Gerardo Iglesia, la amnesia, Podemos, el leninismo…
Por pepe Gutiérrez-Álvarez
No
son muchos os antiguos dirigentes del PCE-PSUC que han regresado a la
mina o que han renunciado a sus prebendas como parlamentario, y mucho
menos que hablen con claridad de su propia historia. Del “partido” que
llegó a ser el único “partido de masas” en este país (de países) desde
finales de los años cincuenta hasta 1977, y que en 1990 había quedado
reducido a tres diputados en las Cortes. Entre 1977 y 1990, su perdida
de influencia social fue tal, que llegó a desaparecer en barriadas donde
antes pegabas una patada a una lata y salían 500 comunistas, al decir de José Borrás, un viejo camarada y amigo.
No
creo que algo así, tan gordo, se pueda explicar sin echar mano a la
historia, aunque sea en clave de telegrama. Nacido (1921-1922) para unir
a la mayoría trabajadora para hacer una revolución que no parecía
posible con los criterios estratégicos de las dos ramas –socialista y
anarquista- de la AIT, el caso es que el primer PCE no pudo
sustraerse de la desnaturalización de la URSS. Su trayectoria fue
indisociable de la “patria del socialismo”, incluso cuando tomó sus
distancias en agosto de 1968, después de que Breznev mandara los tanques
contra la “primavera de Praga”. Como cualquier partido comunista, la
“línea general” era la propia del reformismo obrerista clásico al tiempo
que utilizaba 1917 como un mañana que llegaría en otra etapa.
Exceptuando los casos específicos de China y Yugoslavia, en todas las
crisis sociales abiertas desde el 68 francés hasta la revolución
sandinista, los partidos comunistas actuaron como “la última barricada
del sistema”, tal como le dijo André Malraux a José Bergamín en el 68.
Así fue en Portugal en 197-75, y de otra manera, contentándose en
España con un “consenso” que en siglo XIX se llamaba “trágala”.
A
esta actitud estratégica se unía un criterio organizativo vertical: la
base se atiene a lo que dice el CC, el CC está dominado por el Buró y
finalmente, en este el que manda es el secretario general o sea:
Santiago Carrillo, un militante que siempre fue dirigente, un hombre que
entendía la política como el arte del maniobreo.
Es lo que hace comprensible lo que cuenta Gerardo en su entrevista a Público –por cierto, el único diario que hace estas cosas- como cuando
se reunió por primera vez el comité central del PCE en Madrid no
teníamos nada en el orden del día de la bandera y la monarquía, pero
cuando llevábamos una hora de reunión Carillo recibió una llamada y
salió. Cuando volvió tenía una resolución ya redactada. No sé si la
resolución la tenía ya pactada con Suárez o la redactó allí mismo. Pero
lo cierto es que en medio de este silencio absoluto Carrillo comentó que
Suárez le trasladó el miedo a que el Ejército fuera a por nosotros y
que, por tanto, debíamos reconocer bandera y monarquía.
Gerardo
–como Vicenç Navarro- tiene claro que aquello no fue lo que se dice una
Transición modélica. Además, es verdad lo que cuenta sobre como los
“reformistas” del rey emplearon a los “poderes fácticos”, las amenazas
con golpes de Estado para imponer sus normas, el criterio que podían
renunciar a muchas cosas pero no a la Victoria. Golpe que finalmente
llevaron a cabo en el fracaso más exitoso que recuerden los tiempos.
No creo que nadie de la izquierda rupturista pueda negar que todo esto fue cierto, que estábamos muy lejos de un 14 de abril.
Pero
esta no es la discusión. Todos los que hemos estado en luchas sociales
sabemos que a veces hay que saber dar un paso atrás. El problema radica
cuando el paso atrás se estableció como el non plus ultra, como la meta final.
Que el paso atrás era la democracia y la Transición agua bendita. Es
verdad que esta permitió que un cambio en el personal político, y que la
mayoría de cuadros pensaron que no habían hecho la clandestinidad para
luego no tener al menos un cargo. Todo lo demás quedó como las famosas
“contrapartidas” de los Pactos de la Moncloa, que todavía la estamos
esperando. La confusión fue tal que lo del golpe de Estado se llegó a
utilizar desde la izquierda. A los que estábamos en contra de tales se
nos llegó a decir que estábamos provocando los tanques. Lo del golpe se
mostró tan efectivo que hasta Felipe lo sacó como advertencia velada
para meternos en la OTAN.
Lo dicho: o
de las amenazas era cierto. También lo era que el pueblo había ocupado
calles, fábricas, centros de enseñanza, que se tenía la iniciativa en lo
político y en lo cultural. Que ahí al lado todavía estaba la revolución
de los claveles que aún palpitaba. La “normalización” requirió tiempo y
esfuerzo institucional; demás conlleva la necesidad de una nueva
“historia oficial”, un cambio como el que se aplicó a sí mismo Santos
Juliá. Obligaba embellecer a la monarquía y a los reformistas del
régimen. Una operación que ya está en la serie contada por Victoria
Prego en la que su Majestad era como Moisés conduciendo a su pueblo
temeroso de los egipcios.
Igualmente fue necesario el olvido. En ese asunto que trata en el libro que Gerardo acaba de publicar La Amnesia de los cómplices, funcionó
la misma lógica. Aún no he tenido tiempo de leerlo, pero en mi opinión,
cabría recordar que lo de la “amnesia” no solamente le interesaba a la
derecha que no podía soportar el peso de un paso “alemana”, también le
interesaba al “remake” de PSOE. Pero igualmente había interés en la
“vieja guardia” comunista que a fue sistemáticamente asediada por las
páginas estaliniana de sus propia historia: por los fantasmas de
Quiñones, Monzón, Gabriel León Trilla y Joan Comorera y por supuesto el
caso Andreu Nin y de todos los que hicieran falta. Pero el asunto fue
que alguien así no pudo ser revocado en un partido que no reconocía ni
las tendencias, algo que era moneda común en el leninismo de los tiempos
de Lenin.
La primera consecuencia
de la tentativa de ocupar el espacio socialdemócrata fue la coaptación
de los cuadros que entendieron la lucha antifranquista como una escuela
de democracia, de esta democracia (Ludolfo Paramio dixit). La
atracción fue tan tentadora que este partido (con Guerra como jefe de la
empresa) no tuvo problemas en reinsertar exresistentes entre los
cargos que hacían falta para gobernar, para figurar en la foto. Fue una
época en la que en CCOO se tachaba de “talibanes” a los que llamaban a
recuperar la lucha obrera contra de la desindustralización y sus
consecuencias sociales. Lo peor de personajes como José Mª Fidalgo, es
que contó con todos los apoyos de lo que quedaba del PCE-PSUC hasta el
final. En este marco, Felipe consiguió mayorías absolutas para no
cambiar nada. Bueno algo sí cambio: desactivó todo movimiento coaptando a
unos y ninguneando a otros.
En este
panorama, el proyecto de IU animado por Gerardo, Julio y otros muchos
que dejaron su mientras tanto, fue la mejor operación posible en aquel
momento. Fue lo que detuvo la hemorragia, lo que permitió volver a
levantar cabeza, hasta el sector crítico de comisiones fue derrotado por
una amplia coalición liderada desde El País. Desde donde las
tribunalistas pregonaban que la lucha de clases ya no existía y que los
buenos sindicalistas eran los que tenían el culo de hierro para
negociar (derrotas) comenzaba a crearse un nuevo espacio, se vio en las
manifestaciones contra la guerra. Lo que se requería era un trabajo de
recomposición a mediano o largo plazo, pero buena parte de los
componentes instalados en el final de la historia, secundaron la
iniciativa diseñada desde la cúpula del PSOE con la ayuda inapreciable
de viejos comunistas. Ahora fue Anguita al que se le cargaba los perros
muertos del “comunismo”. Este fue el último tren de la historia para
IU, el siguiente ya no llegará por mucho que Garzón se empeñe. La
historia –afortunadamente- pasa ahora por otro lugar. Claro que sí falla
el de Podemos tardará en llegar otro.
Resulta
gratificante comprobar que todavía quedan comunistas de antaño con el
corazón limpio y la mirada crítica como Gerardo Iglesias, restos de
militancia sin miedo a la verdad, alejado del patrioterismo de una
escuela que fracasó estrepitosamente por arriba. Camaradas simpatiza con
Podemos aunque ya no esté para ciertos trotes, algo que uno entiende
muy bien. Ya nos advertía Fernández Buey contra las viejas glorias que
acaban actuando de tapón.
La entrevista de Gerardo para Público
–por cierto, el único diario que permite tales cosas-, es de la quedan.
No obstante, me gustaría decir algo ante los siguientes párrafos: A
mi el modelo organizativo que tienen, tan leninista, no me gusta.
Tampoco me ha gustado nada que las listas se hayan elaborado desde la
cúspide. España es plural. La aportación de Podemos en este país es
enorme. Ya lo que ha hecho es importante. Ha puesto patas arriba la
política de este país. Ahora vamos a ver cómo funciona a partir de ahora.
Creo
que en sentido estricto Podemos poco o nada tiene que ver con el
leninismo, sobre todo en lo que se refiere al modelo organizativo. Por
lo demás, este es un concepto bastante polémico que nadie se atrevió a
utilizar en tiempos de Lenin. Sí tiene un sentido es el del partido de
los “profesionales de la revolución” que se inserta en los movimientos
de masas, pero aquí los movimiento están todavía por recomponer
Sí
Gerardo se refiere con a lo que se aplicó en el PCE es que no ha
registrado la deformación verticalista o sea estaliniana, la de todo el
poder para la dirección en la que manda el secretario general. Sí se
refiere a la deriva sustituiste de Pablo, convendrá acordar que esta se
sitúa en otro tiempo, casi en otro planeta. Lo mejor de Podemos es que
tiene un espacio, que hay una nueva generación que aguarda y que está
todo por hacer y discutir. Discutir por ejemplo sobre esta entrevista a
Gerardo, de la que se puede aprender tantas cosas sobre el pasado y el
presente.
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