La fobia contra el “populismo” que el presidente Enrique Peña Nieto ha puesto de manifiesto en reiteradas ocasiones ha encontrado la horma de sus zapatos en la definición acerca de este concepto que hizo el mandatario norteamericano, Barack Obama, quien se autodefinió como populista en la reciente cumbre de líderes de Norteamérica celebrada en Canadá.
La premisa de la autoadhesión del estadounidense al populismo estuvo precedida de diversas enunciaciones vinculadas a lo que podría ser un estado nacional benefactor; de estar a favor de eso, señaló Obama, “yo soy populista”. Y es que a la luz de los resultados que ha ofrecido el reducido estado neoliberal en materia de desarrollo humano, los argumentos del presidente norteamericano parecen encontrar eco en la propia realidad.
El argumento que presentó Enrique Peña Nieto para atacar al supuesto fantasma del populismo desde Canadá, fueron los riesgos que corren los que para él han sido logros que ha tomado años alcanzar por el actual modelo económico y cuyos beneficios sobre las grandes mayorías de la población están en peligro de verse cristalizados de ocurrir la apocalíptica anatema profetizada por el presidente mexicano.
El discurso presidencial parece sin embargo encontrar poco respaldo en la realidad que vive el país y los éxitos del modelo neoliberal no parecen encontrarse en el crecimiento de la pobreza que se ha vivido en la actual administración, ni tampoco en la elevada tasa de aumento de la deuda pública, o en los pírricos resultados en materia de crecimiento económico y de empleo que sexenio tras sexenio desde 1980 se muestran en desmejora.
Por ello es que si la supuesta amenaza del populismo ha comenzado a aterrizar entre las preferencias de la ciudadanía en nuestro país, esto no tiene otra explicación que el decepcionante desempeño que la alternancia sin democracia ha tenido en materia económica. La descalificación de Peña Nieto es entonces un bumerán que apunta a los magros resultados de su administración y del modelo que defiende.
En la lista de populistas mexicanos, en la prelación de demonios que pretende exorcizar la retórica peñanietista; se encuentra en la cabeza sin duda alguna Andrés Manuel López Obrador. Él mismo, se ha autodefinido así, anteponiendo a esta determinación conceptos de bienestar social parecidos a los vertidos por el presidente Obama en Canadá.
Detrás del movimiento “populista” que encabeza López Obrador se encuentra un firmamento mexicano inundado de presagios de tormentas y relámpagos por doquier. La crisis económica y social que atraviesa el país está siendo acompañada por una ciudadanía que se encuentra insatisfecha y que ha comenzado a retirar el consenso político al establishment.
Por ello es que la condición objetiva de la crisis, acompañada de la insatisfacción de las expectativas populares, no parecen tener su antídoto en el reiterado conjuro presidencial antipopulista. Sin embargo, el discurso de Peña Nieto va acompañado en tierra de una estrategia política que pretende mellar la voluntad popular, golpearla y combatir el símbolo que más pesa en el imaginario colectivo de la voluntad de cambio, misma que va construyéndose en múltiples espacios de la vida social: Andrés Manuel López Obrador.
Sí, el tabasqueño puede representar al populismo puro, a ese que le teme Enrique Peña Nieto y el sistema político que lo encumbró, o quizá sea la encarnación de esa otra alternativa de retorno a las políticas de bienestar social que describió Obama; pero lo cierto es que en torno a él se van anclando día a día esos descontentos que robustecen la simple pero revolucionaria idea del cambio.