Foto Portada: Hotel junto a las vías del tren (Edward Hopper)
El brote
de una nueva enfermedad infecciosa apenas ha servido para unirnos. Más bien ha
demostrado ser intensamente polarizante, en línea con la política, la economía
y los asuntos internacionales de la época. Si llegara a encontrarse un punto de
acuerdo, consistiría en la idea de que las cosas, de aquí en adelante, no
pueden sino cambiar de una forma u otra. Pero incluso este supuesto consenso se
rompe rápidamente.
El
pronóstico más pesimista para el mundo poscovid sugiere que la distancia y la
desconfianza pueden relajarse pero siguen siendo la norma. Los confinamientos
podrían tener altibajos, los muros fronterizos elevarse, la xenofobia
intensificarse y las mascarillas seguir en boga mientras lidiamos con las
catastróficas consecuencias sociales y económicas de la crisis. En la visión
más optimista, nuestros políticos y magnates darían marcha atrás de forma
constructiva, trabajando para restaurar la equidad social y el equilibrio
ecológico con un nuevo sentido de urgencia. En algún lugar intermedio, una
narrativa cautelosamente esperanzadora pasaría por una creciente movilización,
solidaridad y conciencia que allanen el camino hacia un mañana mejor.
Por ahora, es mucho
más fácil ver que los escenarios más sombríos se afianzan, ya que no podemos
articular con cierta claridad qué mecanismo podría provocar el cambio que
deseamos ver. La covid-19 ha tenido un efecto paralizador en partes de la
sociedad que son esenciales para imaginar nuestro futuro: la clase media, o lo
que queda de ella, como último amortiguador entre las élites enajenadas y los
pobres exhaustos. Si bien la clase alta está demasiado invertida en nuestros
rotos sistemas, la clase baja no puede transformarlos por sí sola, sobre todo a
medida que las circunstancias empeoran. Todo depende en gran medida del estrato
intermedio, cuya peor apuesta es recluirse en sí mismo.
Sabemos
poco sobre el virus, que puede ser el precursor de peores pandemias que están
por venir. Pero nos conocemos lo suficientemente bien como para hacer
introspección y elaborar estrategias. Mientras esperamos que los epidemiólogos,
biólogos y expertos en salud pública resuelvan los aspectos más técnicos de
nuestro problema, nos corresponde pensar qué tipo de mundo queremos salvar. La enfermedad de los
datos
Podría decirse que el
aspecto más llamativo de esta crisis es lo que revela sobre nuestra relación
con los datos. La proliferación de rastreadores y paneles de control refleja un
intenso deseo de encontrar algo de verdad y alivio en los números. El eslogan
más popular de la época es en sí mismo una referencia matemática propia de
enteradillos: #aplanar la curva. La gente común de todo el mundo hace
inventario de cifras complejas sobre mascarillas, pruebas, camas, UCI y
respiradores casi como si consultaran la información meteorológica.
Sin embargo,
gran parte de los datos son técnicos y difíciles de interpretar. Las cifras
aparentemente claras son a menudo engañosas porque ocultan criterios
inconsistentes de diagnóstico y desarrollan capacidades de prueba y mecanismos
de recogida y recopilación imperfectos. En Francia, por ejemplo, rara vez se
examina a los ancianos para detectar la presencia de la covid-19 cuando mueren,
dejando un punto ciego en una cohorte que intentamos proteger. Los países de
todo el mundo continúan midiendo sus resultados en comparación con los de
China, aunque Pekín se centró tanto en dar forma a la narrativa a través de la
investigación de los datos como en contener la enfermedad. No obstante, se
consume y se comparte información imperfecta de forma compulsiva. Los números
reflejan a menudo nuestro estado de ánimo, manteniendo el pánico o la calma en
función del momento.
Esas ambigüedades
crean una conversación global incoherente. Tiene sentido que comparemos entre
los Estados de Asia occidental y oriental que publican cifras de manera
transparente. Pero es difícil ver qué sentido tiene colocar a esos países en un
gráfico junto a Rusia, Egipto o Irán. Algunos gobiernos pueden descuidar por
completo documentar la epidemia, ya sea para ocultar sus fallos o por falta de
recursos. El pico en los casos de la covid puede ir y venir, en gran medida
inadvertido, en sociedades empobrecidas o devastadas por la guerra que ya
sufren altas tasas de mortalidad.
Inevitablemente,
nuestra obsesión con los datos prioriza ciertas métricas sobre otras. Las tasas
de contagio y mortalidad han absorbido naturalmente la mayor parte de la
atención. Otros aspectos de datos secundarios alivian o intensifican nuestra
ansiedad: desde gráficos que ilustran el desempleo hasta cifras anecdóticas
sobre la disminución de la contaminación e historias reconfortantes sobre el
retorno a la naturaleza. Pero hay que buscar mucho más los gráficos que
explican qué fue lo que ayudó a generar la crisis: la covid-19 es una entre la
serie de epidemias de origen animal que se remontan al comportamiento humano;
su difusión inicial por todo el mundo siguió cuidadosamente las rutas febriles
del tráfico aéreo; y el desmantelamiento de la infraestructura de la salud
pública puede cartografiarse en las
crecientes desigualdades. En otras palabras, los datos fidedignos se han
centrado abrumadoramente en el virus en sí, separando de forma extraña un
síndrome globalizado de su contexto. Ansias de
control
En el centro de
nuestra fijación por las cifras está la inquietante realidad de que esta
enfermedad persistirá durante meses, y probablemente años, en nuestras vidas.
Los datos, aunque poco prácticos, brindan una sensación de control y claridad
frente a preguntas que a menudo no tienen respuesta: ¿Me he contagiado? ¿Cuáles
son mis probabilidades? ¿Por qué algunos se recuperan mejor que otros? ¿Ya
hemos llegado al pico? ¿Cuándo disminuirá mi ansiedad? La covid-10 ha provocado
un tipo de reacción emocional, un despertar repentino a la fugacidad de uno que
rara vez se da a esta escala.
Esta angustia se debe
en parte a la cualidad nebulosa y cambiante del virus. Además de ser a partes
iguales invisible e infecciosa, la covid-19 toma formas desconcertantemente
distintas en diferentes casos. Parece golpear al azar, y puede enviar con toda
celeridad a personas sanas de sus hogares a una UCI y a la tumba. Amenaza lo
más querido: nuestros familiares más cercanos. Su misterio se basa también en
nuestra propia respuesta, ya que evitamos la infección al reducir el contacto
humano. Como individuos enmascarados que permanecen asiduamente separados en
las colas de las tiendas de comestibles, hemos intentado proteger la vida
haciendo que gran parte de ella se vuelva mórbida.
La angustia de hoy
tiene raíces históricas. Nuestra fe innata en los números y la ciencia se
remonta al crecimiento simultáneo de la clase media y el sector sanitario en el
siglo XIX. La industrialización, la acelerada urbanización y el advenimiento de
la guerra total requirieron una mejor higiene y una medicina empíricamente
probada, lo que a su vez alimentó un creciente apetito por las estadísticas.
Con la sanidad pública surgió la nueva disciplina de la epidemiología, la
promesa quimérica de erradicar la enfermedad y una concepción del progreso
basada en vivir vidas cada vez más largas, seguras y saludables. En el siglo
XX, el hospital llegó a encarnar un sentido contemporáneo de certeza: ahí es
donde ponemos nuestras vidas, en manos de la ciencia. Es un santuario que
cuenta todo religiosamente, no solo muertes y recuperaciones, sino la
temperatura, el pulso, las células sanguíneas y las píldoras. Ahí, las gráficas
son sagradas.
Nuestra
obsesión colectiva con los datos es una prueba de nuestra continua fe en las
soluciones tecnocráticas que conforman todo tipo de políticas. Incluso los
gobiernos que no recopilan datos fiables publicarán estadísticas que luego
alimentarán agregados como los Objetivos de Desarrollo Sostenible de las
Naciones Unidas. Las agencias humanitarias y de desarrollo producirán
profusamente métricas dudosas para dar a su trabajo un brillo científico. Los
números, aunque útiles a veces, se han convertido en un fetiche. Proyectan un
aura de mensurabilidad y control que se adapta a nuestro espíritu de clase
media: puede que denigremos a nuestras enfermas burocracias, pero seguimos
buscando refugio en su lógica.
La
covid-19 le da la vuelta a toda esta ideología. Elude en gran medida cifras
significativas, dada la velocidad y el secretismo con el que se propaga.
Mientras tanto, secuestra el funcionamiento de la sociedad moderna, sobre todo
en las formas que definen a la clase media y a las élites: movilidad intensa,
una maquinaria de salud pública que es a la vez central e infrafinanciada y una
arraigada aversión a lo desconocido. La covid-19 ha desbaratado hasta ahora
nuestro credo de gestión de riesgos. Nuestro último recurso, para mantener
nuestros propios números fascinantes bajo control, ha sido cerrarlo todo. La
covid controla ya nuestros sistemas
mucho más que a la inversa. La nueva
guerra global
Para luchar contra
este enemigo existencial, las naciones de todo el mundo han conjurado la
metáfora de la guerra total, haciéndose eco y amplificando los reflejos
autoritarios incrementados por años de contraterrorismo. A medida que nuestras
sociedades se sienten amenazadas, buscamos consuelo en formas intrusivas y
regresivas de control estatal; algunos han llegado tan lejos como para aplaudir
el recurso de su gobierno a los poderes de emergencia, clamar por más
vigilancia digital y alabar el modelo autoritario de Pekín.
Tanto los
regímenes despóticos como los liberales lo captaron rápidamente, por lo que
proyectaron tropos marciales de movilización, líneas de defensa, sacrificio y
heroísmo. En lugares como Arabia Saudí o el sur del Líbano, el personal
sanitario ha desfilado por las calles como si
fueran soldados. En otros lugares, los Estados han aprovechado la crisis
para promover sus propios intereses parroquiales en nombre de la defensa de la
humanidad. Para China, la crisis ha hecho que se silencien las voces disidentes
dentro del país mientras extiende su influencia en el extranjero. Francia
intenta nuevamente liderar Europa. Irán culpa a todos de las sanciones. Egipto
invierte en pequeños espectáculos, enviando una
ayuda teatral a Italia y haciendo muy poco por su gente. La covid-19
permite una proyección de poder en la imagen de cualquier sistema político
dado.
La
mentalidad de búnker resultante -en la cual los Estados aumentan la retórica
beligerante, sellan las fronteras y expanden la recogida de información de
inteligencia a nuevos campos, como la salud pública- se siente incómodamente
familiar. Nuestra respuesta a la covid-19 trasmite algunos de los trasfondos de
la “guerra contra el terror” y la represión mundial contra los migrantes y los
solicitantes de asilo. El riesgo está en redoblar el enfoque centrado en la
seguridad y no invertir en soluciones más fundamentales. Por ejemplo, la
ferviente imposición de costosos confinamientos sería más fácil de entender si
se combinara con esfuerzos vigorosos para financiar el sector de la salud
pública a través de una recaudación de impuestos más justa.
En diversos frentes,
la guerra contra la covid-19 podría reflejar la guerra contra el terrorismo
porque socava nuestras sociedades tanto como las protege. La campaña posterior
al 2001 contra el yihadismo se prolongó, consumió recursos gigantescos,
justificó comportamientos abusivos y dividió a las sociedades internamente,
todo lo imaginable mientras fracasaba en su declarada misión. El virus también
nos aterroriza y se presta para estigmatizar a categorías enteras de personas.
En la India, los musulmanes están ahora acusados de decantarse por la covid-19
contra el cuerpo político. En otros lugares, la desconfianza en el Otro se ha
disparado a su manera: el ostracismo se ha enfocado en los extranjeros no
deseados, en las minorías consideradas desviadas, en el populacho, pero también
contra colegas o vecinos que simplemente se consideraban negligentes.
La creciente polarización se vincula a
niveles asombrosos de señalización de virtud. Uber, cuyo modelo de negocio se
basa en el desprecio del capital humano, les envía a los clientes mensajes como
“por favor, tengan en cuenta el bienestar de su conductor”. En todo el mundo,
las personas publican selfis con mascarillas en casa, conduciendo sus propios
autos con guantes; e insertando lemas como #Quedarse
en Casa Salva Vidas en sus perfiles de las redes sociales. Se ha glorificado
o castigado a los trabajadores por eludir las reglas de distanciamiento social,
dependiendo de si lo hacían mientras estaban a nuestro servicio o estaban
valiéndose por sí mismos. Algunas enfermeras se molestan de que las
caricaturicen como heroínas y preferirían ver mejoras en sus condiciones de
trabajo. Los eslóganes bien intencionados pueden desviar la responsabilidad de
los gobiernos y debilitar a aquellos que afirmamos idolatrar.
Nuestra hipocresía clasista podría
extenderse al ámbito político. La salud, como la seguridad, tiene un lado
imperativo que la pone fuera de toda duda. Mientras persista la enfermedad, las
reuniones indeseables podrían ser fácilmente consideradas socialmente
irresponsables: las protestas se han convertido en una amenaza sanitaria,
cuando no en un delito cívico. El distanciamiento social, útil para reducir el
contagio, es también la negación del disenso activo. Un orden perfectamente
saludable supondría el fin de la política en un momento en que exhortar a
nuestros políticos a actuar es cada vez más urgente. Mientras (no) estamos mirando
El confinamiento está reforzando de
hecho una serie de dinámicas preexistentes peligrosas. Aunque su eficacia
exacta y los costes finales siguen desconociéndose, muchos lo han aceptado como
un mal necesario, lo que le permite extenderse por todo el mundo como la
panacea. En África y Asia, algunos Estados impusieron la cuarentena como
reacción instintiva, aunque sus poblaciones jóvenes y pobres pueden resultar
menos vulnerables ante la covid-19 que ante el hambre. El Líbano implementó el
confinamiento preventivamente como un fin en sí mismo, descuidando apuntalar su
sistema de salud pública en paralelo. Las medidas alternativas, como las
pruebas masivas y el rastreo de los contactos han sido la excepción; en casi
todas partes, la norma ha sido quedarse y esperar. Pero, mientras observamos
desde la ventana, van imponiéndose tendencias amenazadoras.
En primer lugar, se está redefiniendo
al individuo de manera que sirva a nuestros sistemas, cuando debería ocurrir al
contrario. La movilidad humana se reduce a comportamientos funcionales:
consumo, mantenimiento del estado físico y trabajo esencial, a expensas de las
libertades fundamentales. Esto parecería un pequeño sacrificio si no fuera por los
muros que se han ido cerrando ante nosotros en los últimos años: restricciones
progresivas en los viajes, la invasión digital de la privacidad y la creciente
represión del disenso político. Al mismo tiempo, nuestros defectuosos sistemas
transfieren los costes crecientes de sus fracasos al individuo: cuando no
estamos rescatando a los bancos corruptos, asumiendo préstamos paralizantes
para compensar el deterioro de la educación pública y luchando para reducir
nuestras propias pequeñas contribuciones a la crisis medioambiental, nos
quedamos en casa para dar un respiro a los mal financiados sectores de la
sanidad pública.
En segundo lugar, el confinamiento
aumenta nuestra dependencia de las peores prácticas empresariales. Es probable
que trabajar de forma remota catalice el cambio hacia el empleo estilo Uber: si
Vd. es realmente productivo desde su hogar, su empleador puede decidir ahorrar
espacio de oficina y gastos generales como preludio de una mayor
“flexibilidad”. Mientras tanto, la crisis recompensa a las industrias que, cada
una a su manera, han dañado nuestros ecosistemas, marcos políticos y tejido
social: productos químicos y farmacéuticos, alimentos procesados, venta
minorista masiva, microelectrónica, vigilancia y redes sociales generadoras de
rumores. Saldrán enriquecidas, mientras que los estados del bienestar, las
sociedades civiles y muchos actores económicos más pequeños, aunque vitales,
contarán sus pérdidas cuando más los necesitemos.
En tercer lugar, estamos presenciando
(y posiblemente participando) la destrucción de la clase media, que desde hace
mucho tiempo se ha ido reduciendo debido a los efectos combinados de la
disminución de los beneficios sociales, el aumento de los costes de la
educación y un empleo cada vez más precario. La covid-19 amenaza con acelerar
ese proceso destruyendo la economía en general, pero también planteando
preguntas sobre el carácter “no esencial” de grandes sectores de la población.
Las exhibiciones públicas de cocina creativa, paternidad y rutinas de ejercicios
físicos revelan una peligrosa mezcla de privilegios y futilidad. Esta
subcultura del confinamiento puede entenderse como un mecanismo de defensa.
Pero eso en sí mismo es un signo de crisis. ¿Cuál es la razón de ser de nuestra
clase media cuando tantos de nosotros podemos quedarnos en casa durante tanto
tiempo? A medida que transcurre el tiempo suspendido, gastamos los recursos que
nos quedan en comida, comunicación y entretenimiento. ¿Con quién contamos,
mientras tanto, para esbozar un futuro para todos nosotros? Bloqueo mental
El inmenso miedo existente ha
encontrado escasas ideas para aliviarlo. Hasta ahora, ni un solo gobierno u
organismo multinacional ha esbozado siquiera medidas que aborden las causas
fundamentales del brote, en lugar de limitarse simplemente tratar sus
consecuencias. Mientras tanto, los multimillonarios cosechan elogios populares
por contribuir con sumas que son insignificantes en comparación con sus propias
fortunas, por no mencionar los presupuestos estatales. Los comentaristas profesionales,
por su parte, han tendido a recurrir a temas agotados: el colapso del
capitalismo, la desaparición de la democracia, el fin del imperio, la agonía de
Occidente, la crisis terminal de Europa, el surgimiento de los tigres
asiáticos, o los atractivos de la dictadura. Esos tópicos no excluyen el
periodismo reflexivo, pero el espacio que ocupa es desalentador.
Este desequilibrio se hace eco de
crisis pasadas: ni el terrorismo, ni el colapso financiero, ni el colapso
petrolero o el cambio climático han motivado una búsqueda introspectiva en una
escala que pueda transformar nuestros sistemas. Nuestro instinto arrollador
prefiere un statu quo roto: modificamos el mundo que conocemos por temor
a lo que podría implicar un cambio radical. Europa rescatará a las aerolíneas
con dinero que podría invertir en el transporte público de todo el continente,
y retrasará la aplicación de impuestos al plástico solo para iniciar la
producción de mascarillas. Líderes tan distintos como Emmanuel Macron y Boris
Johnson están saliendo igualmente beneficiados en las encuestas, superando la
pandemia sin cambiar tangiblemente sus visiones del mundo. En Estados Unidos,
donde unas trascendentales elecciones están en el horizonte, el Partido
Demócrata se decidió por el tipo más deprimente posible, como si jugar a lo
seguro fuera la mejor opción.
Lo que explica esta combinación única
de pánico emocional y apatía intelectual es, sin duda, la naturaleza híbrida de
la covid-19: para aquellos de nosotros menos afectados, es lo suficientemente
aterradora como para inquietarnos, pero es aún manejable con jabón, aislamiento
y música en el balcón. En los hospitales públicos, los campamentos de
refugiados y las comunidades empobrecidas de todo el mundo, las crisis
económicas y de salud pública son demasiado reales. Sin embargo, para muchos de
nosotros, en la clase media, este supuesto fin del mundo no está siendo tan
malo. Si somos honestos con nosotros mismos, incluso podemos admitir que
comemos bien y nos divertimos un poco. Esta forma más leve de apocalipsis
podría servir, perversamente, para liberar y reducir todas esas ansiedades que
habíamos estado alimentando en los últimos años mientras nos preparábamos
contra el diluvio de presagios del cambio climático. Si tenemos la suerte de no
perder nuestros trabajos ni a nuestros parientes, ¿nos va a incitar a actuar
esta supervivencia?
Como las instituciones de las que
dependemos colectivamente han quedado expuestas como lo que son -no solo que no
están preparadas, sino que al parecer carecen de presupuesto-, la salvación
parece depender más que nunca de nuestras propias iniciativas a pequeña escala.
En ese frente, la covid-19 plantea un problema interesante: en lugar de suponer
que va a surgir mecánicamente algo bueno de esta “convulsión del sistema”, nos
corresponde a nosotros definir en qué consistirá ese bien. A partir de cero
Las comparaciones con pandemias
pasadas no aportan mucha orientación. Contrariamente a la sabiduría
convencional, no debemos el resurgimiento a la plaga sino a toda una variedad
de factores, que incluyen: la traumática invasión otomana; el comercio, la
migración y la polinización intercultural; el advenimiento de la imprenta;
nuestra capacidad inherente para reinventarnos de forma obstinada. Del mismo
modo, la covid-19 no aplanará para nosotros ninguna de las curvas que
intensificó: el miedo, el resentimiento, la soledad, el desempleo, la
xenofobia, el populismo y la especulación son enfermedades que debemos
enfrentar por nosotros mismos.
Hay señales inspiradoras,
aunque es difícil adivinar sus efectos a largo plazo. A nivel individual, la
crisis puede ser una experiencia más transformadora de lo que parece. Ha
conducido a un redescubrimiento reconfortante de la naturaleza: las ballenas y
los delfines han suplantado a los turistas en Calanques y Venecia, y los
Himalayas han podido atravesar la niebla tóxica. Tales imágenes nos conmueven
profundamente, como si emergiéramos tarde de un peligroso duermevela.
La quietud ha provocado otra forma de
despertar, después de décadas de hipermovilidad. El estado de agitación del
mundo empeoró mucho a partir de la década de 1980 como resultado de una
combinación de factores: envío de contenedores, producción deslocalizada,
movilidad profesional, trenes de alta velocidad y domesticación de los
ordenadores, por citar algunos. La aceleración vertiginosa resultante ha hecho
que la reciente desaceleración sea tan desestabilizadora como, posiblemente,
muy necesaria. Ha revelado la omnipresencia de “trabajos de mierda”, citando a
David Graeber, así como de reuniones de
mierda.
Previsiblemente, el aislamiento nos ha
obligado a ser creativos en cómo nos conectamos con los demás. Algunos lazos
interpersonales se han fortalecido en torno a un sentido de confianza mutua.
Numerosas iniciativas informales y de pequeña escala, desde prestar
apartamentos a los jóvenes hasta entregar alimentos a los ancianos, han luchado
no solo contra la enfermedad, sino también contra el contagio de “que cada
persona se apañe como pueda”. De hecho, ahora nos enfrentamos a una enfermedad
que realmente capta el enigma de nuestra época: el mundo está tan lleno de
seres humanos que debemos ser tontos al pensar que realmente podemos resolver
nuestros problemas si nos apartamos más los unos de los otros.
Volver a conectarnos con
el entorno, con los familiares y con uno mismo pueden parecer triviales o
autocomplacientes, pero puede sentirse que hay un cuestionamiento más profundo.
Nuestro privilegio es también nuestra responsabilidad: nuestro deber radica en
hacer algo más que dejar pasar el tiempo, desahogar nuestro aburrimiento y
adoptar una postura justa. Si el mundo vuelve a su ser insostenible, preñado de
enfermedades aún peores, solo nosotros tendremos la culpa. El tiempo de
inactividad bajo el confinamiento deja a los afortunados la posibilidad de
reflexionar sobre cuestiones importantes: cuando hayamos terminado con la parte
de “quédate en casa”, ¿qué haremos para continuar “salvando vidas”?
La lucha se reduce en gran medida a
combatir nuestros propios instintos. En los últimos años, la clase media se ha
estado encerrando en sí misma, en un combate de retaguardia para proteger sus
niveles de vida. Consumimos de manera más responsable, pero por lo general
igual. Podemos aferrarnos a trabajos que pagan mucho más de lo que enriquecen a
la sociedad. Pagamos nuestros impuestos, pero, ante la disminución de los
rendimientos, nos defendemos también de la marea creciente de los pobres.
Políticamente estamos divididos entre dos opciones regresivas: conservadores
titulados, que prometen restaurar el mundo tal como lo conocíamos, y populistas
estridentes, que tienen una forma diferente de decir lo mismo. Esta mentalidad
defensiva ha hecho cualquier cosa menos mejorar nuestro destino, exigir
responsabilidades a las élites y situar la economía en una trayectoria más
sostenible.
La covid-19 podría hacer que nos miremos aún más
introspectivamente mientras nos retiramos a un espacio nuestro cada vez más
reducido. La única alternativa es ir en
dirección opuesta y ser más radical en todo lo que hacemos. No podremos
salvarnos si nos escondemos ante las enfermedades buscando la protección de
élites condescendientes mientras nos olvidamos de los menos afortunados.
Debemos exigir más a quienes dirigen y cuidar más a quienes más lo necesitan.
Ya no podemos ser la clase media que se limita simplemente a salir del paso. Ventana de hotel (Edward Hopper)Peter fundó Synaps para volcar sus veinte años de experiencia
trabajando en el mundo árabe. Durante este itinerario, que le llevó de
Iraq al Líbano, a Siria, Egipto, Arabia Saudí y de regreso de nuevo al
Líbano, combinó el mundo académico con el periodismo, las consultorías y
un mandato de diez años en el International Crisis Group. Ciudadano
francés nacido en Inglaterra, estudió biología antes de cambiarse a las
ciencias políticas y la sociología, y vivió feliz para siempre… Fuente:
https://www.synaps.network/post/world-in-crisis-post-covid
Esta
traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad
y mencionar al autor, a la traductora y a Rebelión.orgcomo fuente de la
misma.
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