El
devastador ciclón Nargis, que asoló Birmania en 2008 causando treinta
mil muertos, fue el prólogo de la crisis final de la dictadura militar:
la dura represión contra los diferentes grupos de la guerrilla, contra
la izquierda y el clandestino Partido Comunista birmano, no impidió las
protestas, pero la catástrofe arrinconó a la Junta Militar, que impulsó
un proceso de “apertura política” con la elección, en 2011, del general
Thein Sein para presidir la república y la convocatoria de elecciones en
noviembre de 2015. Los militares se reservaron la cuarta parte de los
escaños, pero la NDL, Liga Nacional por la Democracia, dirigida por San
Suu Kyi, ganó abrumadoramente los comicios, consiguiendo casi el ochenta
por ciento de los diputados. La oposición del Partido Comunista a la
dictadura, boicoteando las elecciones, no consiguió aumentar el apoyo
para la izquierda, frente a la moderada NDL, que parecía ser la única
herramienta posible para el cambio político.
Con esa victoria, U
Htin Kyaw, hombre de confianza de San Suu Kyi, pasó a ser presidente del
país, mientras la Liga Nacional por la Democracia (un partido con
ideología entre la socialdemocracia y el liberalismo) y la USDP (Unión,
Solidaridad y Desarrollo; nacionalista, heredero de la Junta militar)
dirigida por el general U Than Htay, se han convertido hoy en las
principales fuerzas políticas birmanas. En abril de 2016, el nuevo
gobierno dirigido por San Suu Kyi (cuyo cargo oficial es el de Consejera
de Estado por las limitaciones de la Constitución impuesta por los
militares) se propuso aplicar un programa social, combatir la
corrupción, mejorar la casi inexistente sanidad, crear puestos de
trabajo y fortalecer una federación birmana unida, por la existencia de
grupos armados de minorías étnicas. Además, San Suu Kyi debía afrontar
la situación de la perseguida minoría de los rohinyá, musulmana, de casi
un millón de personas, con malos precedentes: los movimientos budistas
le arrancaron el compromiso de que los musulmanes no figurarían en las
listas electorales de la LND.La gran mayoría de la población birmana es budista, y en los últimos años se ha producido una radicalización religiosa impulsada por organizaciones como Ma Ba Tha, dirigida por el monje budista Ashin Wirathu, un hombre racista y partidario de la represión contra los rohinyás, y de su deportación; por su parte, el actual gobierno de San Suu Kyi mantiene la discriminación: los rohinyás no tienen condición de ciudadanos birmanos, ni disponen de derechos políticos, por lo que no pueden votar, y ni siquiera pueden ejercer muchas profesiones: padecen una severa marginación desde hace décadas. En 2012, surgieron grupos armados rohinyás (el Ejército de Salvación de Arakan, y Aqua Mul Mujahidin), con poco arraigo, que, sin embargo, han sido un magnífico pretexto para la represión militar contra toda la población rohinyá, que se ha convertido en la gran víctima del odio de los movimientos radicales budistas de Birmania, y que ha llevado al ejército birmano a imponer una feroz limpieza étnica que ha hecho huir a más de seiscientos mil rohinyás hacia Bangladés.
El gobierno de San Suu Kyi, que continúa las negociaciones con distintos grupos armados, ha cerrado los ojos a la sanguinaria represión del ejército birmano. Casi siete mil rohinyás han sido asesinados por los militares en 2017, entre ellos ochocientos niños, por disparos, aunque San Su Kyi negó las matanzas, documentadas por la propia ONU. Se clausuraron las mezquitas en Rajine, la región habitada por los rohinyás, y muchas poblaciones fueron arrasadas, en una orgía de violaciones y asesinatos, incluso de niños. En Bangladés se hacinan ahora en improvisados campamentos de refugiados cerca de la frontera, con apenas unos plásticos para guarecerse, sin alimentos, hundidos en el barro, bajo la lluvia, acosados por las enfermedades, con centenares de niños perdidos por sus familias, indefensos, que se exponen a caer en manos de bandas de traficantes de seres humanos. Además, Bangladés, uno de los países más pobres del sudeste asiático, alega que no puede hacerse cargo del mantenimiento de esos centenares de miles de personas que se apiñan en la frontera y en tierra de nadie.
La dramática situación de esa minoría no es sólo una cuestión interna birmana: Pakistán, tercer país en discordia, tiene vinculación con los grupos armados rohinyás, mientras Bangladés los rechaza. Los dos países tienen diferencias desde la partición de 1971; Bangladés considera enemigas a las guerrillas rohinyás, como Birmania y la India, mientras Pakistán las apoya por la común identidad islámica y como instrumento de presión en las disputas regionales, que le enfrentan a la India, y que desempeñan también un papel en los enfrentamientos políticos en Oriente Medio y el sudeste asiático. Ante la crisis, China está mediando con los gobiernos de Dacca y Naypyidaw, atenta a los movimientos de Washington. Al mismo tiempo, Estados Unidos pugna en toda la región de Asia-Pacífico por contener el fortalecimiento de China e intenta atraerse al gobierno de San Suu Kyi para oponerlo a Pekín. No en vano, en las elecciones de 2015, el Partido Comunista y la izquierda temían que la política de apertura de los militares birmanos fuese acompañada de la llegada de empresas y militares estadounidenses.
Aunque los gobiernos de Naypyidaw y Dacca firmaron a finales de 2017 un acuerdo para el retorno de los rohinyás a Birmania, su situación continúa siendo desesperada. ACNUR, la agencia de la ONU para los refugiados, pide ayuda para ellos: quince euros para comprar una pobre lona de plástico que puede albergar a una familia en los improvisados campamentos de refugiados; además, se necesitan alimentos, ropa, medicinas. Las minoritarias protestas en Birmania por la dramática huida de los rohinyás han sido reprimidas sin contemplaciones: decenas de personas han sido detenidas por la policía, y sus palabras apenas han llegado al exterior, pero el resto del mundo no puede cerrar los ojos a la despiadada limpieza étnica a que han sido sometidos los rohinyás, y debe levantar su voz para detener los crímenes del ejército birmano, para atajar la maldición y el éxodo de los rohinyás birmanos.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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