Una
de las imágenes más potentes y desazonadoras del cine de las últimas
décadas es la de HannibalLecter/Anthony Hopkins, con sus ojos de hielo
clavados en los del espectador y los dientes apretados tras su bozal de
caníbal. Y en las listas de los personajes de ficción más terroríficos,
el doctor Lecter suele ocupar el primer puesto. ¿Por qué? Porque Aníbal
el Caníbal somos todos (o para ser más preciso, somos una versión menuda
y vergonzante del gran caníbal arquetípico, el superhombre nietzscheano
extrapolable a partir del tipo de bestia humana predominante en nuestra
sociedad), y nada nos horroriza tanto como el monstruo que llevamos
dentro. Aníbal se come a los animales humanos que lo agreden o
incomodan, y acaba con ellos de forma personal y expeditiva; más falsos y
cobardes, sus mezquinos epígonos, sin mancharse las manos ni la laxa
conciencia, se comen a los animales no humanos que otros han torturado y
sacrificado en las cloacas del sistema. La mezcla de horror y
fascinación que sentimos al mirarnos en los ojos helados de Aníbal el
Caníbal es una punzada de reprimida autoconciencia, hipócrita
lector/lecter, monsemblable, monfrère.
¿Por qué no nos comemos a los niños? Nuestros ancestros lo hacían, incluso los castraban y engordaban para que estuvieran más sabrosos, como se suele hacer con los bueyes y otros animales no humanos. El canibalismo gastronómico ancestral, como lo denominan los paleoantropólogos, era una práctica ampliamente difundida. ¿Por qué la hemos abandonado? No por falta de ganas, seguramente. Es muy habitual, a la vista de un bebé rollizo y sonrosado, que alguien diga que “está para comérselo”. Y cuenta la leyenda urbana que un jeque árabe, tras zamparse un cochinillo en un famoso asador segoviano, pidió otro niño frito.
“Me ha asegurado un sabio americano que conocí en Londres, que un niño saludable y bien alimentado es, al año de edad, un alimento de lo más sabroso y nutritivo, ya sea estofado, asado, horneado o hervido”, dice Swift en su Modesta proposición para evitar que los niños de la gente pobre de Irlanda se conviertan en una carga para sus padres o para el país, y para hacer que sean de provecho para el público. ¿Por qué no acabamos con la pobreza por el expeditivo -y sabroso- método de comernos a los niños pobres?
No es una pregunta retórica, y la respuesta no es tan obvia como podría parecerle a un moralista ingenuo. Ni obvia, ni incuestionable. De hecho, no hay ninguna razón objetiva para no practicar el canibalismo (aparte del riesgo de infección por priones, fácilmente evitable tomando las medidas oportunas); es una opción alimentaria perfectamente viable (y de hecho practicada durante milenios) que solo descartamos por razones éticas y en función de un determinado “contrato social”.
Un moralista ingenuo podría aducir que el canibalismo atenta contra el derecho a la vida (dejemos a un lado, de momento, la necrofagia para centrarnos en el canibalismo sensu stricto, que implica el sacrificio deliberado de un humano para comérselo); pero el derecho a la vida es otra convención social, y además muy reciente en términos históricos. Tanto a nivel individual como social, el respeto a la vida y el bienestar de los demás es una adquisición tardía: en su infancia, tanto los individuos como las sociedades suelen ser poco altruistas, para decirlo suavemente. Partimos, como bebés, de un egocentrismo absoluto, en un momento dado reconocemos a la madre nutricia como alguien que posee su propia individualidad y con quien nos une un vínculo afectivo, y poco a poco vamos incorporando a nuestro “círculo de amistades” a las demás personas de nuestro entorno.
Este proceso a veces se detiene en el núcleo familiar o va poco más allá, y otras veces abarca a toda una tribu, o a una etnia, o a un país, o a la humanidad entera. Y en algunos casos abarca también a los animales no humanos, sobre todo a los que poseen una capacidad de consciencia y sufrimiento similar a la nuestra.
¿Por qué este progresivo proceso de reconocimiento de los demás se detiene en un punto u otro? ¿Por qué hay personas que se horrorizarían si alguien se comiera a su perrito, pero se comen sin pestañear a otros animales que sienten y padecen tanto como los perros? ¿Son ética y psicológicamente equiparables a quienes cuidaban de su prole y se comían a los niños ajenos?
Pueden parecer preguntas retóricas, y en cierto modo lo son. Pueden parecer preguntas capciosas, y en cierto modo lo son. Pero también son preguntas verdaderas, es decir, de las que buscan una respuesta concreta, y de algún modo intentaré contestarlas en los siguientes capítulos (a la vez que te invito, querido lector/lecter, a buscar tu propia respuesta).
(Continuará)
¿Por qué no nos comemos a los niños? Nuestros ancestros lo hacían, incluso los castraban y engordaban para que estuvieran más sabrosos, como se suele hacer con los bueyes y otros animales no humanos. El canibalismo gastronómico ancestral, como lo denominan los paleoantropólogos, era una práctica ampliamente difundida. ¿Por qué la hemos abandonado? No por falta de ganas, seguramente. Es muy habitual, a la vista de un bebé rollizo y sonrosado, que alguien diga que “está para comérselo”. Y cuenta la leyenda urbana que un jeque árabe, tras zamparse un cochinillo en un famoso asador segoviano, pidió otro niño frito.
“Me ha asegurado un sabio americano que conocí en Londres, que un niño saludable y bien alimentado es, al año de edad, un alimento de lo más sabroso y nutritivo, ya sea estofado, asado, horneado o hervido”, dice Swift en su Modesta proposición para evitar que los niños de la gente pobre de Irlanda se conviertan en una carga para sus padres o para el país, y para hacer que sean de provecho para el público. ¿Por qué no acabamos con la pobreza por el expeditivo -y sabroso- método de comernos a los niños pobres?
No es una pregunta retórica, y la respuesta no es tan obvia como podría parecerle a un moralista ingenuo. Ni obvia, ni incuestionable. De hecho, no hay ninguna razón objetiva para no practicar el canibalismo (aparte del riesgo de infección por priones, fácilmente evitable tomando las medidas oportunas); es una opción alimentaria perfectamente viable (y de hecho practicada durante milenios) que solo descartamos por razones éticas y en función de un determinado “contrato social”.
Un moralista ingenuo podría aducir que el canibalismo atenta contra el derecho a la vida (dejemos a un lado, de momento, la necrofagia para centrarnos en el canibalismo sensu stricto, que implica el sacrificio deliberado de un humano para comérselo); pero el derecho a la vida es otra convención social, y además muy reciente en términos históricos. Tanto a nivel individual como social, el respeto a la vida y el bienestar de los demás es una adquisición tardía: en su infancia, tanto los individuos como las sociedades suelen ser poco altruistas, para decirlo suavemente. Partimos, como bebés, de un egocentrismo absoluto, en un momento dado reconocemos a la madre nutricia como alguien que posee su propia individualidad y con quien nos une un vínculo afectivo, y poco a poco vamos incorporando a nuestro “círculo de amistades” a las demás personas de nuestro entorno.
Este proceso a veces se detiene en el núcleo familiar o va poco más allá, y otras veces abarca a toda una tribu, o a una etnia, o a un país, o a la humanidad entera. Y en algunos casos abarca también a los animales no humanos, sobre todo a los que poseen una capacidad de consciencia y sufrimiento similar a la nuestra.
¿Por qué este progresivo proceso de reconocimiento de los demás se detiene en un punto u otro? ¿Por qué hay personas que se horrorizarían si alguien se comiera a su perrito, pero se comen sin pestañear a otros animales que sienten y padecen tanto como los perros? ¿Son ética y psicológicamente equiparables a quienes cuidaban de su prole y se comían a los niños ajenos?
Pueden parecer preguntas retóricas, y en cierto modo lo son. Pueden parecer preguntas capciosas, y en cierto modo lo son. Pero también son preguntas verdaderas, es decir, de las que buscan una respuesta concreta, y de algún modo intentaré contestarlas en los siguientes capítulos (a la vez que te invito, querido lector/lecter, a buscar tu propia respuesta).
(Continuará)
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