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disidentia.comLas palabras y las cosas: el nuevo control social
J.L. González Quirós
Baltasar Gracián gustaba de repetir un
dicho, que atribuía a un capitán portugués, según el cual “son tontos
todos los que lo parecen y la mitad de los que no lo parecen”, una frase
que quiere indicar que el que la esgrime no parece tonto y además
pretende no ser del grupo de los que no pareciéndolo lo son. Bien está,
pero mejor sería que cayésemos en la cuenta de que las frases, y las
mismas palabras, no siempre son transparentes, que ocurre, más bien, que
son estupendos artefactos muy capaces de confundir, frecuentemente destinados a engañar y que, frente a esa mala intención que tan bien pueden ocultar, solo cabe una defensa: la desconfianza.
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Buena parte de las técnicas contemporáneas de control social, se basan en un empleo interesado y torticero de las palabras, lo que no constituye, ciertamente, ninguna novedad esencial, salvo por el hecho de que pertenecemos a una civilización que rinde culto (excesivo, se entiende) a la industria de las palabras. El analfabeto, el que no puede leer ni escribir, tendería a organizar su vida en base a experiencias propias, especialmente si no era bobo del todo. El alfabetizado corre siempre el riesgo de creer más a las palabras que a las cosas, en especial si se entrega con fervor a las liturgias de las diversas cofradías ideológicas, si se convierte en alguien incapaz de sobrevivir al peso de las palabras con que le abruman los de su religión.
Por supuesto que quienes aceptan estas formas de neolengua pueden sentirse muy libres de hacerlo, pero también se sentían libres, liberadores incluso, los jóvenes de las SS que se dedicaban a pegar palizas y romper escaparates. No se trata de negarse a cambiar las formas establecidas de hablar precisamente por serlo, porque los lenguajes tienen historia cuando están vivos, sino de advertir lo peligroso que es apostar por cambios que no son otra cosa que imposiciones, formas de violencia disimulada.
Estar en guardia frente a las palabras significa preservar nuestra libertad de juicio y, por ello, cualquier forma de libertad personal. Es bien conocida la sensación de ser libre, de no sentir peligro ni miedo, que acompaña a quienes se entregan a la ley de la manada, al “gritar siempre con los demás” que Orwell caracterizó como uno de los primeros mandatos en el INGSOC. El primer paso consiste en no confundir el hecho de tener un nombre para designar algo con estar en posesión de una comprensión correcta y suficiente del caso.
Las palabras tienen con frecuencia un efecto adormecedor y puede que creamos haber entendido algo cuando se nos dice, por ejemplo, que el golpismo de los supremacistas catalanes es un golpe posmoderno, una explicación que tiene varios riesgos, el primero que olvidemos lo que tiene de golpe, una palabra que tiene sus propias flaquezas, el segundo que tendamos a no tomarlo en serio, a considerarlo como una cosa un poco de broma, como aquello que decía Jünger, “la palabra que está de moda por el momento es “posmodernidad”; designa una situación que existe desde siempre. Se llega ya a ella cuando una mujer se coloca en la cabeza un sombrero nuevo”.
La política tiene a convertirse en el reino de la imagen y el relato, se olvida cuanto en ella tiene que haber de conversación, de empleo libre de la palabra propia, para convertirse en la infinita repetición del cuento de Caperucita por millones de altavoces, y así, ante esa espantosa monotonía, un Gobierno se puede hacer famoso incorporando a un astronauta y a un cuentista, dos fantasías muy populares, para que amenicen y hagan más soportable una dosis de feminismo en vena que, como tal, todavía necesita disimulo para no parecer burda.
En fin, una gigantesca ceremonia de la confusión celebrada por los sumos sacerdotes del sueño inducido, en la que corremos solamente un riesgo grave, comportarnos como auténticos idiotas. Puede que sea parte del precio que hay que pagar solidariamente por no decidir qué es la verdad a sangre y fuego, pero no debiera excusarnos de esa capacidad modélicamente humana de pensar por propia cuenta, aunque resulte muy desacostumbrado, de usar libremente las palabras, pero sin dejarse seducir estúpidamente por ellas.
Foto Gabriel Matula
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Buena parte de las técnicas contemporáneas de control social, se basan en un empleo interesado y torticero de las palabras, lo que no constituye, ciertamente, ninguna novedad esencial, salvo por el hecho de que pertenecemos a una civilización que rinde culto (excesivo, se entiende) a la industria de las palabras. El analfabeto, el que no puede leer ni escribir, tendería a organizar su vida en base a experiencias propias, especialmente si no era bobo del todo. El alfabetizado corre siempre el riesgo de creer más a las palabras que a las cosas, en especial si se entrega con fervor a las liturgias de las diversas cofradías ideológicas, si se convierte en alguien incapaz de sobrevivir al peso de las palabras con que le abruman los de su religión.
Ahora tenemos consejo de ministras y ministros, pero pronto llegaremos a tener ministros en los ministerios y ministras en las ministerias si no se acierta a poner fin a estas devastadoras tonteríasEl clásico “dime con quien andas y te diré quién eres” se podría traducir por “dime qué palabras usas y te diré lo que piensas y lo que vales”, y de ahí el empeño de los diversos ejércitos de presión social unánimemente dedicados no ya a imponer sus palabras sino a cambiar, incluso, las reglas de la gramática. Hemos visto que ahora tenemos consejo de ministras y ministros, pero pronto llegaremos a tener ministros en los ministerios y ministras en las ministerias si no se acierta a poner fin a estas devastadoras tonterías. Los tiranos de otrora se frotarían los ojos de ver cómo se han impuesto estas formas de control tan aparentemente indoloras y sin apenas resistencia, ¡con lo que ellos han gastado en armas y policía para conseguir bastante menos!
Por supuesto que quienes aceptan estas formas de neolengua pueden sentirse muy libres de hacerlo, pero también se sentían libres, liberadores incluso, los jóvenes de las SS que se dedicaban a pegar palizas y romper escaparates. No se trata de negarse a cambiar las formas establecidas de hablar precisamente por serlo, porque los lenguajes tienen historia cuando están vivos, sino de advertir lo peligroso que es apostar por cambios que no son otra cosa que imposiciones, formas de violencia disimulada.
Estar en guardia frente a las palabras significa preservar nuestra libertad de juicio y, por ello, cualquier forma de libertad personal. Es bien conocida la sensación de ser libre, de no sentir peligro ni miedo, que acompaña a quienes se entregan a la ley de la manada, al “gritar siempre con los demás” que Orwell caracterizó como uno de los primeros mandatos en el INGSOC. El primer paso consiste en no confundir el hecho de tener un nombre para designar algo con estar en posesión de una comprensión correcta y suficiente del caso.
Las palabras tienen con frecuencia un efecto adormecedor y puede que creamos haber entendido algo cuando se nos dice, por ejemplo, que el golpismo de los supremacistas catalanes es un golpe posmoderno, una explicación que tiene varios riesgos, el primero que olvidemos lo que tiene de golpe, una palabra que tiene sus propias flaquezas, el segundo que tendamos a no tomarlo en serio, a considerarlo como una cosa un poco de broma, como aquello que decía Jünger, “la palabra que está de moda por el momento es “posmodernidad”; designa una situación que existe desde siempre. Se llega ya a ella cuando una mujer se coloca en la cabeza un sombrero nuevo”.
Ahora, las palabras importantes tienden a comportarse como imágenes, a sobreponerse a cualquier intento de pensamiento libre u originalEl problema más grave con las palabras se da cuando se revisten de un sobresignificado simbólico, cuando se canonizan y se convierten en ideas irresistiblemente soberanas, en algo que nadie puede negar. En este momento histórico, eso sucede no solo con las palabras sino con las imágenes, porque las imágenes nos inundan y vampirizan a las palabras mismas, como caerá en la cuenta cualquiera que considere que hasta la recentísima invención de la fotografía las palabras apenas tenían rival a la hora de articular explicaciones y narrativas sobre la realidad de la vida. Ahora, las palabras importantes tienden a comportarse como imágenes, a sobreponerse a cualquier intento de pensamiento libre u original. Las industrias de la palabra se han comportado como poderes, se alían con el dinero y la fuerza y se consagran a imponer un orden inédito que nadie se atreverá a cuestionar, ese mundo en el que los Bancos se hacen feministas, las constructoras son ecologistas y las telecos se presentan como las universidades del futuro, populares y asequibles para poder dar todo a cambio de casi nada.
La política tiene a convertirse en el reino de la imagen y el relato, se olvida cuanto en ella tiene que haber de conversación, de empleo libre de la palabra propia, para convertirse en la infinita repetición del cuento de Caperucita por millones de altavoces, y así, ante esa espantosa monotonía, un Gobierno se puede hacer famoso incorporando a un astronauta y a un cuentista, dos fantasías muy populares, para que amenicen y hagan más soportable una dosis de feminismo en vena que, como tal, todavía necesita disimulo para no parecer burda.
Empiezan a funcionar del mismo modo los argumentos para pedir el voto que las argucias para vender un coche de segunda manoEste predominio de las palabras tabú tiende a hacerse post-ideológico en el sentido más pedestre, y así la “estabilidad” rajoyana se puede hacer sanchista sin demasiados apuros y, naturalmente, recibe el apoyo inmediato del Ibex, de la prima de riesgo y de quien haga falta, todo vale para el convento. El político se dota de expertos en comunicación, de gente que vale lo mismo para un roto que para un descosido, y los eleva a los altares del Bien común, de forma que empiezan a funcionar del mismo modo los argumentos para pedir el voto que las argucias para vender un coche de segunda mano.
En fin, una gigantesca ceremonia de la confusión celebrada por los sumos sacerdotes del sueño inducido, en la que corremos solamente un riesgo grave, comportarnos como auténticos idiotas. Puede que sea parte del precio que hay que pagar solidariamente por no decidir qué es la verdad a sangre y fuego, pero no debiera excusarnos de esa capacidad modélicamente humana de pensar por propia cuenta, aunque resulte muy desacostumbrado, de usar libremente las palabras, pero sin dejarse seducir estúpidamente por ellas.
Foto Gabriel Matula
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