“Los niños sirios somos fuertes”
El actor visita con Unicef el campo de refugiados jordano de Za’atari, el mayor del mundo
Imanol Arias
Za’atari (Jordania)
22 JUL 2014 - 18:22 CEST
"Los niños sirios somos fuertes, queremos venir a la escuela y
soñamos con volver a Siria". La niña que nos habla apenas alcanza los 11
años. Está sentada en la primera mesa de su clase. Un espacio luminoso y
ordenado en el campo de refugiados de Za’atari, el mayor del mundo, más
de 100.000 personas que han llegado hasta aquí huyendo de la guerra en
su país. La clase está llena de niñas, es día de evaluación. La atención
en las tareas del examen no consiguen disipar sus quebrantadas miradas,
llenas de una profunda tristeza que con el correr de los meses va dando
paso a la alegría normal en los juegos de los niños.
Viajo a Jordania con UNICEF, invitado por la Unión Europea con el fin de visitar el campo de Za’atari, y la ciudad de Zarqa en las inmediaciones de Amman y documentar las condiciones en las que viven los niños refugiados y sus familias y prestarles mi voz. Jordania es el país de Oriente Próximo que más refugiados a acogido en los últimos 18 meses, cientos de miles que desbordan los campamentos de Naciones Unidas. "Una tragedia humanitaria agravada por el problema político que genera la pasividad internacional a la hora de atacar la causa principal de los últimos desplazamientos provocados por los más de tres años de guerra en Siria".
El campo de refugiados de Za’atari es una inmensa extensión de tiendas de campaña y algunas construcciones temporales en los que en los meses de verano se respira un calor asfixiante, pero que reúne las condiciones humanitarias necesarias para la atención de los refugiados, que siguen llegando diariamente. UNICEF y la UE les ofrecen los servicios básicos, agua, comida, atención psicológica. La escolarización de las niñas y niños ocupa las aulas de tres grandes escuelas y ya hay dos más en su última fase de construcción. El primer día visitamos una de ellas. Cuando llegamos nos encontramos con cientos de niños que se dirigían a sus clases por la única carretera de circunvalación que tiene el campo, por la que transitan continuamente los camiones que reparten el agua.
En Siria antes de la guerra existía una prestigiosa Universidad y un sistema educativo integrador referente entre los países de la región. "El nivel es alto", es el primer comentario que recibimos por parte de los profesores del aula. Allí se imparten, además de las clases ordinarias, otras de apoyo a los niños que vivieron las historias más atroces, que aún conservan en su rostro las secuelas de la destrucción. "Un día bombardearon el barrio, el techo de la casa se derrumbó y todos quedamos atrapados. Cuando fuimos evacuados por los vecinos, mi padre nos dijo que esa misma noche saldríamos de la ciudad y nos iríamos lejos". Historias similares y terribles que se repiten en muchos de ellos. Son fuertes. Quieren volver a su país y no saben cuándo podrán hacerlo. Sus miradas ya no conservan la ingenuidad propia de los niños, están rotas, como sí mirarán hacia dentro, la tristeza ejerce en su rostro una mueca de dolor y miedo.
En la carretera de circunvalación, a la hora de salida de las clases cientos de niños y niñas se arremolinan junto a nosotros.Todos nos saludan y dicen gracias. Quieren que se conozca su historia. Sólo ellos se enfrentan sonrientes a la cámara, sus mayores no lo hacen por miedo a represalias a sus familias que aún permanecen en Siria. La misma premisa cuando visitamos las clases de ejercicios extra escolares, tan necesarios en la recuperación psicológica de los niños. Se muestran con orgullo inocente y esperan esa sonrisa a la que poder contestar con otra grande. Son muy conscientes de su situación, han visto la devastación de la guerra en sus propias casas, en sus barrios y ciudades. Cuando llegan al campo procedentes de los diferentes y cambiantes pasos fronterizos, sus reacciones, sus dibujos, su tristeza son los recuerdos que intentan transformar con nuevos juegos, nuevos dibujos llenos de color, donde la familia y el detalle del recuerdo de Siria adquieren protagonismo. Hoy me reciben con una alegría que me reconforta en lo más profundo. Ellos son los que más horror vivieron, hoy me sonríen, me tocan, me decoran con henna un brazo. Y sonríen. Sólo escasea la esperanza, el mañana es igual que ayer. No hay fecha para el regreso a las ruinas de las que huyeron. La misma sensación cuando visitamos alguna familia. Sus necesidades están bien cubiertas, el campo ha ido ganado en orden y convivencia, tienen agua 3,6 millones de litros se reparten todos los días, los alimentos y asistencia, pero viven en un paréntesis temporal con la sensación de estar en un rincón olvidado sin apenas comunicación con su país.
El segundo día de nuestra visita conocimos familias que viven fuera del campo de Za’atari, en la ciudad de Zarqa, a treinta kilómetros de Amman. Las historias se repiten. Se emocionan recordando lo que dejaron atrás, los que perdieron, viven pendientes de las noticias de cualquier tipo con las que informarse de lo que pasa en Siria. En este medio urbano la integración y escolarización de los niños se produce en centros pertenecientes a organizaciones locales asistidas y financiadas por UNICEF, la UE. Visitamos una de ellas, un centro con más de 30 años de experiencia en la asistencia a niños refugiados de los distintos conflictos en la región. En ella se desarrollan actividades multidisciplinares que sitúan a los niños en una ambiente de estudio, lectura, juego y representaciones musicales. Es un trabajo enorme, continuo y muy especializado por la experiencia adquirida en todos estos años La mayoría de los niños son sirios, la escuela su único contacto con la sociedad jordana, un delicado ejercicio de convivencia en la que vuelve a escasear la esperanza. Saben que la solución política está prácticamente paralizada. La guerra se recrudece sobre todo en las ciudades, afectando a cientos de miles de civiles. La comunidad internacional no se pone de acuerdo en cómo ayudar a la resolución del conflicto. En ese paréntesis aterrador viven, esa es la historia común que quieren que contemos. Los niños, siempre los niños como objetivo, ese sería el final de nuestro raconto. Sus historias, la llamada urgente para no dejarles abandonados. Alzamos la voz por ellos. No dejaremos de hacerlo hasta que no se les permita vivir, crecer y alcanzar su máximo potencial.
Viajo a Jordania con UNICEF, invitado por la Unión Europea con el fin de visitar el campo de Za’atari, y la ciudad de Zarqa en las inmediaciones de Amman y documentar las condiciones en las que viven los niños refugiados y sus familias y prestarles mi voz. Jordania es el país de Oriente Próximo que más refugiados a acogido en los últimos 18 meses, cientos de miles que desbordan los campamentos de Naciones Unidas. "Una tragedia humanitaria agravada por el problema político que genera la pasividad internacional a la hora de atacar la causa principal de los últimos desplazamientos provocados por los más de tres años de guerra en Siria".
El campo de refugiados de Za’atari es una inmensa extensión de tiendas de campaña y algunas construcciones temporales en los que en los meses de verano se respira un calor asfixiante, pero que reúne las condiciones humanitarias necesarias para la atención de los refugiados, que siguen llegando diariamente. UNICEF y la UE les ofrecen los servicios básicos, agua, comida, atención psicológica. La escolarización de las niñas y niños ocupa las aulas de tres grandes escuelas y ya hay dos más en su última fase de construcción. El primer día visitamos una de ellas. Cuando llegamos nos encontramos con cientos de niños que se dirigían a sus clases por la única carretera de circunvalación que tiene el campo, por la que transitan continuamente los camiones que reparten el agua.
En Siria antes de la guerra existía una prestigiosa Universidad y un sistema educativo integrador referente entre los países de la región. "El nivel es alto", es el primer comentario que recibimos por parte de los profesores del aula. Allí se imparten, además de las clases ordinarias, otras de apoyo a los niños que vivieron las historias más atroces, que aún conservan en su rostro las secuelas de la destrucción. "Un día bombardearon el barrio, el techo de la casa se derrumbó y todos quedamos atrapados. Cuando fuimos evacuados por los vecinos, mi padre nos dijo que esa misma noche saldríamos de la ciudad y nos iríamos lejos". Historias similares y terribles que se repiten en muchos de ellos. Son fuertes. Quieren volver a su país y no saben cuándo podrán hacerlo. Sus miradas ya no conservan la ingenuidad propia de los niños, están rotas, como sí mirarán hacia dentro, la tristeza ejerce en su rostro una mueca de dolor y miedo.
En la carretera de circunvalación, a la hora de salida de las clases cientos de niños y niñas se arremolinan junto a nosotros.Todos nos saludan y dicen gracias. Quieren que se conozca su historia. Sólo ellos se enfrentan sonrientes a la cámara, sus mayores no lo hacen por miedo a represalias a sus familias que aún permanecen en Siria. La misma premisa cuando visitamos las clases de ejercicios extra escolares, tan necesarios en la recuperación psicológica de los niños. Se muestran con orgullo inocente y esperan esa sonrisa a la que poder contestar con otra grande. Son muy conscientes de su situación, han visto la devastación de la guerra en sus propias casas, en sus barrios y ciudades. Cuando llegan al campo procedentes de los diferentes y cambiantes pasos fronterizos, sus reacciones, sus dibujos, su tristeza son los recuerdos que intentan transformar con nuevos juegos, nuevos dibujos llenos de color, donde la familia y el detalle del recuerdo de Siria adquieren protagonismo. Hoy me reciben con una alegría que me reconforta en lo más profundo. Ellos son los que más horror vivieron, hoy me sonríen, me tocan, me decoran con henna un brazo. Y sonríen. Sólo escasea la esperanza, el mañana es igual que ayer. No hay fecha para el regreso a las ruinas de las que huyeron. La misma sensación cuando visitamos alguna familia. Sus necesidades están bien cubiertas, el campo ha ido ganado en orden y convivencia, tienen agua 3,6 millones de litros se reparten todos los días, los alimentos y asistencia, pero viven en un paréntesis temporal con la sensación de estar en un rincón olvidado sin apenas comunicación con su país.
El segundo día de nuestra visita conocimos familias que viven fuera del campo de Za’atari, en la ciudad de Zarqa, a treinta kilómetros de Amman. Las historias se repiten. Se emocionan recordando lo que dejaron atrás, los que perdieron, viven pendientes de las noticias de cualquier tipo con las que informarse de lo que pasa en Siria. En este medio urbano la integración y escolarización de los niños se produce en centros pertenecientes a organizaciones locales asistidas y financiadas por UNICEF, la UE. Visitamos una de ellas, un centro con más de 30 años de experiencia en la asistencia a niños refugiados de los distintos conflictos en la región. En ella se desarrollan actividades multidisciplinares que sitúan a los niños en una ambiente de estudio, lectura, juego y representaciones musicales. Es un trabajo enorme, continuo y muy especializado por la experiencia adquirida en todos estos años La mayoría de los niños son sirios, la escuela su único contacto con la sociedad jordana, un delicado ejercicio de convivencia en la que vuelve a escasear la esperanza. Saben que la solución política está prácticamente paralizada. La guerra se recrudece sobre todo en las ciudades, afectando a cientos de miles de civiles. La comunidad internacional no se pone de acuerdo en cómo ayudar a la resolución del conflicto. En ese paréntesis aterrador viven, esa es la historia común que quieren que contemos. Los niños, siempre los niños como objetivo, ese sería el final de nuestro raconto. Sus historias, la llamada urgente para no dejarles abandonados. Alzamos la voz por ellos. No dejaremos de hacerlo hasta que no se les permita vivir, crecer y alcanzar su máximo potencial.
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