letraslibres.com
Los 43 desaparecidos de Ayotzinapa: un año, muchas mentiras y una teoría que quizá tenga sentido
Por Francisco Goldman
El domingo 6 de septiembre el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) presentó en la ciudad de México los resultados que
tanto se habían anticipado de la investigación que durante seis meses
realizaron en torno a los eventos del 26 y 27 de septiembre de 2014, en
Iguala, Guerrero. Esa es la fecha en que desaparecieron 43 estudiantes
de la normal Raúl Isidro Burgos, en Ayotzinapa, tres más fueren
asesinados, y otros muchos resultaron heridos, algunos de ellos de
gravedad. Los cinco peritos del GIEI –una mezcla de profesionales de
prominencia legal y de derechos humanos que vienen de Chile, Colombia,
Guatemala y España— fueron designados por la Corte Interamericana de
Derechos Humanos, bajo la égida del gobierno mexicano que se halló a la
defensiva ante las protestas que se suscitaron alrededor del mundo en
torno a la muy fallida investigación del caso, y su posible complicidad en
el crimen. A lo largo de seis meses los expertos entrevistaron a los
sobrevivientes, a los familiares de los secuestrados, a muchos de los
hombres y mujeres que, hasta ahora, han sido detenidos por este caso:
policías y oficiales del gobierno, entre otros. Los expertos del GIEI
llevaron a cabo sus propios exámenes de la evidencia y de los datos
forenses, y estudiaron los expedientes: 115 tomos de alrededor de mil
páginas cada uno. Le solicitaron a la Procuraduría General de la
República (PGR), el equivalente mexicano del US Attorneys General
Office— les fueran entregados los documentos o les permitieran
entrevistar a posibles testigos, en muchos casos, personas con las que
la PGR no había hablado todavía.
El evento en el que se presentó el informe –al cual los periodistas fueron convocados por email semanas antes– se llevó a cabo en un gran auditorio en las oficinas de la Comisión de Derechos Humanos en el Distrito Federal. El ambiente era de expectación e incluso parecía festivo. La gente se saludaba con besos y abrazos, al menos en el lado del cuarto en el que yo me encontraba, donde había diplomáticos, activistas de reconocidas organizaciones de derechos humanos, figuras del mundo cultural, y los aún más asediados periodistas conocidos de los pequeños medios independientes y de oposición en México. El cuarto estaba a reventar y los organizadores intentaban conducir a los periodistas menos establecidos, más jóvenes y más desarrapados, hacia el lobby y la plaza que hay en el exterior, desde donde podrían observar los procedimientos en pantallas de video. Varios oficiales del gobierno mexicano, vestidos sobriamente, tomaron asiento en las primeras filas. Tenían a los fotógrafos de frente, que estaban acuclillados y reptaban como soldados bajo fuego. La parte posterior del auditorio, así como los pasillos del exterior, estaban repletos de tripiés, cámaras y equipo de filmación.
La otra mitad del auditorio presentaba un agudo contraste. Ahí la gente estaba sentada en silencio y con expresión adusta. Casi todos tenían rasgos indígenas y vestían de manera rústica o llevaban chamarras con capucha. Ni uno solo de ellos mandaba besos volados hacia el otro lado de la habitación. Eran los familiares de los 43 jóvenes desaparecidos en Iguala, y de los tres asesinados. Con ellos había estudiantes de la Escuela Normal de Ayotzinapa que sobrevivieron al ataque, y otras personas que venían a apoyarlos desde los calurosos y empobrecidos pueblos y caseríos rurales de donde provenían casi todos los estudiantes que se preparaban para convertirse en maestros rurales. Cuando por fin los cinco expertos aparecieron para tomar sus asientos en la larga mesa del podio, hicieron erupción las acostumbradas preguntas a gritos desde el otro lado de la sala, y el auditorio entero se unió coreando: “¡Vivos se los llevaron! ¡Vivos los queremos!”
Cada uno de los expertos narró o presentó un análisis de alguna parte de la investigación conducida por el grupo. Sería difícil exagerar la forma en que el informe demolió la narración oficial que el gobierno mexicano rindió del crimen: un cuento al que en México ya se le conoce burlonamente como la “verdad histórica”, a partir de que el anterior Procurador General, Jesús Murillo Karam, acuñara la frase enfáticamente durante una conferencia de prensa a fines de enero. Ahí, Murillo Karam anunció que, según las conclusiones a las que habían llegado los investigadores de la PGR, los 43 estudiantes desaparecidos habían sido entregados por la policía municipal de Iguala a sicarios de la banda de los Guerreros Unidos que se dedican al tráfico de drogas, y los habían incinerado en el basurero del pueblo cercano de Cocula. La conclusión, aseguró el Procurador General, estaba apoyada por expertos científicos y por las confesiones de los traficantes.
En el escenario, los peritos hicieron un recuento de la línea de tiempo del caso. El 26 de septiembre los estudiantes salieron de Ayotzinapa con la finalidad de retener una serie de autobuses para que los transportara desde su escuela, y desde otras normales, a una marcha que se llevaría a cabo en la Ciudad de México el 2 de octubre para conmemorar la matanza de estudiantes de Tlatelolco en 1968. Según el reporte del GIEI, la retención temporal de los autobuses con ese propósito, “ha sido una práctica común” de las escuelas normalistas en todo México; algo bien conocido por las autoridades y las compañías camioneras. Había ocurrido muchas veces antes, incluso en Iguala, casi siempre “sin incidentes, represiones o sanciones legales”. El reporte del GIEI estableció como un hecho lo que muchos periodistas habían reportado: que el 26 de septiembre a las 5:30 pm, desde el momento en que aproximadamente cien estudiantes y tres choferes dejaron Ayotzinapa, en dos autobuses de la línea Estrella de Oro que los muchachos habían retenido previamente, estaban siendo monitoreados, como es rutina hacerlo, por el Comando Central de la Policía Estatal o C4I4. El C4I4 recaba información y la comparte con la policía federal, estatal y local de la zona y también con los militares.
En un principio los estudiantes habían tenido la intención de retener más autobuses en la caseta de cobro afuera de Chilpancingo, la capital del estado, pero al llegar allá ya los esperaban las patrullas de la policía. Tal y como lo registró el C414, los estudiantes se desviaron a Iguala exactamente a las “17:59”. En las afueras de Iguala, uno de los autobuses, de la compañía Estrella de Oro con número 1531, se estacionó afuera de un restaurante en un área que se conoce como el Rancho del Cura, y el otro, el número 1568, continuó hacia la caseta de cobro de Iguala; en ambos lugares la policía federal ya los esperaba. También estaban siendo observados por un agente de inteligencia militar que le reportaba al comandante del Batallón 27 del ejército, afincado en Iguala. No fue sino hasta las “20:15”, según el reporte, que los estudiantes que se encontraban afuera del Rancho del Cura lograron detener un autobús de la Línea Costa con número 2513; el plan era dejar ahí a los pasajeros del autobús y que los estudiantes a bordo de los tres autobuses regresaran de inmediato a Ayotzinapa. No parecía factible que pudieran retener más autobuses ahora que ya era de noche. Pero el chofer del autobús de la línea Costa insistió en dejar a los pasajeros en la estación de autobuses de Iguala antes de entregar el vehículo. “De cinco a siete” estudiantes fueron con él.
El evento en el que se presentó el informe –al cual los periodistas fueron convocados por email semanas antes– se llevó a cabo en un gran auditorio en las oficinas de la Comisión de Derechos Humanos en el Distrito Federal. El ambiente era de expectación e incluso parecía festivo. La gente se saludaba con besos y abrazos, al menos en el lado del cuarto en el que yo me encontraba, donde había diplomáticos, activistas de reconocidas organizaciones de derechos humanos, figuras del mundo cultural, y los aún más asediados periodistas conocidos de los pequeños medios independientes y de oposición en México. El cuarto estaba a reventar y los organizadores intentaban conducir a los periodistas menos establecidos, más jóvenes y más desarrapados, hacia el lobby y la plaza que hay en el exterior, desde donde podrían observar los procedimientos en pantallas de video. Varios oficiales del gobierno mexicano, vestidos sobriamente, tomaron asiento en las primeras filas. Tenían a los fotógrafos de frente, que estaban acuclillados y reptaban como soldados bajo fuego. La parte posterior del auditorio, así como los pasillos del exterior, estaban repletos de tripiés, cámaras y equipo de filmación.
La otra mitad del auditorio presentaba un agudo contraste. Ahí la gente estaba sentada en silencio y con expresión adusta. Casi todos tenían rasgos indígenas y vestían de manera rústica o llevaban chamarras con capucha. Ni uno solo de ellos mandaba besos volados hacia el otro lado de la habitación. Eran los familiares de los 43 jóvenes desaparecidos en Iguala, y de los tres asesinados. Con ellos había estudiantes de la Escuela Normal de Ayotzinapa que sobrevivieron al ataque, y otras personas que venían a apoyarlos desde los calurosos y empobrecidos pueblos y caseríos rurales de donde provenían casi todos los estudiantes que se preparaban para convertirse en maestros rurales. Cuando por fin los cinco expertos aparecieron para tomar sus asientos en la larga mesa del podio, hicieron erupción las acostumbradas preguntas a gritos desde el otro lado de la sala, y el auditorio entero se unió coreando: “¡Vivos se los llevaron! ¡Vivos los queremos!”
Cada uno de los expertos narró o presentó un análisis de alguna parte de la investigación conducida por el grupo. Sería difícil exagerar la forma en que el informe demolió la narración oficial que el gobierno mexicano rindió del crimen: un cuento al que en México ya se le conoce burlonamente como la “verdad histórica”, a partir de que el anterior Procurador General, Jesús Murillo Karam, acuñara la frase enfáticamente durante una conferencia de prensa a fines de enero. Ahí, Murillo Karam anunció que, según las conclusiones a las que habían llegado los investigadores de la PGR, los 43 estudiantes desaparecidos habían sido entregados por la policía municipal de Iguala a sicarios de la banda de los Guerreros Unidos que se dedican al tráfico de drogas, y los habían incinerado en el basurero del pueblo cercano de Cocula. La conclusión, aseguró el Procurador General, estaba apoyada por expertos científicos y por las confesiones de los traficantes.
En el escenario, los peritos hicieron un recuento de la línea de tiempo del caso. El 26 de septiembre los estudiantes salieron de Ayotzinapa con la finalidad de retener una serie de autobuses para que los transportara desde su escuela, y desde otras normales, a una marcha que se llevaría a cabo en la Ciudad de México el 2 de octubre para conmemorar la matanza de estudiantes de Tlatelolco en 1968. Según el reporte del GIEI, la retención temporal de los autobuses con ese propósito, “ha sido una práctica común” de las escuelas normalistas en todo México; algo bien conocido por las autoridades y las compañías camioneras. Había ocurrido muchas veces antes, incluso en Iguala, casi siempre “sin incidentes, represiones o sanciones legales”. El reporte del GIEI estableció como un hecho lo que muchos periodistas habían reportado: que el 26 de septiembre a las 5:30 pm, desde el momento en que aproximadamente cien estudiantes y tres choferes dejaron Ayotzinapa, en dos autobuses de la línea Estrella de Oro que los muchachos habían retenido previamente, estaban siendo monitoreados, como es rutina hacerlo, por el Comando Central de la Policía Estatal o C4I4. El C4I4 recaba información y la comparte con la policía federal, estatal y local de la zona y también con los militares.
En un principio los estudiantes habían tenido la intención de retener más autobuses en la caseta de cobro afuera de Chilpancingo, la capital del estado, pero al llegar allá ya los esperaban las patrullas de la policía. Tal y como lo registró el C414, los estudiantes se desviaron a Iguala exactamente a las “17:59”. En las afueras de Iguala, uno de los autobuses, de la compañía Estrella de Oro con número 1531, se estacionó afuera de un restaurante en un área que se conoce como el Rancho del Cura, y el otro, el número 1568, continuó hacia la caseta de cobro de Iguala; en ambos lugares la policía federal ya los esperaba. También estaban siendo observados por un agente de inteligencia militar que le reportaba al comandante del Batallón 27 del ejército, afincado en Iguala. No fue sino hasta las “20:15”, según el reporte, que los estudiantes que se encontraban afuera del Rancho del Cura lograron detener un autobús de la Línea Costa con número 2513; el plan era dejar ahí a los pasajeros del autobús y que los estudiantes a bordo de los tres autobuses regresaran de inmediato a Ayotzinapa. No parecía factible que pudieran retener más autobuses ahora que ya era de noche. Pero el chofer del autobús de la línea Costa insistió en dejar a los pasajeros en la estación de autobuses de Iguala antes de entregar el vehículo. “De cinco a siete” estudiantes fueron con él.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario