Foto Portada: Hotel junto a las vías del tren (Edward Hopper)
El brote de una nueva enfermedad infecciosa apenas ha servido para unirnos. Más bien ha demostrado ser intensamente polarizante, en línea con la política, la economía y los asuntos internacionales de la época. Si llegara a encontrarse un punto de acuerdo, consistiría en la idea de que las cosas, de aquí en adelante, no pueden sino cambiar de una forma u otra. Pero incluso este supuesto consenso se rompe rápidamente.
El pronóstico más pesimista para el mundo poscovid sugiere que la distancia y la desconfianza pueden relajarse pero siguen siendo la norma. Los confinamientos podrían tener altibajos, los muros fronterizos elevarse, la xenofobia intensificarse y las mascarillas seguir en boga mientras lidiamos con las catastróficas consecuencias sociales y económicas de la crisis. En la visión más optimista, nuestros políticos y magnates darían marcha atrás de forma constructiva, trabajando para restaurar la equidad social y el equilibrio ecológico con un nuevo sentido de urgencia. En algún lugar intermedio, una narrativa cautelosamente esperanzadora pasaría por una creciente movilización, solidaridad y conciencia que allanen el camino hacia un mañana mejor.
Por ahora, es mucho más fácil ver que los escenarios más sombríos se afianzan, ya que no podemos articular con cierta claridad qué mecanismo podría provocar el cambio que deseamos ver. La covid-19 ha tenido un efecto paralizador en partes de la sociedad que son esenciales para imaginar nuestro futuro: la clase media, o lo que queda de ella, como último amortiguador entre las élites enajenadas y los pobres exhaustos. Si bien la clase alta está demasiado invertida en nuestros rotos sistemas, la clase baja no puede transformarlos por sí sola, sobre todo a medida que las circunstancias empeoran. Todo depende en gran medida del estrato intermedio, cuya peor apuesta es recluirse en sí mismo.
Sabemos poco sobre el virus, que puede ser el precursor de peores pandemias que están por venir. Pero nos conocemos lo suficientemente bien como para hacer introspección y elaborar estrategias. Mientras esperamos que los epidemiólogos, biólogos y expertos en salud pública resuelvan los aspectos más técnicos de nuestro problema, nos corresponde pensar qué tipo de mundo queremos salvar.
La enfermedad de los datos
Podría decirse que el aspecto más llamativo de esta crisis es lo que revela sobre nuestra relación con los datos. La proliferación de rastreadores y paneles de control refleja un intenso deseo de encontrar algo de verdad y alivio en los números. El eslogan más popular de la época es en sí mismo una referencia matemática propia de enteradillos: #aplanar la curva. La gente común de todo el mundo hace inventario de cifras complejas sobre mascarillas, pruebas, camas, UCI y respiradores casi como si consultaran la información meteorológica.
Sin embargo, gran parte de los datos son técnicos y difíciles de interpretar. Las cifras aparentemente claras son a menudo engañosas porque ocultan criterios inconsistentes de diagnóstico y desarrollan capacidades de prueba y mecanismos de recogida y recopilación imperfectos. En Francia, por ejemplo, rara vez se examina a los ancianos para detectar la presencia de la covid-19 cuando mueren, dejando un punto ciego en una cohorte que intentamos proteger. Los países de todo el mundo continúan midiendo sus resultados en comparación con los de China, aunque Pekín se centró tanto en dar forma a la narrativa a través de la investigación de los datos como en contener la enfermedad. No obstante, se consume y se comparte información imperfecta de forma compulsiva. Los números reflejan a menudo nuestro estado de ánimo, manteniendo el pánico o la calma en función del momento.
Esas ambigüedades crean una conversación global incoherente. Tiene sentido que comparemos entre los Estados de Asia occidental y oriental que publican cifras de manera transparente. Pero es difícil ver qué sentido tiene colocar a esos países en un gráfico junto a Rusia, Egipto o Irán. Algunos gobiernos pueden descuidar por completo documentar la epidemia, ya sea para ocultar sus fallos o por falta de recursos. El pico en los casos de la covid puede ir y venir, en gran medida inadvertido, en sociedades empobrecidas o devastadas por la guerra que ya sufren altas tasas de mortalidad.
Inevitablemente, nuestra obsesión con los datos prioriza ciertas métricas sobre otras. Las tasas de contagio y mortalidad han absorbido naturalmente la mayor parte de la atención. Otros aspectos de datos secundarios alivian o intensifican nuestra ansiedad: desde gráficos que ilustran el desempleo hasta cifras anecdóticas sobre la disminución de la contaminación e historias reconfortantes sobre el retorno a la naturaleza. Pero hay que buscar mucho más los gráficos que explican qué fue lo que ayudó a generar la crisis: la covid-19 es una entre la serie de epidemias de origen animal que se remontan al comportamiento humano; su difusión inicial por todo el mundo siguió cuidadosamente las rutas febriles del tráfico aéreo; y el desmantelamiento de la infraestructura de la salud pública puede cartografiarse en las crecientes desigualdades. En otras palabras, los datos fidedignos se han centrado abrumadoramente en el virus en sí, separando de forma extraña un síndrome globalizado de su contexto.
Ansias de control
En el centro de nuestra fijación por las cifras está la inquietante realidad de que esta enfermedad persistirá durante meses, y probablemente años, en nuestras vidas. Los datos, aunque poco prácticos, brindan una sensación de control y claridad frente a preguntas que a menudo no tienen respuesta: ¿Me he contagiado? ¿Cuáles son mis probabilidades? ¿Por qué algunos se recuperan mejor que otros? ¿Ya hemos llegado al pico? ¿Cuándo disminuirá mi ansiedad? La covid-10 ha provocado un tipo de reacción emocional, un despertar repentino a la fugacidad de uno que rara vez se da a esta escala.
Esta angustia se debe en parte a la cualidad nebulosa y cambiante del virus. Además de ser a partes iguales invisible e infecciosa, la covid-19 toma formas desconcertantemente distintas en diferentes casos. Parece golpear al azar, y puede enviar con toda celeridad a personas sanas de sus hogares a una UCI y a la tumba. Amenaza lo más querido: nuestros familiares más cercanos. Su misterio se basa también en nuestra propia respuesta, ya que evitamos la infección al reducir el contacto humano. Como individuos enmascarados que permanecen asiduamente separados en las colas de las tiendas de comestibles, hemos intentado proteger la vida haciendo que gran parte de ella se vuelva mórbida.
La angustia de hoy tiene raíces históricas. Nuestra fe innata en los números y la ciencia se remonta al crecimiento simultáneo de la clase media y el sector sanitario en el siglo XIX. La industrialización, la acelerada urbanización y el advenimiento de la guerra total requirieron una mejor higiene y una medicina empíricamente probada, lo que a su vez alimentó un creciente apetito por las estadísticas. Con la sanidad pública surgió la nueva disciplina de la epidemiología, la promesa quimérica de erradicar la enfermedad y una concepción del progreso basada en vivir vidas cada vez más largas, seguras y saludables. En el siglo XX, el hospital llegó a encarnar un sentido contemporáneo de certeza: ahí es donde ponemos nuestras vidas, en manos de la ciencia. Es un santuario que cuenta todo religiosamente, no solo muertes y recuperaciones, sino la temperatura, el pulso, las células sanguíneas y las píldoras. Ahí, las gráficas son sagradas.
Nuestra obsesión colectiva con los datos es una prueba de nuestra continua fe en las soluciones tecnocráticas que conforman todo tipo de políticas. Incluso los gobiernos que no recopilan datos fiables publicarán estadísticas que luego alimentarán agregados como los Objetivos de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas. Las agencias humanitarias y de desarrollo producirán profusamente métricas dudosas para dar a su trabajo un brillo científico. Los números, aunque útiles a veces, se han convertido en un fetiche. Proyectan un aura de mensurabilidad y control que se adapta a nuestro espíritu de clase media: puede que denigremos a nuestras enfermas burocracias, pero seguimos buscando refugio en su lógica.
La covid-19 le da la vuelta a toda esta ideología. Elude en gran medida cifras significativas, dada la velocidad y el secretismo con el que se propaga. Mientras tanto, secuestra el funcionamiento de la sociedad moderna, sobre todo en las formas que definen a la clase media y a las élites: movilidad intensa, una maquinaria de salud pública que es a la vez central e infrafinanciada y una arraigada aversión a lo desconocido. La covid-19 ha desbaratado hasta ahora nuestro credo de gestión de riesgos. Nuestro último recurso, para mantener nuestros propios números fascinantes bajo control, ha sido cerrarlo todo. La covid controla ya nuestros sistemas mucho más que a la inversa.
La nueva guerra global
Para luchar contra este enemigo existencial, las naciones de todo el mundo han conjurado la metáfora de la guerra total, haciéndose eco y amplificando los reflejos autoritarios incrementados por años de contraterrorismo. A medida que nuestras sociedades se sienten amenazadas, buscamos consuelo en formas intrusivas y regresivas de control estatal; algunos han llegado tan lejos como para aplaudir el recurso de su gobierno a los poderes de emergencia, clamar por más vigilancia digital y alabar el modelo autoritario de Pekín.
Tanto los regímenes despóticos como los liberales lo captaron rápidamente, por lo que proyectaron tropos marciales de movilización, líneas de defensa, sacrificio y heroísmo. En lugares como Arabia Saudí o el sur del Líbano, el personal sanitario ha desfilado por las calles como si fueran soldados. En otros lugares, los Estados han aprovechado la crisis para promover sus propios intereses parroquiales en nombre de la defensa de la humanidad. Para China, la crisis ha hecho que se silencien las voces disidentes dentro del país mientras extiende su influencia en el extranjero. Francia intenta nuevamente liderar Europa. Irán culpa a todos de las sanciones. Egipto invierte en pequeños espectáculos, enviando una ayuda teatral a Italia y haciendo muy poco por su gente. La covid-19 permite una proyección de poder en la imagen de cualquier sistema político dado.
La mentalidad de búnker resultante -en la cual los Estados aumentan la retórica beligerante, sellan las fronteras y expanden la recogida de información de inteligencia a nuevos campos, como la salud pública- se siente incómodamente familiar. Nuestra respuesta a la covid-19 trasmite algunos de los trasfondos de la “guerra contra el terror” y la represión mundial contra los migrantes y los solicitantes de asilo. El riesgo está en redoblar el enfoque centrado en la seguridad y no invertir en soluciones más fundamentales. Por ejemplo, la ferviente imposición de costosos confinamientos sería más fácil de entender si se combinara con esfuerzos vigorosos para financiar el sector de la salud pública a través de una recaudación de impuestos más justa.
En diversos frentes, la guerra contra la covid-19 podría reflejar la guerra contra el terrorismo porque socava nuestras sociedades tanto como las protege. La campaña posterior al 2001 contra el yihadismo se prolongó, consumió recursos gigantescos, justificó comportamientos abusivos y dividió a las sociedades internamente, todo lo imaginable mientras fracasaba en su declarada misión. El virus también nos aterroriza y se presta para estigmatizar a categorías enteras de personas. En la India, los musulmanes están ahora acusados de decantarse por la covid-19 contra el cuerpo político. En otros lugares, la desconfianza en el Otro se ha disparado a su manera: el ostracismo se ha enfocado en los extranjeros no deseados, en las minorías consideradas desviadas, en el populacho, pero también contra colegas o vecinos que simplemente se consideraban negligentes.
La creciente polarización se vincula a niveles asombrosos de señalización de virtud. Uber, cuyo modelo de negocio se basa en el desprecio del capital humano, les envía a los clientes mensajes como “por favor, tengan en cuenta el bienestar de su conductor”. En todo el mundo, las personas publican selfis con mascarillas en casa, conduciendo sus propios autos con guantes; e insertando lemas como #Quedarse en Casa Salva Vidas en sus perfiles de las redes sociales. Se ha glorificado o castigado a los trabajadores por eludir las reglas de distanciamiento social, dependiendo de si lo hacían mientras estaban a nuestro servicio o estaban valiéndose por sí mismos. Algunas enfermeras se molestan de que las caricaturicen como heroínas y preferirían ver mejoras en sus condiciones de trabajo. Los eslóganes bien intencionados pueden desviar la responsabilidad de los gobiernos y debilitar a aquellos que afirmamos idolatrar.
Nuestra hipocresía clasista podría extenderse al ámbito político. La salud, como la seguridad, tiene un lado imperativo que la pone fuera de toda duda. Mientras persista la enfermedad, las reuniones indeseables podrían ser fácilmente consideradas socialmente irresponsables: las protestas se han convertido en una amenaza sanitaria, cuando no en un delito cívico. El distanciamiento social, útil para reducir el contagio, es también la negación del disenso activo. Un orden perfectamente saludable supondría el fin de la política en un momento en que exhortar a nuestros políticos a actuar es cada vez más urgente.
Mientras (no) estamos mirando
El confinamiento está reforzando de hecho una serie de dinámicas preexistentes peligrosas. Aunque su eficacia exacta y los costes finales siguen desconociéndose, muchos lo han aceptado como un mal necesario, lo que le permite extenderse por todo el mundo como la panacea. En África y Asia, algunos Estados impusieron la cuarentena como reacción instintiva, aunque sus poblaciones jóvenes y pobres pueden resultar menos vulnerables ante la covid-19 que ante el hambre. El Líbano implementó el confinamiento preventivamente como un fin en sí mismo, descuidando apuntalar su sistema de salud pública en paralelo. Las medidas alternativas, como las pruebas masivas y el rastreo de los contactos han sido la excepción; en casi todas partes, la norma ha sido quedarse y esperar. Pero, mientras observamos desde la ventana, van imponiéndose tendencias amenazadoras.
En primer lugar, se está redefiniendo al individuo de manera que sirva a nuestros sistemas, cuando debería ocurrir al contrario. La movilidad humana se reduce a comportamientos funcionales: consumo, mantenimiento del estado físico y trabajo esencial, a expensas de las libertades fundamentales. Esto parecería un pequeño sacrificio si no fuera por los muros que se han ido cerrando ante nosotros en los últimos años: restricciones progresivas en los viajes, la invasión digital de la privacidad y la creciente represión del disenso político. Al mismo tiempo, nuestros defectuosos sistemas transfieren los costes crecientes de sus fracasos al individuo: cuando no estamos rescatando a los bancos corruptos, asumiendo préstamos paralizantes para compensar el deterioro de la educación pública y luchando para reducir nuestras propias pequeñas contribuciones a la crisis medioambiental, nos quedamos en casa para dar un respiro a los mal financiados sectores de la sanidad pública.
En segundo lugar, el confinamiento aumenta nuestra dependencia de las peores prácticas empresariales. Es probable que trabajar de forma remota catalice el cambio hacia el empleo estilo Uber: si Vd. es realmente productivo desde su hogar, su empleador puede decidir ahorrar espacio de oficina y gastos generales como preludio de una mayor “flexibilidad”. Mientras tanto, la crisis recompensa a las industrias que, cada una a su manera, han dañado nuestros ecosistemas, marcos políticos y tejido social: productos químicos y farmacéuticos, alimentos procesados, venta minorista masiva, microelectrónica, vigilancia y redes sociales generadoras de rumores. Saldrán enriquecidas, mientras que los estados del bienestar, las sociedades civiles y muchos actores económicos más pequeños, aunque vitales, contarán sus pérdidas cuando más los necesitemos.
En tercer lugar, estamos presenciando (y posiblemente participando) la destrucción de la clase media, que desde hace mucho tiempo se ha ido reduciendo debido a los efectos combinados de la disminución de los beneficios sociales, el aumento de los costes de la educación y un empleo cada vez más precario. La covid-19 amenaza con acelerar ese proceso destruyendo la economía en general, pero también planteando preguntas sobre el carácter “no esencial” de grandes sectores de la población. Las exhibiciones públicas de cocina creativa, paternidad y rutinas de ejercicios físicos revelan una peligrosa mezcla de privilegios y futilidad. Esta subcultura del confinamiento puede entenderse como un mecanismo de defensa. Pero eso en sí mismo es un signo de crisis. ¿Cuál es la razón de ser de nuestra clase media cuando tantos de nosotros podemos quedarnos en casa durante tanto tiempo? A medida que transcurre el tiempo suspendido, gastamos los recursos que nos quedan en comida, comunicación y entretenimiento. ¿Con quién contamos, mientras tanto, para esbozar un futuro para todos nosotros?
Bloqueo mental
El inmenso miedo existente ha encontrado escasas ideas para aliviarlo. Hasta ahora, ni un solo gobierno u organismo multinacional ha esbozado siquiera medidas que aborden las causas fundamentales del brote, en lugar de limitarse simplemente tratar sus consecuencias. Mientras tanto, los multimillonarios cosechan elogios populares por contribuir con sumas que son insignificantes en comparación con sus propias fortunas, por no mencionar los presupuestos estatales. Los comentaristas profesionales, por su parte, han tendido a recurrir a temas agotados: el colapso del capitalismo, la desaparición de la democracia, el fin del imperio, la agonía de Occidente, la crisis terminal de Europa, el surgimiento de los tigres asiáticos, o los atractivos de la dictadura. Esos tópicos no excluyen el periodismo reflexivo, pero el espacio que ocupa es desalentador.
Este desequilibrio se hace eco de crisis pasadas: ni el terrorismo, ni el colapso financiero, ni el colapso petrolero o el cambio climático han motivado una búsqueda introspectiva en una escala que pueda transformar nuestros sistemas. Nuestro instinto arrollador prefiere un statu quo roto: modificamos el mundo que conocemos por temor a lo que podría implicar un cambio radical. Europa rescatará a las aerolíneas con dinero que podría invertir en el transporte público de todo el continente, y retrasará la aplicación de impuestos al plástico solo para iniciar la producción de mascarillas. Líderes tan distintos como Emmanuel Macron y Boris Johnson están saliendo igualmente beneficiados en las encuestas, superando la pandemia sin cambiar tangiblemente sus visiones del mundo. En Estados Unidos, donde unas trascendentales elecciones están en el horizonte, el Partido Demócrata se decidió por el tipo más deprimente posible, como si jugar a lo seguro fuera la mejor opción.
Lo que explica esta combinación única de pánico emocional y apatía intelectual es, sin duda, la naturaleza híbrida de la covid-19: para aquellos de nosotros menos afectados, es lo suficientemente aterradora como para inquietarnos, pero es aún manejable con jabón, aislamiento y música en el balcón. En los hospitales públicos, los campamentos de refugiados y las comunidades empobrecidas de todo el mundo, las crisis económicas y de salud pública son demasiado reales. Sin embargo, para muchos de nosotros, en la clase media, este supuesto fin del mundo no está siendo tan malo. Si somos honestos con nosotros mismos, incluso podemos admitir que comemos bien y nos divertimos un poco. Esta forma más leve de apocalipsis podría servir, perversamente, para liberar y reducir todas esas ansiedades que habíamos estado alimentando en los últimos años mientras nos preparábamos contra el diluvio de presagios del cambio climático. Si tenemos la suerte de no perder nuestros trabajos ni a nuestros parientes, ¿nos va a incitar a actuar esta supervivencia?
Como las instituciones de las que dependemos colectivamente han quedado expuestas como lo que son -no solo que no están preparadas, sino que al parecer carecen de presupuesto-, la salvación parece depender más que nunca de nuestras propias iniciativas a pequeña escala. En ese frente, la covid-19 plantea un problema interesante: en lugar de suponer que va a surgir mecánicamente algo bueno de esta “convulsión del sistema”, nos corresponde a nosotros definir en qué consistirá ese bien.
A partir de cero
Las comparaciones con pandemias pasadas no aportan mucha orientación. Contrariamente a la sabiduría convencional, no debemos el resurgimiento a la plaga sino a toda una variedad de factores, que incluyen: la traumática invasión otomana; el comercio, la migración y la polinización intercultural; el advenimiento de la imprenta; nuestra capacidad inherente para reinventarnos de forma obstinada. Del mismo modo, la covid-19 no aplanará para nosotros ninguna de las curvas que intensificó: el miedo, el resentimiento, la soledad, el desempleo, la xenofobia, el populismo y la especulación son enfermedades que debemos enfrentar por nosotros mismos.
Hay señales inspiradoras, aunque es difícil adivinar sus efectos a largo plazo. A nivel individual, la crisis puede ser una experiencia más transformadora de lo que parece. Ha conducido a un redescubrimiento reconfortante de la naturaleza: las ballenas y los delfines han suplantado a los turistas en Calanques y Venecia, y los Himalayas han podido atravesar la niebla tóxica. Tales imágenes nos conmueven profundamente, como si emergiéramos tarde de un peligroso duermevela.
La quietud ha provocado otra forma de despertar, después de décadas de hipermovilidad. El estado de agitación del mundo empeoró mucho a partir de la década de 1980 como resultado de una combinación de factores: envío de contenedores, producción deslocalizada, movilidad profesional, trenes de alta velocidad y domesticación de los ordenadores, por citar algunos. La aceleración vertiginosa resultante ha hecho que la reciente desaceleración sea tan desestabilizadora como, posiblemente, muy necesaria. Ha revelado la omnipresencia de “trabajos de mierda”, citando a David Graeber, así como de reuniones de mierda.
Previsiblemente, el aislamiento nos ha obligado a ser creativos en cómo nos conectamos con los demás. Algunos lazos interpersonales se han fortalecido en torno a un sentido de confianza mutua. Numerosas iniciativas informales y de pequeña escala, desde prestar apartamentos a los jóvenes hasta entregar alimentos a los ancianos, han luchado no solo contra la enfermedad, sino también contra el contagio de “que cada persona se apañe como pueda”. De hecho, ahora nos enfrentamos a una enfermedad que realmente capta el enigma de nuestra época: el mundo está tan lleno de seres humanos que debemos ser tontos al pensar que realmente podemos resolver nuestros problemas si nos apartamos más los unos de los otros.
Volver a conectarnos con el entorno, con los familiares y con uno mismo pueden parecer triviales o autocomplacientes, pero puede sentirse que hay un cuestionamiento más profundo. Nuestro privilegio es también nuestra responsabilidad: nuestro deber radica en hacer algo más que dejar pasar el tiempo, desahogar nuestro aburrimiento y adoptar una postura justa. Si el mundo vuelve a su ser insostenible, preñado de enfermedades aún peores, solo nosotros tendremos la culpa. El tiempo de inactividad bajo el confinamiento deja a los afortunados la posibilidad de reflexionar sobre cuestiones importantes: cuando hayamos terminado con la parte de “quédate en casa”, ¿qué haremos para continuar “salvando vidas”?
La lucha se reduce en gran medida a combatir nuestros propios instintos. En los últimos años, la clase media se ha estado encerrando en sí misma, en un combate de retaguardia para proteger sus niveles de vida. Consumimos de manera más responsable, pero por lo general igual. Podemos aferrarnos a trabajos que pagan mucho más de lo que enriquecen a la sociedad. Pagamos nuestros impuestos, pero, ante la disminución de los rendimientos, nos defendemos también de la marea creciente de los pobres. Políticamente estamos divididos entre dos opciones regresivas: conservadores titulados, que prometen restaurar el mundo tal como lo conocíamos, y populistas estridentes, que tienen una forma diferente de decir lo mismo. Esta mentalidad defensiva ha hecho cualquier cosa menos mejorar nuestro destino, exigir responsabilidades a las élites y situar la economía en una trayectoria más sostenible.
La covid-19 podría hacer que nos miremos aún más introspectivamente mientras nos retiramos a un espacio nuestro cada vez más reducido. La única alternativa es ir en dirección opuesta y ser más radical en todo lo que hacemos. No podremos salvarnos si nos escondemos ante las enfermedades buscando la protección de élites condescendientes mientras nos olvidamos de los menos afortunados. Debemos exigir más a quienes dirigen y cuidar más a quienes más lo necesitan. Ya no podemos ser la clase media que se limita simplemente a salir del paso.
Peter fundó Synaps para volcar sus veinte años de experiencia trabajando en el mundo árabe. Durante este itinerario, que le llevó de Iraq al Líbano, a Siria, Egipto, Arabia Saudí y de regreso de nuevo al Líbano, combinó el mundo académico con el periodismo, las consultorías y un mandato de diez años en el International Crisis Group. Ciudadano francés nacido en Inglaterra, estudió biología antes de cambiarse a las ciencias políticas y la sociología, y vivió feliz para siempre…
Fuente:
Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, a la traductora y a Rebelión.org como fuente de la misma.
El brote de una nueva enfermedad infecciosa apenas ha servido para unirnos. Más bien ha demostrado ser intensamente polarizante, en línea con la política, la economía y los asuntos internacionales de la época. Si llegara a encontrarse un punto de acuerdo, consistiría en la idea de que las cosas, de aquí en adelante, no pueden sino cambiar de una forma u otra. Pero incluso este supuesto consenso se rompe rápidamente.
El pronóstico más pesimista para el mundo poscovid sugiere que la distancia y la desconfianza pueden relajarse pero siguen siendo la norma. Los confinamientos podrían tener altibajos, los muros fronterizos elevarse, la xenofobia intensificarse y las mascarillas seguir en boga mientras lidiamos con las catastróficas consecuencias sociales y económicas de la crisis. En la visión más optimista, nuestros políticos y magnates darían marcha atrás de forma constructiva, trabajando para restaurar la equidad social y el equilibrio ecológico con un nuevo sentido de urgencia. En algún lugar intermedio, una narrativa cautelosamente esperanzadora pasaría por una creciente movilización, solidaridad y conciencia que allanen el camino hacia un mañana mejor.
Por ahora, es mucho más fácil ver que los escenarios más sombríos se afianzan, ya que no podemos articular con cierta claridad qué mecanismo podría provocar el cambio que deseamos ver. La covid-19 ha tenido un efecto paralizador en partes de la sociedad que son esenciales para imaginar nuestro futuro: la clase media, o lo que queda de ella, como último amortiguador entre las élites enajenadas y los pobres exhaustos. Si bien la clase alta está demasiado invertida en nuestros rotos sistemas, la clase baja no puede transformarlos por sí sola, sobre todo a medida que las circunstancias empeoran. Todo depende en gran medida del estrato intermedio, cuya peor apuesta es recluirse en sí mismo.
Sabemos poco sobre el virus, que puede ser el precursor de peores pandemias que están por venir. Pero nos conocemos lo suficientemente bien como para hacer introspección y elaborar estrategias. Mientras esperamos que los epidemiólogos, biólogos y expertos en salud pública resuelvan los aspectos más técnicos de nuestro problema, nos corresponde pensar qué tipo de mundo queremos salvar.
La enfermedad de los datos
Podría decirse que el aspecto más llamativo de esta crisis es lo que revela sobre nuestra relación con los datos. La proliferación de rastreadores y paneles de control refleja un intenso deseo de encontrar algo de verdad y alivio en los números. El eslogan más popular de la época es en sí mismo una referencia matemática propia de enteradillos: #aplanar la curva. La gente común de todo el mundo hace inventario de cifras complejas sobre mascarillas, pruebas, camas, UCI y respiradores casi como si consultaran la información meteorológica.
Sin embargo, gran parte de los datos son técnicos y difíciles de interpretar. Las cifras aparentemente claras son a menudo engañosas porque ocultan criterios inconsistentes de diagnóstico y desarrollan capacidades de prueba y mecanismos de recogida y recopilación imperfectos. En Francia, por ejemplo, rara vez se examina a los ancianos para detectar la presencia de la covid-19 cuando mueren, dejando un punto ciego en una cohorte que intentamos proteger. Los países de todo el mundo continúan midiendo sus resultados en comparación con los de China, aunque Pekín se centró tanto en dar forma a la narrativa a través de la investigación de los datos como en contener la enfermedad. No obstante, se consume y se comparte información imperfecta de forma compulsiva. Los números reflejan a menudo nuestro estado de ánimo, manteniendo el pánico o la calma en función del momento.
Esas ambigüedades crean una conversación global incoherente. Tiene sentido que comparemos entre los Estados de Asia occidental y oriental que publican cifras de manera transparente. Pero es difícil ver qué sentido tiene colocar a esos países en un gráfico junto a Rusia, Egipto o Irán. Algunos gobiernos pueden descuidar por completo documentar la epidemia, ya sea para ocultar sus fallos o por falta de recursos. El pico en los casos de la covid puede ir y venir, en gran medida inadvertido, en sociedades empobrecidas o devastadas por la guerra que ya sufren altas tasas de mortalidad.
Inevitablemente, nuestra obsesión con los datos prioriza ciertas métricas sobre otras. Las tasas de contagio y mortalidad han absorbido naturalmente la mayor parte de la atención. Otros aspectos de datos secundarios alivian o intensifican nuestra ansiedad: desde gráficos que ilustran el desempleo hasta cifras anecdóticas sobre la disminución de la contaminación e historias reconfortantes sobre el retorno a la naturaleza. Pero hay que buscar mucho más los gráficos que explican qué fue lo que ayudó a generar la crisis: la covid-19 es una entre la serie de epidemias de origen animal que se remontan al comportamiento humano; su difusión inicial por todo el mundo siguió cuidadosamente las rutas febriles del tráfico aéreo; y el desmantelamiento de la infraestructura de la salud pública puede cartografiarse en las crecientes desigualdades. En otras palabras, los datos fidedignos se han centrado abrumadoramente en el virus en sí, separando de forma extraña un síndrome globalizado de su contexto.
Ansias de control
En el centro de nuestra fijación por las cifras está la inquietante realidad de que esta enfermedad persistirá durante meses, y probablemente años, en nuestras vidas. Los datos, aunque poco prácticos, brindan una sensación de control y claridad frente a preguntas que a menudo no tienen respuesta: ¿Me he contagiado? ¿Cuáles son mis probabilidades? ¿Por qué algunos se recuperan mejor que otros? ¿Ya hemos llegado al pico? ¿Cuándo disminuirá mi ansiedad? La covid-10 ha provocado un tipo de reacción emocional, un despertar repentino a la fugacidad de uno que rara vez se da a esta escala.
Esta angustia se debe en parte a la cualidad nebulosa y cambiante del virus. Además de ser a partes iguales invisible e infecciosa, la covid-19 toma formas desconcertantemente distintas en diferentes casos. Parece golpear al azar, y puede enviar con toda celeridad a personas sanas de sus hogares a una UCI y a la tumba. Amenaza lo más querido: nuestros familiares más cercanos. Su misterio se basa también en nuestra propia respuesta, ya que evitamos la infección al reducir el contacto humano. Como individuos enmascarados que permanecen asiduamente separados en las colas de las tiendas de comestibles, hemos intentado proteger la vida haciendo que gran parte de ella se vuelva mórbida.
La angustia de hoy tiene raíces históricas. Nuestra fe innata en los números y la ciencia se remonta al crecimiento simultáneo de la clase media y el sector sanitario en el siglo XIX. La industrialización, la acelerada urbanización y el advenimiento de la guerra total requirieron una mejor higiene y una medicina empíricamente probada, lo que a su vez alimentó un creciente apetito por las estadísticas. Con la sanidad pública surgió la nueva disciplina de la epidemiología, la promesa quimérica de erradicar la enfermedad y una concepción del progreso basada en vivir vidas cada vez más largas, seguras y saludables. En el siglo XX, el hospital llegó a encarnar un sentido contemporáneo de certeza: ahí es donde ponemos nuestras vidas, en manos de la ciencia. Es un santuario que cuenta todo religiosamente, no solo muertes y recuperaciones, sino la temperatura, el pulso, las células sanguíneas y las píldoras. Ahí, las gráficas son sagradas.
Nuestra obsesión colectiva con los datos es una prueba de nuestra continua fe en las soluciones tecnocráticas que conforman todo tipo de políticas. Incluso los gobiernos que no recopilan datos fiables publicarán estadísticas que luego alimentarán agregados como los Objetivos de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas. Las agencias humanitarias y de desarrollo producirán profusamente métricas dudosas para dar a su trabajo un brillo científico. Los números, aunque útiles a veces, se han convertido en un fetiche. Proyectan un aura de mensurabilidad y control que se adapta a nuestro espíritu de clase media: puede que denigremos a nuestras enfermas burocracias, pero seguimos buscando refugio en su lógica.
La covid-19 le da la vuelta a toda esta ideología. Elude en gran medida cifras significativas, dada la velocidad y el secretismo con el que se propaga. Mientras tanto, secuestra el funcionamiento de la sociedad moderna, sobre todo en las formas que definen a la clase media y a las élites: movilidad intensa, una maquinaria de salud pública que es a la vez central e infrafinanciada y una arraigada aversión a lo desconocido. La covid-19 ha desbaratado hasta ahora nuestro credo de gestión de riesgos. Nuestro último recurso, para mantener nuestros propios números fascinantes bajo control, ha sido cerrarlo todo. La covid controla ya nuestros sistemas mucho más que a la inversa.
La nueva guerra global
Para luchar contra este enemigo existencial, las naciones de todo el mundo han conjurado la metáfora de la guerra total, haciéndose eco y amplificando los reflejos autoritarios incrementados por años de contraterrorismo. A medida que nuestras sociedades se sienten amenazadas, buscamos consuelo en formas intrusivas y regresivas de control estatal; algunos han llegado tan lejos como para aplaudir el recurso de su gobierno a los poderes de emergencia, clamar por más vigilancia digital y alabar el modelo autoritario de Pekín.
Tanto los regímenes despóticos como los liberales lo captaron rápidamente, por lo que proyectaron tropos marciales de movilización, líneas de defensa, sacrificio y heroísmo. En lugares como Arabia Saudí o el sur del Líbano, el personal sanitario ha desfilado por las calles como si fueran soldados. En otros lugares, los Estados han aprovechado la crisis para promover sus propios intereses parroquiales en nombre de la defensa de la humanidad. Para China, la crisis ha hecho que se silencien las voces disidentes dentro del país mientras extiende su influencia en el extranjero. Francia intenta nuevamente liderar Europa. Irán culpa a todos de las sanciones. Egipto invierte en pequeños espectáculos, enviando una ayuda teatral a Italia y haciendo muy poco por su gente. La covid-19 permite una proyección de poder en la imagen de cualquier sistema político dado.
La mentalidad de búnker resultante -en la cual los Estados aumentan la retórica beligerante, sellan las fronteras y expanden la recogida de información de inteligencia a nuevos campos, como la salud pública- se siente incómodamente familiar. Nuestra respuesta a la covid-19 trasmite algunos de los trasfondos de la “guerra contra el terror” y la represión mundial contra los migrantes y los solicitantes de asilo. El riesgo está en redoblar el enfoque centrado en la seguridad y no invertir en soluciones más fundamentales. Por ejemplo, la ferviente imposición de costosos confinamientos sería más fácil de entender si se combinara con esfuerzos vigorosos para financiar el sector de la salud pública a través de una recaudación de impuestos más justa.
En diversos frentes, la guerra contra la covid-19 podría reflejar la guerra contra el terrorismo porque socava nuestras sociedades tanto como las protege. La campaña posterior al 2001 contra el yihadismo se prolongó, consumió recursos gigantescos, justificó comportamientos abusivos y dividió a las sociedades internamente, todo lo imaginable mientras fracasaba en su declarada misión. El virus también nos aterroriza y se presta para estigmatizar a categorías enteras de personas. En la India, los musulmanes están ahora acusados de decantarse por la covid-19 contra el cuerpo político. En otros lugares, la desconfianza en el Otro se ha disparado a su manera: el ostracismo se ha enfocado en los extranjeros no deseados, en las minorías consideradas desviadas, en el populacho, pero también contra colegas o vecinos que simplemente se consideraban negligentes.
La creciente polarización se vincula a niveles asombrosos de señalización de virtud. Uber, cuyo modelo de negocio se basa en el desprecio del capital humano, les envía a los clientes mensajes como “por favor, tengan en cuenta el bienestar de su conductor”. En todo el mundo, las personas publican selfis con mascarillas en casa, conduciendo sus propios autos con guantes; e insertando lemas como #Quedarse en Casa Salva Vidas en sus perfiles de las redes sociales. Se ha glorificado o castigado a los trabajadores por eludir las reglas de distanciamiento social, dependiendo de si lo hacían mientras estaban a nuestro servicio o estaban valiéndose por sí mismos. Algunas enfermeras se molestan de que las caricaturicen como heroínas y preferirían ver mejoras en sus condiciones de trabajo. Los eslóganes bien intencionados pueden desviar la responsabilidad de los gobiernos y debilitar a aquellos que afirmamos idolatrar.
Nuestra hipocresía clasista podría extenderse al ámbito político. La salud, como la seguridad, tiene un lado imperativo que la pone fuera de toda duda. Mientras persista la enfermedad, las reuniones indeseables podrían ser fácilmente consideradas socialmente irresponsables: las protestas se han convertido en una amenaza sanitaria, cuando no en un delito cívico. El distanciamiento social, útil para reducir el contagio, es también la negación del disenso activo. Un orden perfectamente saludable supondría el fin de la política en un momento en que exhortar a nuestros políticos a actuar es cada vez más urgente.
Mientras (no) estamos mirando
El confinamiento está reforzando de hecho una serie de dinámicas preexistentes peligrosas. Aunque su eficacia exacta y los costes finales siguen desconociéndose, muchos lo han aceptado como un mal necesario, lo que le permite extenderse por todo el mundo como la panacea. En África y Asia, algunos Estados impusieron la cuarentena como reacción instintiva, aunque sus poblaciones jóvenes y pobres pueden resultar menos vulnerables ante la covid-19 que ante el hambre. El Líbano implementó el confinamiento preventivamente como un fin en sí mismo, descuidando apuntalar su sistema de salud pública en paralelo. Las medidas alternativas, como las pruebas masivas y el rastreo de los contactos han sido la excepción; en casi todas partes, la norma ha sido quedarse y esperar. Pero, mientras observamos desde la ventana, van imponiéndose tendencias amenazadoras.
En primer lugar, se está redefiniendo al individuo de manera que sirva a nuestros sistemas, cuando debería ocurrir al contrario. La movilidad humana se reduce a comportamientos funcionales: consumo, mantenimiento del estado físico y trabajo esencial, a expensas de las libertades fundamentales. Esto parecería un pequeño sacrificio si no fuera por los muros que se han ido cerrando ante nosotros en los últimos años: restricciones progresivas en los viajes, la invasión digital de la privacidad y la creciente represión del disenso político. Al mismo tiempo, nuestros defectuosos sistemas transfieren los costes crecientes de sus fracasos al individuo: cuando no estamos rescatando a los bancos corruptos, asumiendo préstamos paralizantes para compensar el deterioro de la educación pública y luchando para reducir nuestras propias pequeñas contribuciones a la crisis medioambiental, nos quedamos en casa para dar un respiro a los mal financiados sectores de la sanidad pública.
En segundo lugar, el confinamiento aumenta nuestra dependencia de las peores prácticas empresariales. Es probable que trabajar de forma remota catalice el cambio hacia el empleo estilo Uber: si Vd. es realmente productivo desde su hogar, su empleador puede decidir ahorrar espacio de oficina y gastos generales como preludio de una mayor “flexibilidad”. Mientras tanto, la crisis recompensa a las industrias que, cada una a su manera, han dañado nuestros ecosistemas, marcos políticos y tejido social: productos químicos y farmacéuticos, alimentos procesados, venta minorista masiva, microelectrónica, vigilancia y redes sociales generadoras de rumores. Saldrán enriquecidas, mientras que los estados del bienestar, las sociedades civiles y muchos actores económicos más pequeños, aunque vitales, contarán sus pérdidas cuando más los necesitemos.
En tercer lugar, estamos presenciando (y posiblemente participando) la destrucción de la clase media, que desde hace mucho tiempo se ha ido reduciendo debido a los efectos combinados de la disminución de los beneficios sociales, el aumento de los costes de la educación y un empleo cada vez más precario. La covid-19 amenaza con acelerar ese proceso destruyendo la economía en general, pero también planteando preguntas sobre el carácter “no esencial” de grandes sectores de la población. Las exhibiciones públicas de cocina creativa, paternidad y rutinas de ejercicios físicos revelan una peligrosa mezcla de privilegios y futilidad. Esta subcultura del confinamiento puede entenderse como un mecanismo de defensa. Pero eso en sí mismo es un signo de crisis. ¿Cuál es la razón de ser de nuestra clase media cuando tantos de nosotros podemos quedarnos en casa durante tanto tiempo? A medida que transcurre el tiempo suspendido, gastamos los recursos que nos quedan en comida, comunicación y entretenimiento. ¿Con quién contamos, mientras tanto, para esbozar un futuro para todos nosotros?
Bloqueo mental
El inmenso miedo existente ha encontrado escasas ideas para aliviarlo. Hasta ahora, ni un solo gobierno u organismo multinacional ha esbozado siquiera medidas que aborden las causas fundamentales del brote, en lugar de limitarse simplemente tratar sus consecuencias. Mientras tanto, los multimillonarios cosechan elogios populares por contribuir con sumas que son insignificantes en comparación con sus propias fortunas, por no mencionar los presupuestos estatales. Los comentaristas profesionales, por su parte, han tendido a recurrir a temas agotados: el colapso del capitalismo, la desaparición de la democracia, el fin del imperio, la agonía de Occidente, la crisis terminal de Europa, el surgimiento de los tigres asiáticos, o los atractivos de la dictadura. Esos tópicos no excluyen el periodismo reflexivo, pero el espacio que ocupa es desalentador.
Este desequilibrio se hace eco de crisis pasadas: ni el terrorismo, ni el colapso financiero, ni el colapso petrolero o el cambio climático han motivado una búsqueda introspectiva en una escala que pueda transformar nuestros sistemas. Nuestro instinto arrollador prefiere un statu quo roto: modificamos el mundo que conocemos por temor a lo que podría implicar un cambio radical. Europa rescatará a las aerolíneas con dinero que podría invertir en el transporte público de todo el continente, y retrasará la aplicación de impuestos al plástico solo para iniciar la producción de mascarillas. Líderes tan distintos como Emmanuel Macron y Boris Johnson están saliendo igualmente beneficiados en las encuestas, superando la pandemia sin cambiar tangiblemente sus visiones del mundo. En Estados Unidos, donde unas trascendentales elecciones están en el horizonte, el Partido Demócrata se decidió por el tipo más deprimente posible, como si jugar a lo seguro fuera la mejor opción.
Lo que explica esta combinación única de pánico emocional y apatía intelectual es, sin duda, la naturaleza híbrida de la covid-19: para aquellos de nosotros menos afectados, es lo suficientemente aterradora como para inquietarnos, pero es aún manejable con jabón, aislamiento y música en el balcón. En los hospitales públicos, los campamentos de refugiados y las comunidades empobrecidas de todo el mundo, las crisis económicas y de salud pública son demasiado reales. Sin embargo, para muchos de nosotros, en la clase media, este supuesto fin del mundo no está siendo tan malo. Si somos honestos con nosotros mismos, incluso podemos admitir que comemos bien y nos divertimos un poco. Esta forma más leve de apocalipsis podría servir, perversamente, para liberar y reducir todas esas ansiedades que habíamos estado alimentando en los últimos años mientras nos preparábamos contra el diluvio de presagios del cambio climático. Si tenemos la suerte de no perder nuestros trabajos ni a nuestros parientes, ¿nos va a incitar a actuar esta supervivencia?
Como las instituciones de las que dependemos colectivamente han quedado expuestas como lo que son -no solo que no están preparadas, sino que al parecer carecen de presupuesto-, la salvación parece depender más que nunca de nuestras propias iniciativas a pequeña escala. En ese frente, la covid-19 plantea un problema interesante: en lugar de suponer que va a surgir mecánicamente algo bueno de esta “convulsión del sistema”, nos corresponde a nosotros definir en qué consistirá ese bien.
A partir de cero
Las comparaciones con pandemias pasadas no aportan mucha orientación. Contrariamente a la sabiduría convencional, no debemos el resurgimiento a la plaga sino a toda una variedad de factores, que incluyen: la traumática invasión otomana; el comercio, la migración y la polinización intercultural; el advenimiento de la imprenta; nuestra capacidad inherente para reinventarnos de forma obstinada. Del mismo modo, la covid-19 no aplanará para nosotros ninguna de las curvas que intensificó: el miedo, el resentimiento, la soledad, el desempleo, la xenofobia, el populismo y la especulación son enfermedades que debemos enfrentar por nosotros mismos.
Hay señales inspiradoras, aunque es difícil adivinar sus efectos a largo plazo. A nivel individual, la crisis puede ser una experiencia más transformadora de lo que parece. Ha conducido a un redescubrimiento reconfortante de la naturaleza: las ballenas y los delfines han suplantado a los turistas en Calanques y Venecia, y los Himalayas han podido atravesar la niebla tóxica. Tales imágenes nos conmueven profundamente, como si emergiéramos tarde de un peligroso duermevela.
La quietud ha provocado otra forma de despertar, después de décadas de hipermovilidad. El estado de agitación del mundo empeoró mucho a partir de la década de 1980 como resultado de una combinación de factores: envío de contenedores, producción deslocalizada, movilidad profesional, trenes de alta velocidad y domesticación de los ordenadores, por citar algunos. La aceleración vertiginosa resultante ha hecho que la reciente desaceleración sea tan desestabilizadora como, posiblemente, muy necesaria. Ha revelado la omnipresencia de “trabajos de mierda”, citando a David Graeber, así como de reuniones de mierda.
Previsiblemente, el aislamiento nos ha obligado a ser creativos en cómo nos conectamos con los demás. Algunos lazos interpersonales se han fortalecido en torno a un sentido de confianza mutua. Numerosas iniciativas informales y de pequeña escala, desde prestar apartamentos a los jóvenes hasta entregar alimentos a los ancianos, han luchado no solo contra la enfermedad, sino también contra el contagio de “que cada persona se apañe como pueda”. De hecho, ahora nos enfrentamos a una enfermedad que realmente capta el enigma de nuestra época: el mundo está tan lleno de seres humanos que debemos ser tontos al pensar que realmente podemos resolver nuestros problemas si nos apartamos más los unos de los otros.
Volver a conectarnos con el entorno, con los familiares y con uno mismo pueden parecer triviales o autocomplacientes, pero puede sentirse que hay un cuestionamiento más profundo. Nuestro privilegio es también nuestra responsabilidad: nuestro deber radica en hacer algo más que dejar pasar el tiempo, desahogar nuestro aburrimiento y adoptar una postura justa. Si el mundo vuelve a su ser insostenible, preñado de enfermedades aún peores, solo nosotros tendremos la culpa. El tiempo de inactividad bajo el confinamiento deja a los afortunados la posibilidad de reflexionar sobre cuestiones importantes: cuando hayamos terminado con la parte de “quédate en casa”, ¿qué haremos para continuar “salvando vidas”?
La lucha se reduce en gran medida a combatir nuestros propios instintos. En los últimos años, la clase media se ha estado encerrando en sí misma, en un combate de retaguardia para proteger sus niveles de vida. Consumimos de manera más responsable, pero por lo general igual. Podemos aferrarnos a trabajos que pagan mucho más de lo que enriquecen a la sociedad. Pagamos nuestros impuestos, pero, ante la disminución de los rendimientos, nos defendemos también de la marea creciente de los pobres. Políticamente estamos divididos entre dos opciones regresivas: conservadores titulados, que prometen restaurar el mundo tal como lo conocíamos, y populistas estridentes, que tienen una forma diferente de decir lo mismo. Esta mentalidad defensiva ha hecho cualquier cosa menos mejorar nuestro destino, exigir responsabilidades a las élites y situar la economía en una trayectoria más sostenible.
La covid-19 podría hacer que nos miremos aún más introspectivamente mientras nos retiramos a un espacio nuestro cada vez más reducido. La única alternativa es ir en dirección opuesta y ser más radical en todo lo que hacemos. No podremos salvarnos si nos escondemos ante las enfermedades buscando la protección de élites condescendientes mientras nos olvidamos de los menos afortunados. Debemos exigir más a quienes dirigen y cuidar más a quienes más lo necesitan. Ya no podemos ser la clase media que se limita simplemente a salir del paso.
Peter fundó Synaps para volcar sus veinte años de experiencia trabajando en el mundo árabe. Durante este itinerario, que le llevó de Iraq al Líbano, a Siria, Egipto, Arabia Saudí y de regreso de nuevo al Líbano, combinó el mundo académico con el periodismo, las consultorías y un mandato de diez años en el International Crisis Group. Ciudadano francés nacido en Inglaterra, estudió biología antes de cambiarse a las ciencias políticas y la sociología, y vivió feliz para siempre…
Fuente:
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