a las grandes cifras que han creado el más vitaminado caldo de cultivo que quepa imaginar para que la corrupción se vuelva absolutamente opaca.
De manera significativa, ese aumento de gasto no va dirigido nunca a individuos, sino a grupos, no a enfermos, sino a clientes de la sanidad, no a estudiantes, sino al sistema educativo, y así con todo. Como es lógico, esta abundancia del maná presupuestario ha creado un espíritu de competencia entre sus beneficiarios, y de ahí la extraordinaria importancia de los grupos de interés que suelen argumentar en función de unos supuestos derechos colectivos que las administraciones se disponen a financiar con alegría a cambio de la fidelidad política de los beneficiados.
Todo esto ocurre, sería necio olvidarlo, en un medio social muy competitivo en el que se corre el riesgo de perecer si no se afilia uno a cualquiera de los colectivos más promisorios. Es absurdo ocultar la evidencia de que cualquier grupo existe para restar recursos y oportunidades a los demás, a los individuos que no pertenecen a él, porque los colectivos se definen más por exclusión que por afinidad, son más agresivos que defensivos. De esta manera, los colectivos se convierten en identitarios, es decir no se pertenece a ellos por decisión libre sino de manera natural: se es feminista, o nacionalista, o sindicalista, o artista, porque se adquiere mayor capacidad para obtener recursos y negárselos a los demás. En Cataluña, el pastor Torra ha creado una división de lebreles grupales que vigilen que los niños no hablen español en los recreos, porque el colectivo soberanista necesita crecer a cualquier precio para que sus beneficios no tengan límite alguno.
Toda esta dinámica se hace en perjuicio de los derechos individuales, ¿cuál puede haber más claro que hablar la lengua que nos plazca?, para fortalecer el poder y los privilegios de los agrupados que pagan los beneficios obtenidos actuando de manera disciplinada e implacable contra los no pertenecientes al colectivo que muy bien pueden ser inocentes y desvalidos, pero se verán tratados, por supuesto, como insolidarios y fascistas, en un olvido freudiano de que fascio significa precisamente haz, una imagen del poder que se obtiene por la unión de muchas débiles varillas en el puño del líder. Los colectivos no son agresivos por accidente, nacen para serlo porque solo el triunfo les da legitimidad, les reconoce, y el éxito solo se consigue por la fuerza, pasando por encima de quien se ponga por delante.
El hecho que mejor denuncia la tendencia a despreciar los derechos individuales es que los políticos se desgañitan prometiendo nuevos derechos, ya vamos por la cuarta generación, por descontado que colectivos, al tiempo que continúan inflando las cifras de gasto y las más variopintas subvenciones, de forma que el incesante aumento del tamaño de los aparatos políticos de los Estados ha supuesto una enmienda a la totalidad a la pretensión de que los individuos podamos ser soberanos en lo que solo a nosotros atañe.
Vaciar de contenido efectivo los derechos individuales, por ejemplo la presunción de inocencia, en beneficio de supuestos derechos colectivos, es la mejor manera de controlar el poder político porque ya no hay que razonar y convencer, basta con satisfacer las demandas de los colectivos mejor organizados. La gran verdad que se oculta en esta maniobra es que los derechos colectivos son, por definición, nuevos privilegios, tan absurdos como insostenibles, de forma que el privilegio no es ya, como podríamos creer ingenuamente, una cosa del pasado sino, cada vez más, un objetivo político que apoyan dos tipos de personas, con la fe del carbonero los que ignoran el costo real de los mecanismos que se ponen en marcha, y con notable cinismo los que conocen muy bien lo que se puede sacar de ellos, una promesa inagotable e indefinida de beneficios opacos con el aplauso de un público embobado.
Foto: Clem Onojeghuo
El liberalismo, tras haberse forjado al plantar cara frente a tiranías y despotismos, consiguió establecer una doctrina de limitación del poder (el poder no puede privarme de mi derecho porque no nace de él) y creó el orden político que ha venido funcionando razonablemente bien en las democracias modernas durante más de dos siglos. El crecimiento demográfico y la creación de estructuras políticas muy complejas y costosas ha colocado, sin embargo, al ciudadano individual en una posición de debilidad política considerable.
El gran motivador del incremento de las funciones públicas ha sido la consecución de la igualdad a costa de la libertad individual. La sociedad se convierte mediante los Estados en un tirano implacable frente al que los individuos, en especial si no son personalmente poderosos, son cada vez más débiles e insignificantes. La Hacienda pública, por poner el ejemplo más obvio, pisotea de manera sistemática cualquier presunción de inocencia y nos arrebata los bienes sin el menor miramiento, generalmente con el aplauso de quienes creen, y se equivocan, que eso solo les pasa a los muy ricos.
El caso es que ante el imparable crecimiento de los poderes públicos la estrategia de mayor utilidad no es la de oposición en defensa de la libertad individual sino la asociación con el poder anónimo para obtener beneficios de sus acciones, dado que no podemos liberarnos, de ningún modo, de su tutela creciente. En buen castellano, eso se llama asegurar privilegios, librarse de algún modo del balance negativo entre impuestos pagados y beneficios obtenidos haciendo que las acciones públicas se conviertan en fuente de ventaja particular. El primer grupo de beneficiados de esta clase de estrategias ha sido, naturalmente, el de los funcionarios que se las suelen arreglar razonablemente bien para que las políticas públicas no les pillen con el píe cambiado.
Vaciar de contenido efectivo los derechos individuales, por ejemplo la presunción de inocencia, en beneficio de supuestos derechos colectivos, es la mejor manera de controlar el poder político porque ya no hay que razonar y convencer, basta con satisfacer las demandas de los colectivos mejor organizadosLos funcionarios actúan, de cualquier modo, por un mandato legal, y sean cuales fueren las ventajas que obtienen, su oficio nunca carece de alguna justificación, por muchos excesos que se cometan en nombre del servicio público. Además, ninguna política se ha dirigido nunca de manera descarada en beneficio exclusivo de los funcionarios, tal vez si se exceptúa la largueza con la que los parlamentarios han determinado la cuantía y requisitos de sus pensiones y otras delicadezas similares con los del propio gremio.
Lo más grave es que la tendencia del Estado a sobrelegitimarse le ha llevado a convertirse en lo más parecido a un régimen clientelar, como lo puede observar cualquiera que repare en que no se requiere ningún argumento para justificar cualquier gasto con solo declarar que es de naturaleza social, un trampantojo que ha permitido la irresponsable explosión del gasto público, que ya produce desajustes y carencias pero que alguna vez se habrá de pagar con extremo dolor, y que ha propiciado la falta de una mínima transparencia en lo que se refiere a las grandes cifras que han creado el más vitaminado caldo de cultivo que quepa imaginar para que la corrupción se vuelva absolutamente opaca.
De manera significativa, ese aumento de gasto no va dirigido nunca a individuos, sino a grupos, no a enfermos, sino a clientes de la sanidad, no a estudiantes, sino al sistema educativo, y así con todo. Como es lógico, esta abundancia del maná presupuestario ha creado un espíritu de competencia entre sus beneficiarios, y de ahí la extraordinaria importancia de los grupos de interés que suelen argumentar en función de unos supuestos derechos colectivos que las administraciones se disponen a financiar con alegría a cambio de la fidelidad política de los beneficiados.
Todo esto ocurre, sería necio olvidarlo, en un medio social muy competitivo en el que se corre el riesgo de perecer si no se afilia uno a cualquiera de los colectivos más promisorios. Es absurdo ocultar la evidencia de que cualquier grupo existe para restar recursos y oportunidades a los demás, a los individuos que no pertenecen a él, porque los colectivos se definen más por exclusión que por afinidad, son más agresivos que defensivos. De esta manera, los colectivos se convierten en identitarios, es decir no se pertenece a ellos por decisión libre sino de manera natural: se es feminista, o nacionalista, o sindicalista, o artista, porque se adquiere mayor capacidad para obtener recursos y negárselos a los demás. En Cataluña, el pastor Torra ha creado una división de lebreles grupales que vigilen que los niños no hablen español en los recreos, porque el colectivo soberanista necesita crecer a cualquier precio para que sus beneficios no tengan límite alguno.
Toda esta dinámica se hace en perjuicio de los derechos individuales, ¿cuál puede haber más claro que hablar la lengua que nos plazca?, para fortalecer el poder y los privilegios de los agrupados que pagan los beneficios obtenidos actuando de manera disciplinada e implacable contra los no pertenecientes al colectivo que muy bien pueden ser inocentes y desvalidos, pero se verán tratados, por supuesto, como insolidarios y fascistas, en un olvido freudiano de que fascio significa precisamente haz, una imagen del poder que se obtiene por la unión de muchas débiles varillas en el puño del líder. Los colectivos no son agresivos por accidente, nacen para serlo porque solo el triunfo les da legitimidad, les reconoce, y el éxito solo se consigue por la fuerza, pasando por encima de quien se ponga por delante.
El hecho que mejor denuncia la tendencia a despreciar los derechos individuales es que los políticos se desgañitan prometiendo nuevos derechos, ya vamos por la cuarta generación, por descontado que colectivos, al tiempo que continúan inflando las cifras de gasto y las más variopintas subvenciones, de forma que el incesante aumento del tamaño de los aparatos políticos de los Estados ha supuesto una enmienda a la totalidad a la pretensión de que los individuos podamos ser soberanos en lo que solo a nosotros atañe.
Vaciar de contenido efectivo los derechos individuales, por ejemplo la presunción de inocencia, en beneficio de supuestos derechos colectivos, es la mejor manera de controlar el poder político porque ya no hay que razonar y convencer, basta con satisfacer las demandas de los colectivos mejor organizados. La gran verdad que se oculta en esta maniobra es que los derechos colectivos son, por definición, nuevos privilegios, tan absurdos como insostenibles, de forma que el privilegio no es ya, como podríamos creer ingenuamente, una cosa del pasado sino, cada vez más, un objetivo político que apoyan dos tipos de personas, con la fe del carbonero los que ignoran el costo real de los mecanismos que se ponen en marcha, y con notable cinismo los que conocen muy bien lo que se puede sacar de ellos, una promesa inagotable e indefinida de beneficios opacos con el aplauso de un público embobado.
Foto: Clem Onojeghuo
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