El cierre del cerco estadounidense alrededor de Rusia
Artículos de Opinión |
por Michael Jabara Carley | 06-11-2015 |
La guerra en Ucrania sigue su curso y no se avizora solución.
Pero, más que una guerra civil ucraniana es una guerra de agresión
contra Rusia, una guerra en la que Estados Unidos utiliza a sus
satélites europeos y anglosajones. Las razones de Washington para seguir
adelante con esta política extremadamente peligrosa pueden parecer poco
claras. Para explicarlas hay que recordar los orígenes de este
conflicto.
En 1990, SE prometía a la Unión Soviética que la OTAN no trataría de extenderse hacia el este aprovechándose del vacío que dejaba la URSS al retirarse del este de Europa. Hoy en día, Estados Unidos niega haber aceptado ese arreglo, pero el peso de las pruebas sugiere que –en efecto– Washington rompió las promesas que había hecho al entonces líder soviético Mijaíl Gorbachov.
En 1991 se concretaba el derrumbe de la URSS y las repúblicas exsoviéticas se convertían en países independientes. En Estados Unidos, los triunfalistas cantaban victoria al referirse a la Guerra Fría mientras que la economía rusa se caía a pedazos, gracias a los llamados “liberales” rusos, que seguían los consejos occidentales favorables a las políticas económicas “de choque” y las privatizaciones, que en realidad no eran otra cosa que un verdadero saqueo de los recursos naturales rusos. El gobierno de la Federación Rusa cayó en manos de Boris Yeltsin, quien hizo el papel de bufón en la corte del entonces presidente de Estados Unidos Bill Clinton. Yeltsin invitó a sus amigos a enriquecerse, en detrimento del pueblo ruso. Los socios de Yeltsin se paseaban por Moscú en limusinas escoltadas por guardaespaldas enfundados en trajes de lujo que apenas disimulaban las pistolas que portaban.
La mayoría de la población rusa perdió sus ahorros cuando el rublo se desplomó, en dos ocasiones, durante los años 1990. Abuelas de rostros arrugados vendían zanahorias y patatas en las calles mientras que otras trataban de vender zippers y cintas a la salida del metro. Exceptuando a los oligarcas, Rusia estaba depauperada y arruinada. Su pueblo estaba desesperado y en la televisión rusa los predicadores fundamentalistas estadounidenses se apoderaban de los horarios de la madrugada. Estados Unidos se convertía en superpotencia única. Ningún otro Estado podía ya enfrentar la voluntad de Washington, como la URSS lo había hecho en el pasado.
Entre 1999 y 2009, 12 países de Europa oriental se convierten en miembros de la OTAN, entre ellos varias regiones de la ex Yugoslavia, destruida y despedazada por Estados Unidos y sus “aliados” de la OTAN, que utilizaron como pretexto la llamada «responsabilidad de proteger» (R2P). Con sólo mirar un mapa, cualquier persona medianamente inteligente, sin hablar de cualquier miope ruso, puede ver que Estados Unidos ya estaba aplicando una política agresiva que tendía un cerco alrededor de Rusia.
La OTAN y –algo que resulta una ironía– la Unión Europea se han convertido en dóciles instrumentos de una política anti-rusa, a pesar de que una relación de beligerancia con la Federación Rusa no beneficia en nada a la mayoría de los países de Europa occidental. Antes del inicio de esa política, los negocios entre las naciones de Europa occidental y Rusia marchaban viento en popa y a toda vela y Rusia incluso se había convertido en el principal proveedor de gas natural a los mercados europeos. La situación económica de la Federación Rusa había mejorado visiblemente bajo la presidencia de Vladimir Putin.
Putin había llegado a la presidencia de la Federación Rusa a finales de 1999, después de la dimisión de Yeltsin. Aspiraba nada más y nada menos que a insertar la Federación en la comunidad internacional, tanto política como económicamente hablando. Después de los acontecimientos sucedidos en Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001, Putin expresó de inmediato sus condolencias al entonces presidente George W. Bush, ofreciendo además la solidaridad y respaldo de Rusia.
La historia es bastante conocida. De parte de Moscú, la apertura estaba sobre la mesa, si Estados Unidos la deseaba. Desgraciadamente, Washington siguió actuando según el siguiente principio: «Lo que es mío, es mío. Y lo que es tuyo también.»
En 2003, Estados Unidos y varios de sus satélites de la OTAN atacaron Irak, en lo que fue una flagrante guerra de agresión, sembrando en ese país la destrucción y perpetrando verdaderos baños de sangre… que, por cierto, todavía prosiguen actualmente. En Europa, mientras tanto, la OTAN proseguía su expansión hacia el este. Alarmado, Putin finalmente calificó la política de Estados Unidos y la alianza atlántica de «democracia de los bombardeos» tendiente a imponer la «democracia» por la fuerza en otros Estados. La fuerza era de verdad… pero la democracia era falsa.
La preocupación de Putin ante las llamadas «revoluciones» de colores orquestadas y financiadas por Estados Unidos y sus satélites en Georgia (2003) y en Ucrania (2004) era completamente justificada. En 2008, Georgia emprendió una ofensiva tendiente a conquistar el territorio independiente de Osetia del Sur, lo cual provocó una intervención rusa y la destrucción del ejército georgiano. Tampoco duró mucho la «revolución» de color ucraniana. En 2010, Viktor Yanukovich fue electo presidente de Ucrania. Pero el gobierno de Estados Unidos intensificó sus actividades alrededor de las fronteras rusas, hasta el momento del golpe de Estado contra el presidente Yanukovich, en febrero de 2014. Pareció, por un momento, que Estados Unidos había logrado cerrar el cerco alrededor de Rusia.
La vanguardia de la junta golpista de Kiev se compone de la organización paramilitar de corte fascista Pravy Sektor y del partido político fascista Svoboda. Rápidamente corrieron rumores de que la CIA y otras agencias estadounidenses se habían apoderado de todo un piso en la sede de los servicios de seguridad ucranianos (SBU) en Kiev. Sobre el edificio ondeaban, simbólicamente juntas, banderas ucranianas y estadounidenses. Banderas, estandartes y símbolos del fascismo aparecieron muy rápidamente en manifestaciones callejeras registradas en Ucrania y el colaborador pronazi de la Segunda Guerra Mundial Stepan Bandera fue promovido a la categoría de “padre” de la nación ucraniana. Por supuesto, ahora hay en Ucrania consejeros militares de Estados Unidos, Canadá y Polonia y quién sabe de qué otros países más.
El ministro “ucraniano” de Finanzas es un ciudadano estadounidense; el gobernador de Odesa, Mijaíl Saakashvili, es un prófugo reclamado por la justicia de Georgia; el embajador de Estados Unidos en Kiev se comporta como un procónsul. Y el encargado de aplicar las órdenes de Estados Unidos es el actual “presidente” Petro Porochenko, alias «el rey del chocolate». Se sabe que el equipamiento militar que envían Estados Unidos y otros países occidentales llega a cambio de un ucraniano granero vacío de recursos. ¿No es una ironía que un movimiento «nacionalista» ucraniano se someta tan fácilmente ante las potencias extranjeras occidentales? Putin comentaba recientemente que el control extranjero sobre Kiev constituye un insulto para los pueblos de Ucrania. Es cierto, pero además los arruina.
Pero no todos recibieron a la junta fascista con los brazos abiertos. En Crimea, la resistencia fue inmediata y encontró apoyo ruso. Se organizó un referéndum y Crimea se reintegró a Rusia. Occidente acusó a Putin de agresor, pasando por alto que fueron Estados Unidos y sus satélites quienes precipitaron la crisis con su respaldo a los golpistas de Kiev. Es la historia del cazador cazado. Por cierto, ya es muy viejo el truco del agresor que acusa a su víctima de haberle agredido… para justificar su futura agresión.
La resistencia popular en Ucrania no se limitó a Crimea. En Odesa, Mariupol, Jarkov, Donetsk, Lugansk, por ejemplo, la oposición a la junta de Kiev rápidamente comenzó a manifestarse. Violencia y represión fueron las respuestas. Kiev ordenó a su ejército liquidar a los disidentes, y estos tomaron las armas para defenderse. Se organizó una resistencia antifascista inspirada en la Guerra Civil Española de 1936. Putin advirtió a la junta de Kiev que utilizar los tanques contra su propio pueblo era una locura. Y tenía razón.
En junio de 2014, el vuelo MH17 de la Malaysia Airlines se estrelló en la región de Donbass. Sin presentar ni la sombra de una prueba, Estados Unidos y la Unión Europea de inmediato atribuyeron la responsabilidad a Putin y las milicias del Donbass. La prensa occidental recurrió a un lenguaje ultrajante, a la propaganda negra y al lavado de cerebro en contra de la Federación Rusa y de Vladimir Putin. Hasta el sol de hoy, Washington y la junta de Kiev siguen ocultando elementos probatorios fundamentales sobre la catástrofe del vuelo MH17 y si lo hacen es porque están tratando de esconder el hecho que fue la junta fascista quien derribó el avión de pasajeros.
La propaganda negra funcionó tan bien que Estados Unidos y la Unión Europea pudieron darse el lujo de adoptar sanciones económicas contra la Federación Rusa, sanciones que todavía están en vigor. Esas sanciones, y las contramedidas que Rusia adoptó en respuesta, han costado miles de millones de euros a los países miembros de la Unión Europea… pero no han costado ni solo centavo a Estados Unidos, que al parecer está desarrollando sus intercambios con Rusia. Los europeos han comenzado a preguntarse por qué son ellos quienes tienen que pagar por la actitud agresiva de Estados Unidos contra Rusia. Pero Washington, actuando siempre a favor de sus propios intereses, sigue controlando con mano firme sus satélites europeos, que hasta ahora siguen obedeciendo la voz de su amo. La aplanadora Estados Unidos/OTAN sigue haciendo su trabajo.
La región de Donbass ha demostrado ser un hueso demasiado duro de roer para la junta de Kiev. Las milicias de esa región, con gran cantidad de combatientes y bien armadas, infligieron severas derrotas a las fuerzas de la junta, que incluso pidieron –y obtuvieron– dos treguas, negociadas en los llamados Acuerdos de Minsk, acuerdos que la junta nunca respetó. Era fácil adivinar que el régimen de Kiev utilizaría los Acuerdos de Minsk para reabastecer sus fuerzas y atacar nuevamente. Las milicias ganaron en el campo de batalla pero perdieron en Minsk. Hay que preguntarse por qué nadie previó que era imposible instaurar la paz y la reconciliación entre las fuerzas fascistas y los antifascistas.
Incluso es posible plantear la cuestión de manera mucho más simple: ¿Por qué aceptarían las víctimas de las masacres perpetradas por la junta someterse a ésta si son capaces de resistir? Algunos dicen que Minsk es la única solución pero… ¿Para quién exactamente? ¿Cree Moscú que Estados Unidos respetará un acuerdo firmado cuando la experiencia demuestra que no lo hará?
Ucrania sigue siendo el campo de batalla donde Estados Unidos sigue tratando de cerrar el cerco alrededor de Rusia. Washington atribuye a Rusia la responsabilidad de la guerra y la acusa de ser el agresor. Espera que el gobierno ruso acepte la existencia en Kiev de un régimen fascista y bajo tutela estadounidense que constituye una amenaza permanente para la seguridad rusa. Washington acusa a Rusia de no respetar el protocolo de Minsk, cuando en realidad es la junta de Kiev, bajo la dirección de Estados Unidos, quien nunca ha respetado esos acuerdos. Estados Unidos y Europa cierran sistemáticamente los ojos para no ver a los fascistas en Kiev, a pesar de que es difícil no percibir su presencia. Como en la novela de George Orwell 1984, la realidad es lo contrario de lo que se dice.
El gobierno de Estados Unidos trabaja con falsas presunciones, exageradas por exceso de orgullo, olvidando seguramente que toda guerra está llena de sorpresas. Es muy difícil que el cerco estadounidense alrededor de Rusia pueda cerrarse rápidamente en el polvorín ucraniano, a no ser que Moscú capitule creyendo alcanzar así algo de “tranquilidad”.
Separar Ucrania de Rusia, rompiendo así con la historia, la cultura, la religión y las relaciones de sangre, que databan de más de mil años, es un proceso que ha encontrado firme oposición. El primer ministro ucraniano Arseny Yatseniuk puede erigir, si encuentra dinero para hacerlo, una nueva Muralla china alrededor de Rusia, pero ni él ni sus camisas pardas lograrán mantener esta separación de otra manera que no sea recurriendo a la fuerza y a la represión contra el pueblo ucraniano. Los europeos deberían tener eso muy presente antes de ir más lejos en el camino que Estados Unidos está imponiéndoles.
Michael Jabara Carley es Profesor del Departamento de Historia en la Universidad de Montreal.
Fuente: Red Voltaire
En 1990, SE prometía a la Unión Soviética que la OTAN no trataría de extenderse hacia el este aprovechándose del vacío que dejaba la URSS al retirarse del este de Europa. Hoy en día, Estados Unidos niega haber aceptado ese arreglo, pero el peso de las pruebas sugiere que –en efecto– Washington rompió las promesas que había hecho al entonces líder soviético Mijaíl Gorbachov.
En 1991 se concretaba el derrumbe de la URSS y las repúblicas exsoviéticas se convertían en países independientes. En Estados Unidos, los triunfalistas cantaban victoria al referirse a la Guerra Fría mientras que la economía rusa se caía a pedazos, gracias a los llamados “liberales” rusos, que seguían los consejos occidentales favorables a las políticas económicas “de choque” y las privatizaciones, que en realidad no eran otra cosa que un verdadero saqueo de los recursos naturales rusos. El gobierno de la Federación Rusa cayó en manos de Boris Yeltsin, quien hizo el papel de bufón en la corte del entonces presidente de Estados Unidos Bill Clinton. Yeltsin invitó a sus amigos a enriquecerse, en detrimento del pueblo ruso. Los socios de Yeltsin se paseaban por Moscú en limusinas escoltadas por guardaespaldas enfundados en trajes de lujo que apenas disimulaban las pistolas que portaban.
La mayoría de la población rusa perdió sus ahorros cuando el rublo se desplomó, en dos ocasiones, durante los años 1990. Abuelas de rostros arrugados vendían zanahorias y patatas en las calles mientras que otras trataban de vender zippers y cintas a la salida del metro. Exceptuando a los oligarcas, Rusia estaba depauperada y arruinada. Su pueblo estaba desesperado y en la televisión rusa los predicadores fundamentalistas estadounidenses se apoderaban de los horarios de la madrugada. Estados Unidos se convertía en superpotencia única. Ningún otro Estado podía ya enfrentar la voluntad de Washington, como la URSS lo había hecho en el pasado.
Entre 1999 y 2009, 12 países de Europa oriental se convierten en miembros de la OTAN, entre ellos varias regiones de la ex Yugoslavia, destruida y despedazada por Estados Unidos y sus “aliados” de la OTAN, que utilizaron como pretexto la llamada «responsabilidad de proteger» (R2P). Con sólo mirar un mapa, cualquier persona medianamente inteligente, sin hablar de cualquier miope ruso, puede ver que Estados Unidos ya estaba aplicando una política agresiva que tendía un cerco alrededor de Rusia.
La OTAN y –algo que resulta una ironía– la Unión Europea se han convertido en dóciles instrumentos de una política anti-rusa, a pesar de que una relación de beligerancia con la Federación Rusa no beneficia en nada a la mayoría de los países de Europa occidental. Antes del inicio de esa política, los negocios entre las naciones de Europa occidental y Rusia marchaban viento en popa y a toda vela y Rusia incluso se había convertido en el principal proveedor de gas natural a los mercados europeos. La situación económica de la Federación Rusa había mejorado visiblemente bajo la presidencia de Vladimir Putin.
Putin había llegado a la presidencia de la Federación Rusa a finales de 1999, después de la dimisión de Yeltsin. Aspiraba nada más y nada menos que a insertar la Federación en la comunidad internacional, tanto política como económicamente hablando. Después de los acontecimientos sucedidos en Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001, Putin expresó de inmediato sus condolencias al entonces presidente George W. Bush, ofreciendo además la solidaridad y respaldo de Rusia.
La historia es bastante conocida. De parte de Moscú, la apertura estaba sobre la mesa, si Estados Unidos la deseaba. Desgraciadamente, Washington siguió actuando según el siguiente principio: «Lo que es mío, es mío. Y lo que es tuyo también.»
En 2003, Estados Unidos y varios de sus satélites de la OTAN atacaron Irak, en lo que fue una flagrante guerra de agresión, sembrando en ese país la destrucción y perpetrando verdaderos baños de sangre… que, por cierto, todavía prosiguen actualmente. En Europa, mientras tanto, la OTAN proseguía su expansión hacia el este. Alarmado, Putin finalmente calificó la política de Estados Unidos y la alianza atlántica de «democracia de los bombardeos» tendiente a imponer la «democracia» por la fuerza en otros Estados. La fuerza era de verdad… pero la democracia era falsa.
La preocupación de Putin ante las llamadas «revoluciones» de colores orquestadas y financiadas por Estados Unidos y sus satélites en Georgia (2003) y en Ucrania (2004) era completamente justificada. En 2008, Georgia emprendió una ofensiva tendiente a conquistar el territorio independiente de Osetia del Sur, lo cual provocó una intervención rusa y la destrucción del ejército georgiano. Tampoco duró mucho la «revolución» de color ucraniana. En 2010, Viktor Yanukovich fue electo presidente de Ucrania. Pero el gobierno de Estados Unidos intensificó sus actividades alrededor de las fronteras rusas, hasta el momento del golpe de Estado contra el presidente Yanukovich, en febrero de 2014. Pareció, por un momento, que Estados Unidos había logrado cerrar el cerco alrededor de Rusia.
La vanguardia de la junta golpista de Kiev se compone de la organización paramilitar de corte fascista Pravy Sektor y del partido político fascista Svoboda. Rápidamente corrieron rumores de que la CIA y otras agencias estadounidenses se habían apoderado de todo un piso en la sede de los servicios de seguridad ucranianos (SBU) en Kiev. Sobre el edificio ondeaban, simbólicamente juntas, banderas ucranianas y estadounidenses. Banderas, estandartes y símbolos del fascismo aparecieron muy rápidamente en manifestaciones callejeras registradas en Ucrania y el colaborador pronazi de la Segunda Guerra Mundial Stepan Bandera fue promovido a la categoría de “padre” de la nación ucraniana. Por supuesto, ahora hay en Ucrania consejeros militares de Estados Unidos, Canadá y Polonia y quién sabe de qué otros países más.
El ministro “ucraniano” de Finanzas es un ciudadano estadounidense; el gobernador de Odesa, Mijaíl Saakashvili, es un prófugo reclamado por la justicia de Georgia; el embajador de Estados Unidos en Kiev se comporta como un procónsul. Y el encargado de aplicar las órdenes de Estados Unidos es el actual “presidente” Petro Porochenko, alias «el rey del chocolate». Se sabe que el equipamiento militar que envían Estados Unidos y otros países occidentales llega a cambio de un ucraniano granero vacío de recursos. ¿No es una ironía que un movimiento «nacionalista» ucraniano se someta tan fácilmente ante las potencias extranjeras occidentales? Putin comentaba recientemente que el control extranjero sobre Kiev constituye un insulto para los pueblos de Ucrania. Es cierto, pero además los arruina.
Pero no todos recibieron a la junta fascista con los brazos abiertos. En Crimea, la resistencia fue inmediata y encontró apoyo ruso. Se organizó un referéndum y Crimea se reintegró a Rusia. Occidente acusó a Putin de agresor, pasando por alto que fueron Estados Unidos y sus satélites quienes precipitaron la crisis con su respaldo a los golpistas de Kiev. Es la historia del cazador cazado. Por cierto, ya es muy viejo el truco del agresor que acusa a su víctima de haberle agredido… para justificar su futura agresión.
La resistencia popular en Ucrania no se limitó a Crimea. En Odesa, Mariupol, Jarkov, Donetsk, Lugansk, por ejemplo, la oposición a la junta de Kiev rápidamente comenzó a manifestarse. Violencia y represión fueron las respuestas. Kiev ordenó a su ejército liquidar a los disidentes, y estos tomaron las armas para defenderse. Se organizó una resistencia antifascista inspirada en la Guerra Civil Española de 1936. Putin advirtió a la junta de Kiev que utilizar los tanques contra su propio pueblo era una locura. Y tenía razón.
En junio de 2014, el vuelo MH17 de la Malaysia Airlines se estrelló en la región de Donbass. Sin presentar ni la sombra de una prueba, Estados Unidos y la Unión Europea de inmediato atribuyeron la responsabilidad a Putin y las milicias del Donbass. La prensa occidental recurrió a un lenguaje ultrajante, a la propaganda negra y al lavado de cerebro en contra de la Federación Rusa y de Vladimir Putin. Hasta el sol de hoy, Washington y la junta de Kiev siguen ocultando elementos probatorios fundamentales sobre la catástrofe del vuelo MH17 y si lo hacen es porque están tratando de esconder el hecho que fue la junta fascista quien derribó el avión de pasajeros.
La propaganda negra funcionó tan bien que Estados Unidos y la Unión Europea pudieron darse el lujo de adoptar sanciones económicas contra la Federación Rusa, sanciones que todavía están en vigor. Esas sanciones, y las contramedidas que Rusia adoptó en respuesta, han costado miles de millones de euros a los países miembros de la Unión Europea… pero no han costado ni solo centavo a Estados Unidos, que al parecer está desarrollando sus intercambios con Rusia. Los europeos han comenzado a preguntarse por qué son ellos quienes tienen que pagar por la actitud agresiva de Estados Unidos contra Rusia. Pero Washington, actuando siempre a favor de sus propios intereses, sigue controlando con mano firme sus satélites europeos, que hasta ahora siguen obedeciendo la voz de su amo. La aplanadora Estados Unidos/OTAN sigue haciendo su trabajo.
La región de Donbass ha demostrado ser un hueso demasiado duro de roer para la junta de Kiev. Las milicias de esa región, con gran cantidad de combatientes y bien armadas, infligieron severas derrotas a las fuerzas de la junta, que incluso pidieron –y obtuvieron– dos treguas, negociadas en los llamados Acuerdos de Minsk, acuerdos que la junta nunca respetó. Era fácil adivinar que el régimen de Kiev utilizaría los Acuerdos de Minsk para reabastecer sus fuerzas y atacar nuevamente. Las milicias ganaron en el campo de batalla pero perdieron en Minsk. Hay que preguntarse por qué nadie previó que era imposible instaurar la paz y la reconciliación entre las fuerzas fascistas y los antifascistas.
Incluso es posible plantear la cuestión de manera mucho más simple: ¿Por qué aceptarían las víctimas de las masacres perpetradas por la junta someterse a ésta si son capaces de resistir? Algunos dicen que Minsk es la única solución pero… ¿Para quién exactamente? ¿Cree Moscú que Estados Unidos respetará un acuerdo firmado cuando la experiencia demuestra que no lo hará?
Ucrania sigue siendo el campo de batalla donde Estados Unidos sigue tratando de cerrar el cerco alrededor de Rusia. Washington atribuye a Rusia la responsabilidad de la guerra y la acusa de ser el agresor. Espera que el gobierno ruso acepte la existencia en Kiev de un régimen fascista y bajo tutela estadounidense que constituye una amenaza permanente para la seguridad rusa. Washington acusa a Rusia de no respetar el protocolo de Minsk, cuando en realidad es la junta de Kiev, bajo la dirección de Estados Unidos, quien nunca ha respetado esos acuerdos. Estados Unidos y Europa cierran sistemáticamente los ojos para no ver a los fascistas en Kiev, a pesar de que es difícil no percibir su presencia. Como en la novela de George Orwell 1984, la realidad es lo contrario de lo que se dice.
El gobierno de Estados Unidos trabaja con falsas presunciones, exageradas por exceso de orgullo, olvidando seguramente que toda guerra está llena de sorpresas. Es muy difícil que el cerco estadounidense alrededor de Rusia pueda cerrarse rápidamente en el polvorín ucraniano, a no ser que Moscú capitule creyendo alcanzar así algo de “tranquilidad”.
Separar Ucrania de Rusia, rompiendo así con la historia, la cultura, la religión y las relaciones de sangre, que databan de más de mil años, es un proceso que ha encontrado firme oposición. El primer ministro ucraniano Arseny Yatseniuk puede erigir, si encuentra dinero para hacerlo, una nueva Muralla china alrededor de Rusia, pero ni él ni sus camisas pardas lograrán mantener esta separación de otra manera que no sea recurriendo a la fuerza y a la represión contra el pueblo ucraniano. Los europeos deberían tener eso muy presente antes de ir más lejos en el camino que Estados Unidos está imponiéndoles.
Michael Jabara Carley es Profesor del Departamento de Historia en la Universidad de Montreal.
Fuente: Red Voltaire
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