Cómo se puede ser antiamericano (y VIII)
por Adriano Erriguel – El antiamericanismo posible
¿Cómo es posible ser hoy “antiamericano”?
En una época marcada por el exceso de
positividad, por la exigencia de optimización y por la dinámica del “me
gusta”, definirse de forma negativa resulta extemporáneo y
políticamente incorrecto.
Declararse “antiamericano” plantea,
de entrada, un problema. El “antiamericanismo” acarrea mucha retórica
sectaria de extrema izquierda. Y eso lastra cualquier crítica coherente
sobre la civilización americana. La rodea, incluso, de una presunción de
estupidez. ¿Cómo es posible, a pesar de ello, ser antiamericano?
Conviene aclarar, ante todo, cómo es preciso no serlo.
Antiamericanismo folklórico
Ser “antiamericano” no consiste en
practicar la americanofobia. En primer lugar, porque todas las fobias
son estúpidas. En segundo lugar, porque sólo está justificado ser
antiamericano en la medida en que América es el centro de una empresa global de aculturación
que aquí llamamos “americanismo” (la cuál, por cierto, tiene cada vez
menos que ver con la identidad nacional americana). En tercer lugar,
porque existe una América “no americanista” que es una víctima más de
las dinámicas – el capitalismo salvaje y la globalización neoliberal–
que allí tienen su epicentro. Sus combates son los mismos que los de
muchos europeos.
Ser antiamericano no consiste en
apedrear MacDonalds, ni en quemar efigies del Tío Sam, ni en maldecir al
“imperialismo” mientras se copia la estética hípster, se engulle
la corrección política y se recita el catecismo sinfronterista
(hallazgos todos ellos que proceden, por diferentes vías, de la propia
América). Es preciso ceder este antiamericanismo folklórico a la extrema
izquierda, para que siga cultivando su veraneo mental de okupación
callejera, de talleres altermundialistas y de revolución de titiriteros.
El americanismo llega a su plenitud en el momento en que el comunismo
se vende como una mercancía. Y también en el momento en el que todos
comparten el “cosmopolitismo oficial de la república puritana y
mercantil americana” (Guillaume Faye). Pero eso es algo a lo que la
extrema izquierda jamás podrá renunciar, sin negarse a sí misma.1
Ser antiamericano no consiste en el
moralismo plañidero que, en nombre de una “comunidad internacional”
pastoreada por la ONU, deplora las intervenciones norteamericanas que
atentan contra la “paz”, la “legalidad internacional” y demás
figuraciones kantianas. Demasiadas veces ese pacifismo sólo encubre la
impotencia de una Europa que – en expresión de Robert Kagan– sólo aspira
a vegetar en su paraíso post-histórico. Más que la indignación de los
justos, es la hipocresía de los cobardes.2
Ser antiamericano no consiste en
cultivar una visión “conspiracionista”, o en ver detrás de cada fenómeno
la mano de la CIA, o de oscuras camarillas a la sombra de la Casa
Blanca (la “trilateral”, el “club Bilderberg”, el “lobby judío”,
etcétera). Las conspiraciones existen, sí; también los centros de
influencia, las manipulaciones y las operaciones de falsa bandera. Pero
encastillarse en esa visión supone encontrar una explicacion monocausal
para todo. Y supone condenarse a no entender que el americanismo es,
ante todo, un hecho social total, una dinámica que se autoreproduce y
que acompaña a un designio concreto de globalización. Y como tal, opera
en el ámbito disperso del “soft power”, más que en el de las conjuras de gabinete.
Ser antiamericano no consiste en
negarse a ver la televión, en no ir al cine, en taponarse las orejas
para no escuchar los cuarenta principales, en no llevar jeans, en no comer en Burger King o en Kentucky Fried Chicken o en salirse de Facebook (por muy recomendable que todo esto pueda ser para la salud o para la higiene mental).
Ser antiamericano no consiste en serlo de manera incompleta.
Es decir, en limitarse a denunciar la versión militar del americanismo,
o los manejos de las multinacionales, o la polución medioambiental, o
el intervencionismo en el tercer mundo. Tampoco consiste en serlo de manera sectaria, es decir, siendo proamericano cuando gobierna Obama y siendo antiamericano cuando gobierna Trump.3
Es en este tipo de enfoque – parcial, reactivo, economicista– donde se
revelan las carencias de autores como Noam Chomsky, o la insuficiencia
de la crítica neomarxista centrada en la denuncia del capitalismo y de
la “explotación”. Porque esa dialéctica de “dominadores y dominados” no
llega a captar lo esencial. Y lo esencial es –en palabras de Alain de
Benoist– que “la alienación capitalista no se reduce a un problema de
clases, sino que se manifiesta ante todo por una transformación general
de los espíritus: la conformación del imaginario a la ideología de la mercancía
(…) Los rasgos más negativos de la ideología americana dependen más de
una infraestructura social que de una superestructura impuesta”.4
Es a esa “infraestructura social” – y a sus condicionantes culturales,
sociológicos y políticos– a lo que aquí llamamos “americanismo”.
Ser antiamericano no supone hacer de
los Estados Unidos el Enemigo Absoluto, el Gran Satán, el chivo
expiatorio de todas las desgracias del mundo. Este tipo de discurso es
estéril, en cuanto funciona como eximente de las propias carencias, y en
cuanto al hacerlo estimula la autocomplacencia, el victimismo y el
resentimiento. En Europa, los Estados Unidos no deberían convertirse
nunca en un culpable de sustitución, ignorando que son los
europeos, en primer término, los responsables de su propia
insignificancia. Es la impotencia de Europa la que hace la fuerza de los
Estados Unidos. Se trata de ser pro-europeos, antes que de ser antiamericanos. Estados Unidos ni siquiera tendría por qué ser un enemigo. Sí, eventualmente, un adversario. Y en todo caso un contramodelo del tipo de sociedad que queremos.
Por su peso específico – y por ser el lugar clásico de producción del capitalismo– América es el centro impulsor de esa gramática mundial unificada de las formas de vida
(Constanzo Preve) a la que aquí llamamos “americanismo”. Pero éste ha
hecho metástasis. No es necesario que los americanos intenten modelarnos
a su imagen; ya lo somos, aunque no lo sepamos. Y nada asegura que, en
el futuro, América vaya a seguir controlando esa fuerza que ella misma
ha desencadenado.
Antiamericanismo: instrucciones de uso
Un antiamericanismo consecuente debería ser integral y no fragmentario; debería ser autocrítico y no victimista; debería ser racional, no emocional u obsesivo. No debería quedarse en un mero “anti” sino afirmarse como expresión de otra visión del mundo: la alternativa a la del americanismo.
Un antiamericanismo consecuente debe
partir de tomas de posición teóricas. En primer término, de la crítica a
esa visión (neo) liberal del mundo que, si bien es de raíz anglosajona,
ha encontrado en Estados Unidos su tierra de elección. La crítica al
(neo) liberalismo no puede limitarse a los aspectos económicos, sino que
debe englobar los principios antropológicos (el homo oeconomicus),
filosóficos y culturales del mismo. Con un objetivo: desenmascarar el
universalismo vehiculado por América; poner de relieve que éste no es
más que un etnocentrismo enmascarado que considera al resto del
mundo como un “espacio imperfecto”, susceptible de ser normalizado para
devenir “comprensible y conforme al Bien” (Alain de Benoist).
El americanismo es un sistema de matar a los pueblos.
No por la eliminación física –sus intervenciones militares, por
destructivas que sean, no tienen intención genocida– sino desde la
colonización de los espíritus y la muerte del alma. Es por esta razón
que las críticas puntuales al intervencionismo americano, por justas que
sean, son incompletas. Porque el americanismo se sitúa a otro nivel; se
sitúa en el punto neurálgico de un vasto proceso nihilizador: la
conversión de todo lo existente –objetos materiales y temporales,
pensamientos y valores, sabidurías y religiones, identidades y formas de
vida– en objetos de consumo. El americanismo es la ruptura traumática
de esa ecología de las civilizaciones (Hervé Juvin) que asegura
el equilibrio de las precariedades humanas, la contención de sus
pulsiones destructoras. Por el contrario, la imposición global de la
sociedad de mercado supone, en su lógica interna, la guerra de todos contra todos. Una carrera desaforada por la supervivencia y por el máximo beneficio. Asistimos a los prolegómenos de esa guerra total.
Romper la narrativa hegemónica
¿Qué hacer? En primer lugar, “romper el marco” del americanismo.
Nos guste o no, vivimos y pensamos en
el marco americano. Como enseña el lingüista George Lakoff, los
“marcos” son sistemas de significantes que encuadran una visión del
mundo. Los marcos operan a través del lenguaje, lo “enmarcan” en una
estructura narrativa y, de esa forma, activan estructuras mentales
inconscientes que motivan los comportamientos. Como toda forma
sofisticada de hegemonía, el americanismo impone su propio marco. El
americanismo se identifica con los valores de hipermodernidad, de positividad y de progreso, y se interioriza en el inconsciente como una realidad objetiva e irrefutable.
El marco del americanismo funciona por oposiciones binarias: “modernidad” versus “arcaísmo”; “innovación” versus “tradición”; “diversidad” versus “homogeneidad”; “multiculturalismo” versus “xenofobia”; “tolerancia” versus “homofobia”; “multilateralismo” versus “nacionalismo”, “globalización” versus “tribalismo”, “sociedad abierta” versus
“sociedad cerrada” … y así sucesivamente. Una realidad dual que no
admite discusión: frente al “Imperio benéfico” de los Estados Unidos se
alzan unos “reinos de Mordor” donde pululan autócratas,
fundamentalistas, homófobos, populistas, terroristas, teócratas,
islamistas, fascistas, comunistas, nacionalistas, xenófobos, machistas,
paletos y demás villanos más o menos barbudos y/o mostachudos.
Ni qué decir tiene: polemizar contra el americanismo desde dentro de ese marco es perfectamente inútil. No tiene sentido intentar demostrar que no se está en contra de la libertad, que no se es homófobo, que no se es
racista, etcétera. Menos sentido tendría todavía declararse contra la
democracia, o a favor de la homofobia, o de la intolerancia, o del
racismo, etcétera. De una forma u otra, todas estas posiciones refuerzan
el marco mental americanista.
Un antiamericanismo consecuente debe
salir de ese marco. Debe ignorarlo o debe construir su propia narrativa:
la soberanía de los pueblos frente a las elites globalizadas; el Estado
social frente al neoliberalismo; las identidades colectivas frente a la
hibridación multicultural; la política frente a la “gobernanza”; la
cultura popular frente a la cultura de masas; la “decencia ordinaria”
frente a la lógica del beneficio. Otra posibilidad es denunciar las
contradicciones internas dentro del marco hegemónico. La más evidente:
el uso recurrente de la fuerza para imponer una visión unilateral de la
democracia y los derechos humanos.
El antiamericanismo como lucha por la democracia
Toda narrativa “antiamericana” se plantea hoy, necesariamente, como una reivindicación de la democracia.
Porque nos encaminamos hacia una era postdemocrática: hacia una
“gobernanza” globalizada que se sustrae a todo control político. El
americanismo no es la hegemonía del pueblo americano sobre los otros
pueblos del mundo. El americanismo es más bien – como señalábamos
arriba– una infraestructura y una ideología: la de las elites
transnacionales globalizadas (la “Nueva clase”) que imponen su agenda
sobre los pueblos y los Estados del mundo. La reivindicación de la
democracia deviene así un argumento antiamericanista
¿Una era postdemocrática? La
extensión del modelo americano ha contribuido a adulterar, de forma
sinuosa, los “marcos” de comprensión del juego democrático. En su
concepción clásica, la democracia se remitía al ejercicio de la
soberanía popular dentro de una comunidad política. Pero la soberanía
popular se ve hoy sustituída, como fuente de legitimidad, por el
reconocimiento de la “sociedad civil” y el respeto a los “derechos
humanos”. De la democracia basada en el “demos” (pueblo), se pasa
a una democracia de individuos (ciudadanos) y de minorías
(multiculturalismo), dentro de una sociedad contractual de contornos
vagos y abiertos, sometida a un continuo proceso de remodelación. La corrección política
actúa, a través de la disciplina moral de la palabra, como cancerbero
ideológico del sistema. Y si es necesario, el sistema se exporta por las
armas. “En Europa ya no hay lugar para los Estados homogéneos” – anunciaba el General Wesley Clark, en vísperas del bombardeo otánico de Yugoslavia–.
En esta tesitura, el papel asignado a
las clases populares es el de “ponerse a la altura” de este proyecto.
Para describir este proceso, Christopher Lasch habla de la “política de
la minoría civilizada contra la democracia contra la democracia”.5 En otras palabras: de la revuelta de las élites contra el pueblo.
El objetivo es evitar que el pueblo, ignorante y versátil, se
manifieste sobre asuntos que exceden a su comprensión. La “gobernanza” –
término extraído del management empresarial americano – se
encargará de gestionar los intereses en juego, a través de un sistema de
interacciones muy similar al de los mercados.
El resultado, en suma, es la
americanización en toda regla del cuerpo social. Bajo el imperio de los
“derechos” la soberanía queda sometida a las decisiones de los jueces,
mientras que la destrucción de las “tradiciones y costumbres que
formaban el marco de las transacciones cotidianas” (Jean-Claude Michéa)
cede el paso a los dos recursos que el sistema deja, en última
instancia, a los individuos: el recurso sistemático a los tribunales y/o
a la violencia.6 Así se vive en los Estados Unidos desde hace tiempo. Así se vive cada vez más en Europa.
Contra la “Nueva clase”
Hemos llegado a un punto inédito en
la historia: aquél en el que la democracia sólo será legítima cuando
haya producido un “nuevo pueblo” que sea digno de ejercer la soberanía,
porque “habrá sido ya purgado de la identidad del pueblo anterior”.7
La política deviene ingeniería social y el Estado una fábrica de la
utopía. Se trata de una empresa terapéutica, porque las resistencias
ante la remodelación multicultural del mundo serán presentadas como algo
patológico: como disfunciones psicológicas, como manifestación de
“fobias”, como oposición irracional al sentido de la Historia. O bien se
las criminaliza como “discurso de odio” (hate speech). En la
Unión Soviética se enviaba a los disidentes a pabellones psiquiátricos.
En la era americanomorfa se les estigmatiza como anormales, o como
anacronismos andantes. Y se les califica de peligro para la democracia.
A pesar de todo ello la utopía no cesa de levantar resistencias, especialmente entre los “demos”
condenados a remodelarse o a desaparecer. Pero la defensa de la
soberanía popular – esa reliquia simbólica–queda confinada a la “derecha
populista” y es consecuentemente deslegitimada. Los individuos son
conminados a adaptarse a la democracia pluralista de Estados
multiculturales.8 Y si rehúsan hacerlo la solución no es cambiar de modelo, sino cambiar de pueblo.
La “Nueva clase” no aspira a la
creación de un “Estado mundial”. Tampoco a un federalismo internacional.
La “Nueva clase” se encuentra cómoda en el magma de la “sociedad civil”
internacional y en la dinámica de las “redes”. Pero si la “Nueva clase”
es un fenónemo global, la revuelta de los pueblos también lo es.
Europeos y americanos podrían tener, después de todo, bastante en común.
¿Sorpresa?
Conviene insistir en ello: existe
“otra” América. Una América “no americanista”. Una América que no siente
interés por imponer su forma de vida al resto de los mortales. Una
América cada vez más marginada y abatida, que padece los efectos de las
políticas globalizadoras y que paga con su sangre aventuras imperiales
en las que no obtiene beneficio alguno. Es la América tradicional,
comunitaria y libertaria –heredera del espíritu pionero de los orígenes–
que no se siente representada por las aristocracias políticas de la
Costa Este, ni por los neocon empeñados en remodelar el mundo, ni
por la superclase globalizada que dicta las normas de la corrección
política. Ésa es la América que ha cristalizado en una forma autóctona
de populismo. Un fenómeno inédito en la política norteamericana, que la aproxima a esa rebelión contra las elites que prende también en muchos países de Europa.
Sólo en esta clave –la de la rebelión
contra esa “revuelta de las elites” de la que hablaba Christopher
Lasch– se hace comprensible la inesperada victoria de Donald Trump en
las elecciones presidenciales de noviembre 2016.
Multimillonario y showman, empresario pragmático e histrión desmadrado, provocador anti-establishment y
representante del capitalismo sin frenos: Trump es un genuino producto
del planeta americano. No cabe duda de que la elección de un apestado de
la corrección política ha sido un acontecimiento histórico, un shock que seguramente irradiará a todo el mundo. La victoria de Trump viene a poner a prueba la resiliencia del establishment político,
social, económico y cultural americano. Porque conviene tenerlo
presente: más allá de los cánticos beatos a la “primera democracia de la
tierra”, Estados Unidos es, ante todo, un sistema oligárquico. Todo Presidente electo se encuentra limitado, no ya por los checks and balances constitucionales – Congreso, Senado, Tribunal Supremo– sino por los verdaderos detentadores del poder: por los lobbies,
por Wall Street, por el complejo militar-industrial, por una
oligarquía, en suma, cada vez más transnacional y cada vez más
globalizada.
En esta difícil tesitura, está por
ver en qué forma ese populismo – incubado en sordina tras varias décadas
de neoliberalismo – podría contribuir a hacer de América un país algo
más normal. Es decir, un país que deje al resto del mundo en paz. Sea
como fuere, los europeos no deberían perder de vista una cruda realidad:
ya sea con Trump o con cualquier otro, lo que es bueno para Estados
Unidos no tiene porqué serlo, necesariamente, para Europa.
Hubo un día, en el antiguo bloque soviético, en el que la realidad real triunfó sobre la realidad oficial; ese día, los que antes eran “candidatos” al pabellón psiquiátrico pasaron al otro lado. Cabe preguntarse si algún día, en Europa, podría pasar algo parecido. En noviembre 2016 los americanos parecen haber dicho sí se puede.
¿Adios al paraíso?
¿Es posible una Europa que deje de
ser un protectorado? ¿Está Europa condenada a ser una colonia militar y
una reserva económica de los Estados Unidos?
Europa es presa de un “síndrome de
impotencia preventiva” (Constanzo Preve). Es la sensación de que todo
está ya decidido, porque Estados Unidos encarna la Técnica inexorable de
la “modernidad posmoderna”, y contra la Técnica ninguna resistencia es
posible.9
Un síndrome que se acompaña de una utopía: la ilusión de poder vivir,
de forma indefinida, en un paraíso posthistórico. Sobre estos pilares se
apoyan los cipayos del atlantismo.
Para reencontrar su libertad
política, Europa debería salir de esa ilusión. En un entorno de caos
geopolítico y de potencias regionales emergentes, Europa debería
abandonar su fuga de la realidad. Para ello podría inspirarse en otros
actores internacionales. También en los propios Estados Unidos.
Los Estados Unidos son una potencia
universalista (promoción de los derechos humanos, democracia, gobernanza
global). Pero eso no les impide ser también soberanistas y cultivar una
mitología propia. Los europeos, por el contrario, “piensan y actúan
como si el Estado pudiera ser arrumbado al trastero” (Pierre Manent).
“El excepcionalismo europeo –escribe Francis Fukuyama– no se compromete
con los pueblos, y se funda sobre la voluntad de superar el
Estado-nación (…) Pero se trata de un excepcionalismo que sólo existe
para aniquilarse inmediatamente. Querer emanciparse del Estado-nación y
reivindicar una existencia fundada únicamente sobre los derechos humanos
equivale a negar la especificidad de la propia existencia”.10 Europa se mantiene, desde hace tiempo, en un empeño sostenido de auto-negación.
¿Podrá Europa, algún día, salir de su
letargo? De momento es difícil pensarlo. Aunque nada está escrito.
Nunca lo está. Tal vez llegue un día en que se produzca una reación en
cadena. Para ese día, los pueblos europeos deberían contar con un
discurso propio, ajeno al del americanismo. Pueblo, patria, soberanía, democracia, identidad, multipolarismo:
éstas son las palabras que más duelen. La lucha por el propio “marco”
pasa por la reapropiación del lenguaje, y por la creación de uno nuevo.
Ventana al vacío
Verá usted Capitán, cuando
mi abuelo y mi tío abuelo llegaron aquí, no había nada. Los vietnamitas
no eran nada. Así que trabajamos duro, muy duro, y trajimos caucho de
Brasil y lo plantamos aquí. Nos unimos a los vietnamitas, trabajamos con
ellos y creamos algo. Algo de la nada. Así que cuando me pregunta por
qué queremos permanecer aquí, Capitán, queremos permanecer porque ésto
es nuestro, porque nos pertenece. Porque mantiene a nuestra familia
unida. ¡Luchamos por eso! Mientras que ustedes americanos, ustedes
luchan por la mayor Nada de la historia.
APOCALYPSE NOW REDUX (Francis Ford Coppola 1979)
“Los límites del lenguaje son los
límites del mundo”, decía un filósofo del siglo XX. Algo así debió de
experimentar el aristócrata francés Alexis de Tocqueville, cuando en
1840 trató de encontrar palabras para describir el Nuevo Mundo: “busco en vano una expresión que reproduzca exactamente la idea que me hago de ello y que lo exprese; la cosa es nueva. Hace falta, pues, intentar definirla, puesto que no soy capaz de darle nombre”. Es difícil no leer estos párrafos de La democracia en América sin sentir un escalofrío. El mismo que debió sentir su autor. Antes de que en Sils María se anunciara el nihilismo, Tocqueville ya se había asomado al vacío.
Una Venecia sintética en Las Vegas. Un castillo románico en California. Kitsch,
simulacro y asepsia. Luces de neón y autopistas infinitas. ¿Qué son
esos archipiélagos de parcelas adosadas? ¿Qué son esas vecindades
monótonas y atrincheradas? ¿Qué son esos guetos sin pasado ni futuro?
¿Qué son esos “shopping malls” iguales de costa a costa? ¿En qué piensan los personajes de los cuadros de Hopper?
Bulimia del shopping, culto al
dinero. Deglución de mitos y de formas de vida. Multitudes de todas
partes y de ninguna. “Triunfo del olvido sobre la memoria. Ebriedad
amnésica e inculta”.11
¡Emancipación sin límites! ¡Gozo! ¡Inmortalidad! Éso nos promete Silicon Valley. Vivir eternamente en el Reino de lo Igual.
¿Por qué ser antiamericano? Tal vez por la intuición de que las culturas son custodias de algo más precioso que ellas mismas: formas de relación con el mundo. Cada cultura es una ventana abierta. Las ventanas van cerrándose. El vacío es claustrofóbico. América es claustrofóbica.
América es Occidente. Es la tierra
del ocaso, del fin de toda cultura. Occidente es el sepulcro de Europa.
¿Es posible un “antiamericanismo” europeo? ¿Un reverso en negativo de un
anhelo positivo? ¿Es lícito pensar una nueva aurora?
Bien mirado, los “buenos europeos” ni siquiera tendrían necesidad de ser “antiamericanos”. Tal vez América existe como imperio porque nosotros lo creemos. Bastaría con volver la vista… puede que entonces se haya devanecido.
Pero los “buenos europeos” –aquellos a los que aludía Friedrich Nietzsche – continúan siendo nostalgia del porvenir…
1
La historia demuestra que el americanismo sólo ha retrocedido frente a
aquellas resistencias que, fuera cuál fuere su ideología, se identifican
ante todo con los pueblos y con las patrias. Algo que la izquierda
posmoderna ha olvidado. Ésta ya no cree en los pueblos ni en las
patrias: ha tomado el partido de los “nómadas” y prefiere creer en los
“ciudadanos”, en las “multitudes” o en la “gente”.
2
La izquierda “progre” suele ser antiamericana cuando gobiernan los
republicanos y proamericana cuando gobiernan los demócratas, como lo
demuestra su indiferencia ante las múltiples intervenciones militares
del Presidente Obama (Oriente Medio, Asia Menor, Ucrania).
3 O viceversa, en su caso…
4 Alain de Benoist, L´anti-américanisme de droite, de gauche et d´ailleurs. En Krisis nº 43, mars 2016, pag. 82-83.
5 Mathieu Bock-Côte: Obra citada, pag. 273.
6 Jean-Claude Michéa: L´Enseignement de l´ignorance, et ses conditions modernes. Climats 2006, pag. 111. Christopher Lasch: The revolt of the elites and the betrayal of democracy. W.W. Norton &Company 1996.
7 Mathieu Bock-Côte, Le Multi-culturalisme comme Réligion politique. Les Éditions du Cerf 2016, pag. 220.
8 Mathieu Bock-Côte, Le Multi-culturalisme comme Réligion politique. Les Éditions du Cerf 2016, pag. 212.
9 Constanzo Preve, La quatrième guerre mondiale. Éditions Astrée, 2013, pag.174.
10 Francis Fukuyama: L´exceptionnalisme américain et la politique étrangère des États-Unis, en Politique américaine 2005. Pierre Manent: La Raison des nations. Gallimard 2006. Citados por Mathieu Slama: La guerre des mondes. Réflexions sur la croisade idéologique de Poutine contre l´Occident. Éditions de Fallois 2016, pags. 110-111.
11 Jean Baudrillard, Amérique. Grasset 2008, pag. 12
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