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En los países occidentales hemos ido estableciendo unas
rutinas políticas y sociales ante los atentados yihadistas. Cada vez que
los yihadistas consiguen sus fines letales, la opinión pública se
estremece y se pone en funcionamiento un mismo ciclo: programas
especiales en la televisión y la radio, páginas y páginas dedicadas al
asunto en los diarios, muestras de compasión y solidaridad de la
sociedad civil, ruedas de prensa de los responsables del orden público,
alabanzas a los cuerpos policiales, endurecimiento de los protocolos de
seguridad, declaraciones múltiples e idénticas de los políticos,
manifestaciones y proclamas unitarias, ataques de algunos extremistas a
mezquitas, la reivindicación de turno de ISIS o de Al Qaeda y las
salidas de tono de algunos periodistas e intelectuales que suben
peligrosamente la temperatura de las redes sociales.
Hemos sido testigos de este carrusel en numerosas
ocasiones desde el 11 de septiembre de 2001. Lo hemos visto en Nueva
York, en Madrid, en Londres, en París, en Bruselas, en Niza, en
Manchester, en Berlín y, hace unos días, también en Barcelona. El radio
geográfico de atención suele llegar (aunque con menor intensidad) hasta
Estambul, ciudad que ha sufrido numerosos ataques indiscriminados en
estos últimos años. Más al Este o más al Sur, los coches bomba y los
atentados suicidas que causan decenas o centenares de víctimas mortales
son solamente incidentes dentro de conflictos que nos quedan muy lejos y
que se nos antojan infernales (en Afganistán, Siria, Irak, Sudán,
Nigeria, etc.). Estos otros atentados conforman nuestra mala conciencia:
no somos capaces de reaccionar con la indignación y empatía que
mostramos cuando los atentados ocurren en países occidentales.
Quisiera escapar de este ciclo repetido tantas veces. Vaya
por delante, por supuesto, que yo también me siento estremecido y
horrorizado por el ataque terrorista de Barcelona. Pero no creo que mis
sentimientos de dolor e indignación merezcan el interés de nadie. Me
gustaría más bien incidir en dos cuestiones que, en buena medida,
rebajan el alarmismo que se crea en las sociedades occidentales cada vez
que se produce un ataque terrorista yihadista.
Hay una colusión entre expertos en terrorismo, cuerpos policiales, medios de comunicación y políticos para exagerar el peligro de los atentados
En primer lugar, es importante tener en cuenta la magnitud
del fenómeno. Estos días se está discutiendo mucho sobre el miedo (que
si debemos tener miedo o no, que si el miedo es el triunfo de los
terroristas, etc.). John Mueller es un experto norteamericano en
cuestiones de seguridad. A su juicio, hay una colusión entre expertos en
terrorismo, cuerpos policiales, medios de comunicación y políticos para
exagerar el peligro de los atentados. Todos ellos ganan explotando el
terror de los ataques yihadistas: más dinero para investigación en
seguridad, mayor presupuesto para servicios de inteligencia, mayor
audiencia para los medios, mayor facilidad para introducir medidas
represivas, etc. Cuando se producen los ataques, los expertos salen a la
palestra presentando un panorama apocalíptico en el que los terroristas
están a punto de dominar la tecnología nuclear y bacteriológica, en el
que cualquier vecino con la piel más oscura que la nuestra puede
“radicalizarse” y realizar atentados monstruosos que acaben con nuestra
“forma de vida”.
Mueller lleva años insistiendo en la necesidad de que
conozcamos los riesgos objetivos de morir por diversas causas. Así, en
Estados Unidos, la probabilidad anual de perder la vida como
consecuencia de un accidente de tráfico es 1/8.200; la probabilidad de
ser víctima de un homicidio es 1/22.000; la probabilidad de morir en un
accidente en la bañera es 1/950.000; la probabilidad de morir en el
coche chocando con un ciervo es 1/2.000.000; y la probabilidad de morir
en un atentado terrorista (de cualquier tipo) es 1/4.000.000 (tomando
como referencia el periodo 1970-2013 que incluye el 11-S). Sí, han leído
bien: es Estados Unidos es más probable morir cayéndose en la bañera o
chocando con un ciervo que en un atentado terrorista. Lo mismo sucede en
Europa (aunque aquí no tengamos tantos ciervos).
En el debate sobre la inmigración, se insiste una y otra
vez en que la gente sobreestima enormemente la presencia de inmigrantes
en su país. Este dato se utiliza para desmontar los prejuicios
xenófobos. Muchas personas creen que los inmigrantes son entre el 20% y
el 30% de la población, cuando su presencia en Europa suele estar entre
el 10% y el 15%. Algo similar debería hacerse con el riesgo del
terrorismo: políticos, expertos y medios contribuyen a que se magnifique
el impacto real del terrorismo, creando una alarma social innecesaria.
Estos datos no implican que debamos desentendernos de la
amenaza terrorista, pero quizá sí contribuyan a relativizar el problema y
entender que los países occidentales están sobre-reaccionando. Por
supuesto, la condición para que el terrorismo sea un riesgo muy bajo es
que los cuerpos de seguridad hagan su trabajo, pero eso puede
conseguirse sin dar tanto protagonismo político al terrorismo.
En segundo lugar, conviene saber también que los datos son
concluyentes en cuanto a la efectividad del terrorismo: los terroristas
casi nunca alcanzan sus objetivos. Las investigaciones de Max Abrahms,
Audry Cronin y otros especialistas muestran que el terrorismo fracasa en
más de un 90% de ocasiones. Su tasa de éxito es mucho más baja que la
de las guerrillas tradicionales que ocupan un territorio y se enfrentan a
un ejército estatal. El terrorismo anarquista de finales del XIX, el
terrorismo revolucionario de los años 1970s-1980s (Brigadas Rojas,
Facción del Ejército Rojo, GRAPO, etc.), el terrorismo nacionalista
(ETA, IRA, Hamas, Al Fatah), apenas tiene logros políticos en su haber
más allá de crear movimientos sociales que no existían antes de que
estos grupos surgieran.
Los datos son concluyentes en cuanto a la efectividad del terrorismo: los terroristas casi nunca alcanzan sus objetivos
Es lógico que sea así: el terrorismo suele ser una
respuesta de última instancia, la táctica que utilizan los grupos más
débiles, con menor apoyo popular. Por decirlo brevemente, el terrorismo
es cosa de perdedores. Precisamente porque no tienen recursos para
organizar un desafío de mayor ambición, se contentan con realizar
ataques que sean compatibles con su condición clandestina o secreta. De
ahí que ISIS incremente sus ataques terroristas en el extranjero cuando
su poder territorial se ve mermado.
En el caso de los yihadistas residentes en Europa, su
probabilidad de éxito es nula: ni siquiera conforman organizaciones que
puedan mantener una campaña continuada en el tiempo (como podía hacer
ETA o incluso el GRAPO). En este sentido, el terrorismo yihadista que
sufrimos en Europa parece tan precario como el de los anarquistas del
periodo 1875-1925: eran capaces de cometer atrocidades tremendas (la
bomba del Liceo de Barcelona, que mató a 22 personas en 1893; el
atentado contra Alfonso XII, que acabó con la vida de otras 26 personas
en 1906), pero nunca tuvieron, ni de lejos, capacidad para quebrar el
orden social y político.
En fin, el riesgo que representa el terrorismo yihadista
en las sociedades occidentales es pequeño (lo que no impide que cada
tanto se puedan producir matanzas trágicas como la de Barcelona) y su
probabilidad de éxito es prácticamente nula. Siendo así, ¿no cabría
esperar algo más de contención en la reacción política y mediática? No
digo, ni mucho menos, que no haya que informar de estos ataques, ni que
los políticas deban mantenerse al margen, pero ¿realmente está
justificado que demos un protagonismo tan desmedido a los atentados
yihadistas?
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