Las
últimas protestas en Oriente Medio están teniendo lugar en países que,
en su mayoría, se resistieron a los levantamientos de la Primavera
Árabe. Fueron muchas las voces que sostuvieron que las sociedades de
Líbano, Iraq e incluso las de Sudán y Argelia (que derrocaron a sus dos
presidentes vitalicios este año) estaban demasiado agotadas por años de
conflicto armado como para tratar de motorizar un cambio como el que
otros países desarrollaron en 2011. Sin embargo, la idea se demostró
incorrecta cuando en Sudán comenzaron protestas a fines del año pasado
por un aumento en el precio del pan. Luego, las protestas se apoderaron
de Argelia, en el momento en que el presidente Abdelaziz Buteflika
anunció que se postularía para un quinto mandato.
En octubre, los iraquíes retomaron las manifestaciones que habían iniciado un mes antes en protesta por el despido de un respetado general. Durante el mes de septiembre se produjeron sorpresivas marchas en Egipto, que testimoniaban una crítica abierta al dominio del dictador Abdel Fatah al Sisi. Estas manifestaciones fueron contenidas por el gobierno del dictador mediante una importante ronda de arrestos. Pero esto no es todo. Hace pocas semanas, también los libaneses salieron a las calles, indignados por un leonino impuesto a las llamadas de WhatsApp y Skype. La medida fue cancelada sin que el descontento mermara. Por último, la semana pasada se desataron protestas masivas en Irán contra un aumento en el precio de la nafta (los iraníes consideran que la nafta barata es casi un «derecho de nacimiento»). Las marchas en Irán sorprendieron al régimen teocrático por su inusitado apoyo y distribución a lo largo del país, lo que provocó una respuesta extremadamente violenta que causó cientos de muertos. La represión en las calles iraníes terminó por constituirse en la más sangrienta desde que la Revolución Islámica se hiciese con el control del Estado hace 40 años y necesitó de un bloqueo de internet de casi 100 horas, algo sin precedentes en la zona.
A pesar de que los diferentes manifestantes no están coordinando entre sí sus acciones, las protestas parecen potenciarse mutuamente, dentro de una región en la que más de 60% de la población tiene menos de 30 años. Las quejas de los jóvenes son claras y similares en los diferentes países: la corrupción y el desempleo, a sabiendas de que una situación conduce a la otra. Iraq se ubica hoy como uno de los países más corruptos del mundo (es conocida la frase pronunciada por un político iraquí según la cual «lo que une a toda la clase política en Iraq es la corrupción»). Hace días, y por poner solo un ejemplo, al propio ministro de Defensa se le descubrió un documento sueco falso con el cual colecta servicios sociales del país escandinavo. Líbano se encuentra un poco mejor, pero no tanto: en un país que tiene una ley de secreto bancario desde 1956, 0,1% de la población (3.700 personas) ganan tanto como el 50% por ciento inferior (2 millones de personas).
Otro reclamo compartido apunta contra la intromisión de la República Islámica de Irán en los asuntos libaneses e iraquíes, es decir, contra la influencia persa en el devenir de dos países árabes. En Líbano critican la influencia del «partido» paramilitar Hezbollah (desarrollado por la Guardia Revolucionaria Iraní en la década de 1980), al que acusan de ser más funcional a los intereses iraníes en su guerra no declarada con Israel que a la estabilidad libanesa. Mientras tanto, en Iraq se critica que Irán haya penetrado el Estado mediante el manejo de las incontables milicias chiítas (repitiendo lo hecho en el Líbano) que operan para que un Iraq árabe funcione como apéndice de los persas. Irán, preocupado por sus intereses en juego, ha rotulado las manifestaciones –dentro y fuera de su territorio– como provocadas por intereses extranjeros (léase Estados Unidos, Israel y Arabia Saudita).
Para los enojados ciudadanos la cuestión extranjera no es ajena, pero tampoco es el eje. Su deseo es destruir el statu quo político o, al menos, sacudirlo para precipitar una reforma. En Iraq, donde las manifestaciones fueron violentamente reprimidas por los milicianos respaldados por Irán (con un saldo de más de 300 personas asesinadas), se ha pedido que se elimine a toda la clase política que llegó al poder después de que Estados Unidos derrocara al régimen de Saddam Hussein. El pedido viene de la mano de otro: el de la distribución equitativa de la enorme riqueza petrolera del país. Desde 2005, la política iraquí ha estado dominada por un puñado de partidos –varios de ellos de tipo fundamentalista chiíta o étnicamente kurdos– después de que se estableciera una Constitución que los sunitas boicotearon. Hoy, las multitudes protestan contra ese arreglo y exigen un gabinete tecnocrático en su lugar. Los manifestantes libaneses están pidiendo de manera similar que los señores de la guerra, convertidos en representantes políticos desde un acuerdo de poder articulado por Siria que puso fin al conflicto civil del país en 1989, se retiren de la política. Mientras tanto, los argelinos están presionando –desde hace más de 40 semanas– por la retirada de la elite militar que ha dirigido otro país rico en petróleo desde la revolución. Todo esto, después de haber luchado y conseguido el derrocamiento de un presidente –Buteflika– que no parecía querer abandonar nunca el poder.
La primera alarma que se repite como una verdad consumada es que las actuales insurrecciones y manifestaciones van a terminar por repetir la dinámica de la Primavera Árabe en 2011 (o el levantamiento «verde» iraní de 2009). Según esa idea, ese movimiento fracasó y la evidencia más patente de su derrota está encarnada en que la mayoría de los gobiernos que surgieron en Oriente Medio después de 2011 fueron tan o más autoritarios que los que estaban previamente. La Primavera Árabe trajo consigo la caída de cuatro dictadores que estaban en el poder hacía más de 25 años e instaló una promesa de cambio para millones de personas. Sin embargo, en la mayoría de los países árabes donde se experimentaron movilizaciones multitudinarias (como también en Irán), no terminaron por constituirse gobiernos democráticos o, al menos, transiciones exitosas. Esto llevó a muchos a declarar que la Primavera Árabe había sido un fiasco e, incluso, que había empeorado las ya de por sí frágiles estructuras gubernamentales de cada país. La excepción a la regla fue Túnez, país que llegó a democratizarse, logró una convivencia aceptable entre islamistas y seculares, y hasta consiguió una entrega de poder ordenada entre diferentes presidentes.
La idea de un mero fracaso no parece ser justa con el efecto transformador que las protestas han producido en la región. Los dictadores actuales se encuentran más inseguros que en el pasado y despliegan una represión aúun mayor ante cualquier escaramuza que pueda desafiar su dominio. Las fórmulas empleadas para mantenerse en el poder parecen remitir al denominado «Invierno Árabe» de 2013, periodo en el que se desataron sin control las fuerzas contrarrevolucionarias. Allí, durante solo una semana de agosto, más de 800 egipcios fueron masacrados mientras protestaban por un golpe militar contra el gobierno democráticamente electo de la Hermandad Musulmana y otros 1.000 civiles sirios fueron gaseados con armas químicas por el gobierno en un suburbio de Damasco. La condena internacional no fue contundente y las narrativas locales gubernamentales relataron ambos hechos como las únicas alternativas para que radicales islámicos no tomasen el poder. Incluso llegaron a tergiversar la realidad argumentando que todo estaba coreografiado o exagerado.
Mientras que la importancia política de la Primavera Árabe ha sido comparada con la del colapso comunista de 1989 en Europa del Este, su papel histórico también puede equipararse con el de los movimientos de liberación nacional de recorrieron Oriente Medio a mediados del siglo pasado. Los levantamientos de 2011 y 2019, aunque pueden reflejar su condición de movimientos de masas –por su similitud en escala con lo sucedido a mediados del siglo XX contra la dominación inglesa y francesa–, son de una naturaleza diferente. En las décadas de 1950 y 1960, las luchas eran de naciones oprimidas (Egipto, Iraq, etc.) contra fuerzas extranjeras y monarquías tuteladas por poderes imperiales, y condujeron al establecimiento de repúblicas, en una poderosa oleada que alteró la historia de la región.
En cambio, en estos años la agitación política ya no surge principalmente de la disputa de personas de las clases medias y bajas contra el imperialismo y el colonialismo (aunque existan sin duda factores hegemónicos tanto regionales como internacionales), sino de sus reclamos frente a la corrupción, la injusticia y el autoritarismo de los gobiernos nacidos tras la independencia. Los movimientos de liberación nacional, si bien acabaron con el dominio extranjero, inauguraron un control autoritario autóctono que, a pesar de denominarse patriótico o anticolonialista, continuó utilizando los mismos métodos de dominio empleados por los Estados coloniales (estado de sitio, detenciones sumarias, etc.) para mantener vigiladas a sus respectivas poblaciones.
Una de las características que agrupó a las distintas manifestaciones de la primavera de 2011 fue su naturaleza esencialmente árabe. Las demandas de los manifestantes se centraron en cuestiones nacionales que no cruzaban las fronteras y, sin embargo, la Primavera Árabe no fue un fenómeno local, sino una corriente opositora que podía extenderse y cruzar las fronteras para atacar a diferentes regímenes. Es decir, tenía un efecto dominó. Tristemente, otra peculiaridad compartida estuvo en las similitudes de su fracaso. Con pedidos lejanos a una posible realidad, los diversos manifestantes no distinguieron entre los lemas flexibles que se pueden escribir en las redes sociales y la acción política de un mundo tirante, producto del poder real. La idea de que era posible un nuevo paradigma, sin programas políticos y sin líderes que estuvieran listos para tomar el poder, llevó a que en muchos países las fuerzas represivas tuviesen el tiempo suficiente para reagruparse y contraatacar.
Asimismo, aquellos que buscaban el cambio se unieron en torno de demandas elásticas y mal definidas. Esto permitió que, a pesar de que diferentes tendencias religiosas y políticas pudiesen compartir el mismo espacio, se volviera imposible entregar una «hoja de ruta» clara y realista. La mayoría de las circunstanciales coaliciones tuvieron una visión totalmente instrumental de la democracia: buena si sus propios candidatos ganaban, inaceptable si lo hacían sus adversarios. Se consideró que tenía poco sentido apoyar la «democracia» en abstracto, si no era para fomentar las agendas propias. Por lo tanto, el legado más perdurable (sin contar la exitosa transición tunecina en la que islamistas y seculares pudieron acordar un programa para democratizar el sistema político) fue la ruptura del «factor miedo» y la idea de que no tiene sentido demostrarlo.
Hoy en día, está claro que a los gobiernos autoritarios de la región les resulta más difícil mantener el poder junto a la estabilidad represiva y desigual de sus gobiernos En 2019, Argelia, Sudán, Iraq, Líbano e Irán han demostrado que a pesar de los altos costos pagados por la gente de Egipto, Libia, Siria, Bahrein y Yemen en el pasado, los habitantes del Oriente Medio ampliado no están contentos per se con la dictadura, la corrupción o la falta de oportunidades, ni tampoco creen que esas situaciones sean las únicas alternativas ante la irrupción del radicalismo islámico. La persistencia de la desigualdad y la violencia como última línea de defensa de sistemas que no pueden responder ante las exigencias mínimas de sus ciudadanos nos anticipa que, tarde o temprano, una oleada de ira popular será casi inevitable. Esa ira popular puede llegar a ser mucho más poderosa que la que se dejó atrás.
Fuente original: https://nuso.org/articulo/una-nueva-primavera-arabe/
En octubre, los iraquíes retomaron las manifestaciones que habían iniciado un mes antes en protesta por el despido de un respetado general. Durante el mes de septiembre se produjeron sorpresivas marchas en Egipto, que testimoniaban una crítica abierta al dominio del dictador Abdel Fatah al Sisi. Estas manifestaciones fueron contenidas por el gobierno del dictador mediante una importante ronda de arrestos. Pero esto no es todo. Hace pocas semanas, también los libaneses salieron a las calles, indignados por un leonino impuesto a las llamadas de WhatsApp y Skype. La medida fue cancelada sin que el descontento mermara. Por último, la semana pasada se desataron protestas masivas en Irán contra un aumento en el precio de la nafta (los iraníes consideran que la nafta barata es casi un «derecho de nacimiento»). Las marchas en Irán sorprendieron al régimen teocrático por su inusitado apoyo y distribución a lo largo del país, lo que provocó una respuesta extremadamente violenta que causó cientos de muertos. La represión en las calles iraníes terminó por constituirse en la más sangrienta desde que la Revolución Islámica se hiciese con el control del Estado hace 40 años y necesitó de un bloqueo de internet de casi 100 horas, algo sin precedentes en la zona.
A pesar de que los diferentes manifestantes no están coordinando entre sí sus acciones, las protestas parecen potenciarse mutuamente, dentro de una región en la que más de 60% de la población tiene menos de 30 años. Las quejas de los jóvenes son claras y similares en los diferentes países: la corrupción y el desempleo, a sabiendas de que una situación conduce a la otra. Iraq se ubica hoy como uno de los países más corruptos del mundo (es conocida la frase pronunciada por un político iraquí según la cual «lo que une a toda la clase política en Iraq es la corrupción»). Hace días, y por poner solo un ejemplo, al propio ministro de Defensa se le descubrió un documento sueco falso con el cual colecta servicios sociales del país escandinavo. Líbano se encuentra un poco mejor, pero no tanto: en un país que tiene una ley de secreto bancario desde 1956, 0,1% de la población (3.700 personas) ganan tanto como el 50% por ciento inferior (2 millones de personas).
Otro reclamo compartido apunta contra la intromisión de la República Islámica de Irán en los asuntos libaneses e iraquíes, es decir, contra la influencia persa en el devenir de dos países árabes. En Líbano critican la influencia del «partido» paramilitar Hezbollah (desarrollado por la Guardia Revolucionaria Iraní en la década de 1980), al que acusan de ser más funcional a los intereses iraníes en su guerra no declarada con Israel que a la estabilidad libanesa. Mientras tanto, en Iraq se critica que Irán haya penetrado el Estado mediante el manejo de las incontables milicias chiítas (repitiendo lo hecho en el Líbano) que operan para que un Iraq árabe funcione como apéndice de los persas. Irán, preocupado por sus intereses en juego, ha rotulado las manifestaciones –dentro y fuera de su territorio– como provocadas por intereses extranjeros (léase Estados Unidos, Israel y Arabia Saudita).
Para los enojados ciudadanos la cuestión extranjera no es ajena, pero tampoco es el eje. Su deseo es destruir el statu quo político o, al menos, sacudirlo para precipitar una reforma. En Iraq, donde las manifestaciones fueron violentamente reprimidas por los milicianos respaldados por Irán (con un saldo de más de 300 personas asesinadas), se ha pedido que se elimine a toda la clase política que llegó al poder después de que Estados Unidos derrocara al régimen de Saddam Hussein. El pedido viene de la mano de otro: el de la distribución equitativa de la enorme riqueza petrolera del país. Desde 2005, la política iraquí ha estado dominada por un puñado de partidos –varios de ellos de tipo fundamentalista chiíta o étnicamente kurdos– después de que se estableciera una Constitución que los sunitas boicotearon. Hoy, las multitudes protestan contra ese arreglo y exigen un gabinete tecnocrático en su lugar. Los manifestantes libaneses están pidiendo de manera similar que los señores de la guerra, convertidos en representantes políticos desde un acuerdo de poder articulado por Siria que puso fin al conflicto civil del país en 1989, se retiren de la política. Mientras tanto, los argelinos están presionando –desde hace más de 40 semanas– por la retirada de la elite militar que ha dirigido otro país rico en petróleo desde la revolución. Todo esto, después de haber luchado y conseguido el derrocamiento de un presidente –Buteflika– que no parecía querer abandonar nunca el poder.
La primera alarma que se repite como una verdad consumada es que las actuales insurrecciones y manifestaciones van a terminar por repetir la dinámica de la Primavera Árabe en 2011 (o el levantamiento «verde» iraní de 2009). Según esa idea, ese movimiento fracasó y la evidencia más patente de su derrota está encarnada en que la mayoría de los gobiernos que surgieron en Oriente Medio después de 2011 fueron tan o más autoritarios que los que estaban previamente. La Primavera Árabe trajo consigo la caída de cuatro dictadores que estaban en el poder hacía más de 25 años e instaló una promesa de cambio para millones de personas. Sin embargo, en la mayoría de los países árabes donde se experimentaron movilizaciones multitudinarias (como también en Irán), no terminaron por constituirse gobiernos democráticos o, al menos, transiciones exitosas. Esto llevó a muchos a declarar que la Primavera Árabe había sido un fiasco e, incluso, que había empeorado las ya de por sí frágiles estructuras gubernamentales de cada país. La excepción a la regla fue Túnez, país que llegó a democratizarse, logró una convivencia aceptable entre islamistas y seculares, y hasta consiguió una entrega de poder ordenada entre diferentes presidentes.
La idea de un mero fracaso no parece ser justa con el efecto transformador que las protestas han producido en la región. Los dictadores actuales se encuentran más inseguros que en el pasado y despliegan una represión aúun mayor ante cualquier escaramuza que pueda desafiar su dominio. Las fórmulas empleadas para mantenerse en el poder parecen remitir al denominado «Invierno Árabe» de 2013, periodo en el que se desataron sin control las fuerzas contrarrevolucionarias. Allí, durante solo una semana de agosto, más de 800 egipcios fueron masacrados mientras protestaban por un golpe militar contra el gobierno democráticamente electo de la Hermandad Musulmana y otros 1.000 civiles sirios fueron gaseados con armas químicas por el gobierno en un suburbio de Damasco. La condena internacional no fue contundente y las narrativas locales gubernamentales relataron ambos hechos como las únicas alternativas para que radicales islámicos no tomasen el poder. Incluso llegaron a tergiversar la realidad argumentando que todo estaba coreografiado o exagerado.
Mientras que la importancia política de la Primavera Árabe ha sido comparada con la del colapso comunista de 1989 en Europa del Este, su papel histórico también puede equipararse con el de los movimientos de liberación nacional de recorrieron Oriente Medio a mediados del siglo pasado. Los levantamientos de 2011 y 2019, aunque pueden reflejar su condición de movimientos de masas –por su similitud en escala con lo sucedido a mediados del siglo XX contra la dominación inglesa y francesa–, son de una naturaleza diferente. En las décadas de 1950 y 1960, las luchas eran de naciones oprimidas (Egipto, Iraq, etc.) contra fuerzas extranjeras y monarquías tuteladas por poderes imperiales, y condujeron al establecimiento de repúblicas, en una poderosa oleada que alteró la historia de la región.
En cambio, en estos años la agitación política ya no surge principalmente de la disputa de personas de las clases medias y bajas contra el imperialismo y el colonialismo (aunque existan sin duda factores hegemónicos tanto regionales como internacionales), sino de sus reclamos frente a la corrupción, la injusticia y el autoritarismo de los gobiernos nacidos tras la independencia. Los movimientos de liberación nacional, si bien acabaron con el dominio extranjero, inauguraron un control autoritario autóctono que, a pesar de denominarse patriótico o anticolonialista, continuó utilizando los mismos métodos de dominio empleados por los Estados coloniales (estado de sitio, detenciones sumarias, etc.) para mantener vigiladas a sus respectivas poblaciones.
Una de las características que agrupó a las distintas manifestaciones de la primavera de 2011 fue su naturaleza esencialmente árabe. Las demandas de los manifestantes se centraron en cuestiones nacionales que no cruzaban las fronteras y, sin embargo, la Primavera Árabe no fue un fenómeno local, sino una corriente opositora que podía extenderse y cruzar las fronteras para atacar a diferentes regímenes. Es decir, tenía un efecto dominó. Tristemente, otra peculiaridad compartida estuvo en las similitudes de su fracaso. Con pedidos lejanos a una posible realidad, los diversos manifestantes no distinguieron entre los lemas flexibles que se pueden escribir en las redes sociales y la acción política de un mundo tirante, producto del poder real. La idea de que era posible un nuevo paradigma, sin programas políticos y sin líderes que estuvieran listos para tomar el poder, llevó a que en muchos países las fuerzas represivas tuviesen el tiempo suficiente para reagruparse y contraatacar.
Asimismo, aquellos que buscaban el cambio se unieron en torno de demandas elásticas y mal definidas. Esto permitió que, a pesar de que diferentes tendencias religiosas y políticas pudiesen compartir el mismo espacio, se volviera imposible entregar una «hoja de ruta» clara y realista. La mayoría de las circunstanciales coaliciones tuvieron una visión totalmente instrumental de la democracia: buena si sus propios candidatos ganaban, inaceptable si lo hacían sus adversarios. Se consideró que tenía poco sentido apoyar la «democracia» en abstracto, si no era para fomentar las agendas propias. Por lo tanto, el legado más perdurable (sin contar la exitosa transición tunecina en la que islamistas y seculares pudieron acordar un programa para democratizar el sistema político) fue la ruptura del «factor miedo» y la idea de que no tiene sentido demostrarlo.
Hoy en día, está claro que a los gobiernos autoritarios de la región les resulta más difícil mantener el poder junto a la estabilidad represiva y desigual de sus gobiernos En 2019, Argelia, Sudán, Iraq, Líbano e Irán han demostrado que a pesar de los altos costos pagados por la gente de Egipto, Libia, Siria, Bahrein y Yemen en el pasado, los habitantes del Oriente Medio ampliado no están contentos per se con la dictadura, la corrupción o la falta de oportunidades, ni tampoco creen que esas situaciones sean las únicas alternativas ante la irrupción del radicalismo islámico. La persistencia de la desigualdad y la violencia como última línea de defensa de sistemas que no pueden responder ante las exigencias mínimas de sus ciudadanos nos anticipa que, tarde o temprano, una oleada de ira popular será casi inevitable. Esa ira popular puede llegar a ser mucho más poderosa que la que se dejó atrás.
Fuente original: https://nuso.org/articulo/una-nueva-primavera-arabe/
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