ASESINOS DE PRESIDENTES (1ª PARTE)
Cuatro presidentes fueron asesinados durante su mandato: Abraham Lincoln (1865), James A. Garfield (1881), William McKinley (1901) y John F. Kennedy (1963). Otros cuatro murieron de causas naturales durante su mandato, aunque en algunos casos en circunstancias bastante sospechosas. William Henry Harrison murió de neumonía en 1841 y Zachary Taylor de una enfermedad gastrointestinal aguda en 1850. Por otro lado, Warren G. Harding murió de un infarto cardíaco en 1923 y Franklin D. Roosevelt de una hemorragia cerebral en 1945.
Nueve presidentes han sobrevivido a intentos de asesinato mientras ostentaban el cargo: Andrew Jackson en 1835, Theodore Roosevelt en 1912, después de finalizar su mandato, Franklin Delano Roosevelt en 1945, al final de la Segunda Guerra Mundial, Harry S. Truman en 1950, Richard Nixon en 1974, Gerald Ford en 1975, Jimmy Carter en 1979 y Ronald Reagan en 1981.
Queda claro que con los asesinatos de Kennedy, Lincoln, McKinley, Garfield y el probable asesinato de Harding, así como la expulsión de Nixon del poder, se demuestra lo peligroso que puede resultar para la élite el enemigo interno en el máximo cargo de los Estados Unidos.
Ocurre que un enemigo interno es a la vez real y poderoso. La élite globalizadora necesita que los enemigos sean ficticios, que pueden ser fomentados, como el terrorismo islámico, o bien reales pero muy dependientes, y por lo tanto, poco poderosos económicamente, como la Unión Soviética. Con el enemigo interno, la élite tiene una sola vía de acción, eliminarlo sin piedad y lo antes posible.
Abraham Lincoln (1809 – 1865) fue el decimosexto presidente de los Estados Unidos y primero por el Partido Republicano.
Lincoln asistía a una representación en el teatro Ford. La obra era Our American Cousin, una comedia musical de Tom Taylor. Cuando Lincoln se sentó en el palco, John Wilkes Booth, un actor de Maryland, residente en Virginia y simpatizante del Sur, apareció por detrás y disparó un único tiro con una pistola Deringer de bala redonda a la cabeza del presidente y gritó “¡Sic semper tyrannis!”, expresión en latín que significa “así siempre a los tiranos“.
James Abram Garfield (1831 – 1881) fue el vigésimo Presidente de los Estados Unidos. Se convirtió en el segundo presidente que murió asesinado en los Estados Unidos. El presidente Abraham Lincoln había sufrido la misma fatalidad estando en el cargo. Su presidencia es la segunda más corta en la historia de Estados Unidos, tras la de William Henry Harrison.
Walter Graziano nació en 1960 en la Argentina. Se graduó como economista en la Universidad de Buenos Aires. Hasta 1988 fue funcionario del Banco Central de su país y recibió becas de estudio del gobierno italiano y del Fondo Monetario Internacional para estudiar en Nápoles y Washington DC. Desde 1988 colaboró con medios gráficos y audiovisuales argentinos en forma simultánea a su profesión de consultor económico. En 1990 publicó Historia de dos hiperinflaciones y, en 2001, Las siete plagas de la Argentina, libro que preanunció la debacle económica y política de su país. Desde 2001 Graziano se encuentra abocado a los temas de las élites que detentan el poder, sus antecedentes históricos y cuestiones colaterales. También escribió dos interesantes libros, titulados “Hitler gano la guerra” y ¿Nadie vio Matrix?, en que me he basado principalmente para escribir este artículo. Estos libros se ocupan de la situación actual de la estructura de poder mundial que lidera Estados Unidos. Los ex presidentes Bush y su familia se convierten en el eje de la investigación de Graziano. Desde la importancia que Bush padre tuvo para la CIA, hasta el peso del oligopolio petrolero en las decisiones políticas, los Bush son personajes nefastamente recurrentes en esta historia. El sujeto central de estos libros es la “elite angloamericana”, y se muestra como el establishment norteamericano proviene de las oligarquías inglesas que conquistaron esa tierra siglos atrás.
¿Por qué algunos presidentes norteamericanos han sido el enemigo interno? En realidad muchos otros magnicidios ocurridos en otros países también han sido cometidos por agentes de la élite y de las sociedades secretas. Como ejemplo tenemos los zares rusos Alejandro II, aliado de Lincoln, y Nicolás II, enemigo de la élite financiero-petrolera, la Casa Borbón en Francia, con la caída y posterior muerte de Luis XVI en Francia, y el heredero del Imperio Austro-Húngaro, Francisco Fernando, asesinado en Sarajevo en 1914.
Estos son apenas algunos de los muchos casos en los que la élite y las sociedades secretas actuaron, eliminando físicamente a un jefe de Estado enemigo. Pero en ninguno de estos casos se trataba de un enemigo interno, sino de obstáculos para implementar la agenda globalizadora que desde hace centurias tiene la élite, y que desde hace milenios inspira a las sociedades secretas.
Un presidente norteamericano es otra cosa, es alguien que desde el interior, en el propio corazón de la estructura de poder, puede dañar seriamente la implementación de dicha agenda. Para entenderlo es necesario saber lo que son realmente los Estados Unidos.
Para la historia oficial, los Estados Unidos son independientes desde el 4 de julio de 1776, cuando se declaró formalmente su separación de la Corona británica. Oficialmente, el 4 de julio de 1776 nació un nuevo país, soberano e independiente, en el cual se impusieron por primera vez en la modernidad los ideales republicanos, democráticos y del capitalismo de libre competencia y libre empresa. Ahora bien, ¿qué lo provocó?
En las colonias norteamericanas había un cierto clima de agitación social contra la Corona británica. Por lo menos desde principios del siglo XVIII se habían instalado en dichas colonias una buena cantidad de miembros de sociedades secretas, especialmente masones, provenientes de Gran Bretaña. Es preciso recordar que los masones profesaban los ideales de libertad, igualdad y fraternidad y eran profundamente antimonárquicos y enemigos de los privilegios económicos de la Corona. Esos intereses de las sociedades secretas estaban muy entrelazados, tanto en las colonias norteamericanas como en Inglaterra, a través de la British East India Company. La Corona era socia minoritaria de la misma, en la cual habían invertido copiosamente los principales banqueros y comerciantes británicos. Por lo tanto, ser miembro de una sociedad secreta y a la vez proteger los intereses de la British East India Company era algo usual.
La fuente de muchos conflictos entre las colonias y la Corona eran los impuestos especiales sobre los productos que la propia British East India Company exportaba desde Inglaterra o desde India a Norteamérica. Ello ocasionaba un perjuicio tanto a la British East India Company como a los consumidores de las colonias, quienes vivían una vida llena de penurias, dado que aumentaban el precio de los productos y disminuían el volumen del comercio y las ganancias de la British East India Company.
Esta empresa, aunque tenía al rey como socio minoritario, veía cómo el monarca entorpecía su actividad con el fin de aumentar su patrimonio personal. Mientras algunos territorios británicos de ultramar eran posesión directa del rey de Gran Bretaña, como las colonias norteamericanas hacia las cuales se obligaba a enviar dinero y diversos bienes, otros territorios, como la India, estaban bajo administración y gobierno directo de la British East India Company. Por lo tanto, en Norteamérica la British East India Company no tenía la libertad de acción, movimiento y comercio que gozaba en otras partes del Imperio Británico. Ello provocó que, merced a los estrechos lazos de las sociedades secretas británicas y norteamericanas por un lado, y la British East India Company por el otro, se fuera gestando en las colonias norteamericanas un ambiente muy poco favorable al rey y se fuera considerando la posibilidad de la independencia, implantando así un sistema que favoreciera los antiquísimos ideales de las sociedades secretas.
Cuando en 1776 el rey decretó un alto impuesto al té indio que la British East India Company vendía en las colonias norteamericanas, la respuesta de éstas fue llevar a cabo un complot contra la Corona y declarar la independencia. Entonces se formó el independentista Boston Tea Party, estrechamente ligado a la British East India Company.
Para muchos historiadores, de la talla de Arthur Schlesinger, el asunto del té fue sólo un pretexto para un grupo que ya tenía una agenda secreta. La prueba irrefutable de la actividad de las sociedades secretas en la independencia es que los miembros del Boston Tea Party eran conocidos nada menos que como Freemasons Arms, que se reunían secretamente en la Green Dragon Tavern, también llamada “Cuartel de la Revolución “, y preparaban la independencia acusando a la Corona de que se les cobraban impuestos pero no se les daba representación en la Cámara de los Comunes.
Es necesario remarcar que en el mismo año de 1776, unos pocos meses antes, nacía en Alemania, y se propagaba casi en forma inmediata a las colonias norteamericanas y a toda Europa, el grupo secreto de los Illuminati de Baviera, infiltrado también en la masonería, financiado por la casa bancaria Rothschild, y con un ideario revolucionario que compartía por entero la filosofía de los Padres Fundadores masones norteamericanos.
Ahora bien, todo ese clima revolucionario y de agitación contra el rey no significaba de manera alguna la ruptura de relaciones con la British East India Company. Todo lo contrario, favorecía el comercio entre ésta y las colonias norteamericanas. Más aún, muchos autores consideran que la idea inicial era convertir las colonias en corporaciones, algo similar a lo que era la India. Es por todo esto que no debe llamar en lo más mínimo la atención que las nuevas e independientes colonias norteamericanas adoptaran la propia bandera de la British East India Company, que constaba de 13 rayas horizontales rojas y blancas con una cruz roja con fondo blanco, cruz de San Jorge, la bandera real inglesa, donde hoy se sitúan las 50 estrellas de la bandera de los Estados Unidos.
La bandera fue modificada en sólo un detalle, ya que en el ángulo superior izquierdo figuraban las 13 estrellas de las 13 colonias norteamericanas iniciales.
Tampoco debe llamar la atención entonces que de los 20 protagonistas de la independencia norteamericana nacidos en las colonias, diez hayan sido masones confirmados y cinco muy probablemente lo eran, dado que hablaban bien de esa organización secreta. A ello hay que sumarle que el principal referente extranjero de la revolución norteamericana, el marqués de Lafayette, también era miembro de la masonería.
Menos aún debe llamar la atención que George Washington haya sido no sólo masón sino jefe de la masonería, que juró su cargo presidencial sobre un ejemplar de la Biblia masónica, sobre la que luego juraron todos los presidentes norteamericanos, salvo uno. La propia arquitectura y el diseño urbano de la capital norteamericana, Washington DC, es íntegramente masónico y de autoría de la Gran Logia de Maryland.
Como mínimo la mitad de sus 43 presidentes han sido masones, y un buen número de los que no lo fueron, al menos pertenecieron, como George Bush, a sociedades secretas. En el caso de Bush, pertenece a la sociedad Skull&Bones, descendiente de los Illuminati de Baviera.
Como se ve, los intereses de las sociedades secretas, la British East India Company y la banca londinense estaban estrechamente ligados, y no eran contrarios entre sí. La disputa no era con Gran Bretaña ni contra los intereses económicos de los bancos y compañías comerciales, sino contra la Corona.
Quizás ello explica por qué George Washington le ganó la decisiva batalla de Yorktown en 1781 al inglés Charles Cornwallis, militar y gobernador colonial inglés, asegurando la independencia norteamericana, y por qué Cornwallis dejó escapar varias oportunidades para derrotar al casi indefenso, en aquel momento, ejército revolucionario.
Es sorprendente que, posteriormente a este fracaso, la British East India Company eligiese a Cornwallis para un altísimo cargo en la India.
Para demostrar el papel que las sociedades secretas tuvieron en el advenimiento de los Estados Unidos podemos leer la carta que Thomas Jefferson le escribió a George Mason en Filadelfia el 4 de febrero de 1791: “No puede negarse que entre nosotros hay una secta que cree que contener cualquier cosa es perfecto en las instituciones humanas. Los miembros de esa secta tienen nombres y cargos considerados en alta estima por nuestros compatriotas“.
No bien finalizada la guerra entre los Estados Unidos y Gran Bretaña en 1781, las relaciones entre ambas naciones se tornaron mucho más amistosas de lo que la historia oficial narra. Los Estados Unidos enviaron a Inglaterra a tres personajes para que firmaran diversos acuerdos: Benjamín Franklin, John Jay y John Adams. Los tres ostentaban cargos de nobleza incompatibles con la Constitución norteamericana, los tres eran masones, y fue así como llegaron a varios acuerdos con banqueros, comerciantes e incluso el propio rey.
Esa profusión de pactos indica claramente que la división entre los Estados Unidos y el Reino Unido desde su propio inicio fue una división política, pero de ninguna manera económica. El principal biógrafo de Benjamín Franklin, Bernard Fay, lo deja en claro cuando señala: “Franklin estaba identificado con el espíritu de la masonería inglesa y deseaba la hegemonía de la civilización británica, con sus ideales de Libertad y Protestantismo. Le parecía justo que el centro del Imperio estuviese algún día en el Nuevo Mundo, al que Inglaterra debería su prosperidad. Pero después (…) perdió la fe. Dirigió entonces sus miradas hacia Inglaterra, única nación que podía ser fundamento de un Imperio (…) Dedicó a ella toda su inteligencia privilegiada y su vasta experiencia política“.
Y sin embargo, el rostro de Benjamín Franklin aparece hoy en el anverso del billete de cien dólares. Cabe recordar, por si todo esto no fuera suficiente, que en la propia Constitución norteamericana figuraba la paridad fija entre plata y oro en 16 a 1, que favorecía a la banca londinense. Benjamín Franklin, John Jay y John Adams acordaron formar el Bank of United States, a fin de que las colonias independizadas no emitieran papel moneda por separado y hubiera un monopolio monetario nacional. Esto es lo que la banca londinense deseaba y logró, dado que el 80% del capital del primitivo banco central estaba en manos extranjeras.
Además, se mantuvo el monopolio de comercio de los Estados Unidos con Inglaterra, dado que se acordó que las materias primas que entraban y salían del país fueran comerciadas con los ingleses, aunque con impuestos limitados, y los Estados Unidos se comprometieron a no rechazar sus deudas con Gran Bretaña.
(Fuente: http://despiertaalfuturo.blogspot.com.es/)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario