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Miguel A. Reyes.
El valor de la identidad

En el caos que parece envolver los hechos humanos son múltiples los argumentos y las cuestiones que se podrían plantear, sin embargo, nos gustaría invitar a una reflexión sobre lo que parece ser la víctima de este ardiente deseo de nihilismo, es decir, la identidad.
Miremos alrededor: la peor concepción del devenir, del “todo pasa y muta” bajo un cielo que nunca es el mismo, ha invadido ahora todos los espacios de la vida privada y social de los hombres. Parece que más allá de los deseos cambiantes del momento del individuo, no hay nada que realmente pueda contar de veras algo, y que todo sea devorado por lo útil, por el beneficio y por decirlo en palabras muy en boga en ciertos círculos anti-sistema, por la voracidad del capital.
El capitalismo, las turbo finanzas – como a menudo hemos escuchado definir el estadio del capitalismo que estamos atravesando – parece proceder sin parar, devorando no sólo la riqueza de los individuos y de las naciones, sino también la propia idea de la nación, de las raíces, de la cultura de los pueblos y de las personas, o bien borrando las identidades.
Ciertamente, el sistema económico, tal y como lo conocemos, tiene defectos y muchos elementos nocivos para el mantenimiento social de la comunidad, pero ello va acompañado – no necesariamente causado por el aspecto económico – de una idea del hombre, del tiempo y de la historia totalmente diferente de aquella que en el transcurso de los milenios el hombre ha elaborado y sobre la que establecido y vivido sus propios horizontes de sentido.
Hablamos entonces de esa idea, de esa manera de ser, de vivir y sentirse hijos de los propios padres – no sólo biológicos -, llamados a vivir el presente partiendo de lo que se ha construido en el pasado, proyectándose hacia el futuro con la conciencia de estar bien arraigado en la vida y en el tiempo.
Culturas, civilizaciones y valores a ellas relacionados durante milenios han acompañado la vida de cada persona, ayudándola a hacer frente a los innumerables desafíos, pero también las alegrías, haciéndola sentir parte de una “historia más grande”.
La pertenencia, por cuanto rechazada en nombre de una vaga y abstracta libertad que pretende excluir a los individuos de la responsabilidad, actitud tan en boga en nuestros días, fue durante milenios constitutiva para toda vida y aventura humana. Sin embargo, a través de un largo proceso el nihilismo de las ideas y de los valores ha comenzado a erosionar y a atacar estas certezas, realizando síntesis aparentemente improbables entre el materialismo y el espiritualismo, lo sagrado y lo profano, lo real y lo irreal.
Las justas batallas para los derechos civiles y el progreso social que a lo largo de la historia han conducido a una mejora en las condiciones de vida del hombre, se han utilizado constantemente como una palanca para romper cuanto de bueno quedaba incluso en las culturas y formas de ser tildadas de “retrógradas”. Así, por cada paso dado hacia adelante se han dado, lentamente y a veces inconscientemente por los más, al menos el doble hacia atrás.
Una visión concreta de cuanto lo apenas expuesto, la denuncian con más y más fuerza filósofos y estudiosos provenientes de culturas distantes, pero tratando de volver a atraer al hombre hacia su humanidad y a no ser objeto entre los objetos, reduciéndose a esclavo de la técnica. En nombre de la libertad y de la libertad de pensamiento cada día son prohibidas ideas no consideradas válidas y sobre todo útiles al pensamiento único y al mercado. Sería una paradoja banal y fácil de reconocer, si no estuviésemos tan desarraigados de nosotros mismos, y del pensar y vivir como una comunidad.
Sucede, por tanto, que en este mundo tremendamente lleno de soledades que tal vez tampoco se rozan, asistimos a las guerras entre pobres, y a desigualdades sociales y culturales que ponen la piel de gallina. Volvamos, pues, a la identidad: denuncian las atrocidades porque su defensa se presenta a menudo como no-cultura y prólogo del racismo, y obstáculo para el diálogo entre los pueblos y las culturas. Sin embargo, es precisamente la identidad de cada uno lo que está en la base de todo diálogo. Si no nos reconocemos a nosotros mismos por aquello que somos ¿cómo podemos pretender encontrarnos?
Luego son a menudo acusados de racismo cuantos han hecho de la propia vida una búsqueda constante de conocimiento y encuentro, sólo porque en estos tiempos de grandes migraciones y de repetición de los fracasos de los modelos históricos del multiculturalismo (sobre todo el francés), “osan” tratar de señalar que las comunidades afectadas por la crisis de valores, social y económica, no son capaces de dar cabida a todos aquellos que están buscando un nuevo hogar. Eso siempre ha ocurrido y siempre, en mi modesta opinión personal, ocurrirá.
Pero esto es sólo una primera consideración que lleva a una segunda pregunta un poco más “fuerte”, pero fundamental. Representa un desafío y una pregunta que la cultura europea debe hacerse antes de que sea demasiado tarde, o si quiere continuar existiendo como una civilización. Más allá de la retórica: ¿todavía tiene valor para nosotros, los hombres y mujeres de este segundo milenio, sentirse europeos y cristianos (no es necesario por fuerza ser creyente para serlo), o bien queremos convertirnos en algo diferente?
Que quede claro: no se niega aquí que el encuentro que siempre ha habido entre las diferentes culturas de Europa con las del Mediterráneo y Asia, es lo que durante siglos ha caracterizado y garantizado precisamente aquella apertura nuestra hacia el otro.
Quien nos pide ayuda – como sabe cualquier “emigrante” lejos de su propia patria – no renuncia a la propia historia, al propio sentido de lo sagrado, a las propias tradiciones, y sobre todo no “podrá integrarse” nunca en lo que no se hace reconocer. Donde no hay nada, reinan el caos y el contraste, y y es justo así que sin identidad se deja espacio a los valores negativos, al terror, la explotación y la ira.
Si no abrimos los ojos a lo que hemos sido, somos y lo que queremos ser, corremos el riesgo de dar cabida a miles y luego millones de personas destinadas, por ejemplo, a la esclavitud moderna del precariado en nombre del beneficio, y alimentar al mismo tiempo la guerra entre los pobres en busca de una nueva patria, y los pobres que han perdido interiormente su propia “patria”.
La esperanza en el mañana pasa por la necesaria exigencia de no negarse a sí mismo para re-reencontrarse y redescubrirse y ser de nuevo Comunidad. Sólo así será posible cada encuentro y acogida verdadera.
Fuente: Katehon.
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