En la imperturbable parodia política que nos rodea, foto fija que
apenas se ha transformado desde la falsa transición, se siguen dando los
mismos acontecimientos sin que nada se pueda alterar. Ir a votar es un
cuento poco chino, y más occidental y capitalista de lo que podríamos
imaginar.
El cuento no tiene muchas lecturas. Las mismas 300 familias nos
siguen gobernando, el gobierno de jueces es un despropósito, y la
justicia…, campa en sus estrecheces.
Llaman democracia al legado continuado de un desfalco cuyos números
nos harían temblar. Pero no temblamos, porque la maquinaria ya se
encarga de atropellarnos y divertirnos hasta la saciedad, y la
ciudadanía consume con glotonería hasta las mentiras del sufragio
universal.
No soy amigo de los cuatro años de insolvencia circense, pero menos
aún de los maquillados movimientos que llevan a familiarizarse a la
población con el feminismo de las guerreras kurdas, con el cambio
climático envuelto en plástico reciclable y que va a servir para
redirigir la rabia a afluentes contaminados que no llevarán sus aguas a
ningún mar, o con las promesas baldías de quienes decían moverse para
terminar enrocándose con la colaboración de algún general.
Las cosas no han cambiado. Y si llamamos cosas a los asuntos que se
cuecen en las altas instancias del poder, tenemos claramente que
recordar que todo, absolutamente todo, sigue igual.
Jordi Cuixart hace un alegato final
en el juicio del procés que dice mucho de su humanidad y más aún de una
fiscalía emperrada en ladrar (y con ánimo de perpetuar la degeneración
política que viene a ser la misma que la judicial).
Los bancos continúan robando a espuertas, y con sus inquilinos en los
puestos de mando son capaces de quebrar países y de alentar a sus
delincuentes para que la desigualdad prosiga aumentando sin cesar.
Si Amancio Ortega
no donase dinero a la sanidad moriríamos de un infarto o, más
probablemente, de un ataque de risa después de analizar su engranaje
financiero, poco impositivo y muy dado a eludir lo que el resto paga sin
ánimo alguno de engañar.
Las alianzas de los partidos por colocar a sus soldados forman parte
del engaño postelectoral. Si antes ya nos sepultan con sus palabras
vacías, sin sentido práctico y analítico alguno, y son capaces de
deleitarnos con una ignorancia subida de tono, después, y por si no
fuera poco, nos la juegan con una ingeniería empresarial que para sí la
quisieran muchos ingenuos emprendedores que no llegan ni a pedir
subvención alguna porque se apropiaron hasta de su esperanza laboral.
El negocio de la guerra sigue añadiendo descrédito a un partido
súbdito de los negocios y del cruento imperialismo, y amplía aún más la
capacidad de maniobra de Estados Unidos en la base de Rota,
manda a su barquito insigne a los mares bálticos para participar en la
cuadragésima intimidación a Rusia, y amplía el presupuesto militar sin
consideración alguna por los verdaderos problemas del país. Juguetean
con mentiras sobre Venezuela, Siria e Irán, y un mal día recibirán algún
«recadito» que se les atragantará sin remedio alguno.
Israel confirma que es un estado racista,
que nada ni nadie se debe interponer en su deslealtad con la humanidad,
y a todo aquello que se mueve contra sus propósitos (que no son otros
que la aniquilación de Palestina y apoderarse de todo lo que pueda…, y
más) lo denomina antisemita y lo marca con una X en su agenda global.
Ningún movimiento en masa pide la libertad de Julian Assange, no vaya
a ser que por un día podamos decir que las redes sociales funcionan y
que la sociedad civil comienza a emerger del letargo paranoico en el que
se ha asentado desde que la información deambula de un lado a otro con
férreo control unidireccional.
oznor
No son sospechas. Las tenían algunos el año que murió Franco y las
tuvimos más tarde unos cuantos más tan pronto como Felipe González y la
maquinaria europea comenzaron a triturar a la ciudadanía. Ahora, hay
tantos argumentos, hechos, confesiones, imputaciones, escándalos, y
otras muchas consideraciones al respecto, que podemos decir sin llegar a
ruborizarnos, que la democracia no existe.
Lo que existe es una «entrañable» disposición de muchísima gente a
creer aquello que no le conviene, a creer incluso en aquello que va en
contra de sus presuntos principios. Creer en Europa (créanme), es tan
estúpido como creer en la familia. Si salieran a la luz quiénes fueron
los artífices de la entonces futura construcción de la unión, más de uno
entra en delirio muy poco espiritual.
¿Cómo es posible que media humanidad arroje pedruscos sobre su propio
tejado? La respuesta es mucho más fácil de lo que puede llegar a
parecer. Lo que llaman democracia es una estafa de tales dimensiones que
los griegos están pensando venderla junto con alguna de sus islas al
mejor postor alemán.
Estamos al borde del colapso. Nadie nos representa y casi nadie lo
sabe. O al menos, casi nadie actúa como si lo supiera. Porque de
saberlo, no votarían ni los Kikos.
Hay elementos o ideas no concretadas que hablan por sí solas sobre lo
que es la representación. Los partidos políticos, alejados
completamente del verdadero deseo de sus feligreses son los primeros en
boicotearnos. Hablan de intereses generales inexistentes, y a lo que
vamos, cuando existen posibilidades palpables de dar respuesta a
nuestras demandas, las rechazan de un plumazo, porque dicen ser ellos
los que han de proponerlas. El juego es más que sucio y descarado.
Existen muchas modalidades de participación representativa. Una, y muy evidente, es la Iniciativa Legislativa Popular.
Y precisamente por ello, por ser modelo de participación, y por ser
representativa, no se lleva a cabo, no vaya a ser que votemos por
expulsar al famoso caballero de la orden de la jarretera, o nos de un
día por prohibir partidos porque nos resultan muy poco beneficiosos.
No se arrojan pedruscos por imbecilidad o por defecto. Se hace porque
el propio sistema reconduce a ello, y su engranaje es tan sofisticado
que es capaz de hacernos creer que no hay otra alternativa, y es capaz
de hacernos ver lo que ningún ciego podría.
Somos millones los que exigiríamos, por ejemplo, que a Aznar se le
condenara por delitos contra la humanidad, pero no hay partido dentro
del sistema, ni lo habrá, que pueda permitírselo. Porque no hay partido,
ni lo habrá, que sea capaz de llevar la voz de todo un pueblo.
Vivimos bajo una continuada estafa mediatizada, y Jordi Évole podría
hacer hasta una mini serie para Netflix con ello, pero jamás lo hará.
Deberíamos avanzar hasta las últimas consecuencias, sabiendo que ya solo las primeras, les harían palpitar.
joséluis vázquez doménech by
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