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El crimen de Feria: la Transición del miedo
La noche de la tragedia Joaquín está con dos de sus mejores
amigos, Paco Becerra y Francisco Ramírez, también, como él, menores de
edad…
Se llamaba Joaquín Mendoza Ladera. El 24 de agosto de 1980 un disparo de fusil hecho a bocajarro le atravesó el corazón. Tenía sólo 17 años. Es el crimen de Feria, una de las grandes heridas de la Transición en Extremadura. Una herida escondida, arrinconada en el pacto de silencio, encerrada en los sótanos del olvido.
Joaquín vive con su familia en Hospitalet de Llobregat y ha venido a pasar unos días de vacaciones en el pueblo. Han venido sólo él y su madre, dado que el padre -que trabaja en la SEAT- no ha podido acompañarles por motivos laborales. Feria, como tantas localidades de Extremadura, ha sufrido la hemorragia de la emigración. “Francia, Cataluña, el País Vasco, Madrid, Valencia… hay gente de Feria por todos sitios. El que conseguía trabajo tiraba de la familia y esta a su vez de otra. El pueblo se quedó vacío”. Quien lo cuenta es Lázaro Portero, un vecino al que le tocó irse a Alemania. En 1950 la población contaba con 4.450 habitantes; al día de hoy, el número de residentes se ha reducido casi a una cuarta parte, no alcanza siquiera los 1.200.
La noche de la tragedia Joaquín está con dos de sus mejores amigos, Paco Becerra y Francisco Ramírez, también, como él, menores de edad. Los tres han dejado la escuela al llegar a los 14 años y han empezado a “despertar al tiempo y al amor”, como cantará por aquellas fechas Triana, la banda sevillana de rock. Forman parte de la generación de la transición, los hijos del agobio, los curriquis de barrio o de pueblo, la juventud temida y odiada por el poder, que se encargará de mancillarla sistemáticamente, tildándola como pasota, primero, y después como quincallera y yonki.
Son las fiestas del pueblo y prácticamente todo el mundo está en la verbena, en el baile de la plaza. A las once de la noche, los tres colegas se desplazan a unos barrancos cercanos al cuartel de la Guardia Civil para hacer sus necesidades, a hacer de vientre -la forma más común y púdica de decirlo por entonces. “Por allí iban y van muchos chavales y parejinas. Cosas de críos”. Ahora es José María Cordero, el dueño de un bar en la calle Atrás, muy cercano a donde ocurren los hechos, quien habla subrayando con la sonrisa la ausencia de malicia de los jóvenes.
Y entonces, el homicidio, el brutal y absurdo asesinato. “Por entonces yo tenía la casa donde fue a parar uno de los disparos, escasamente a 25 metros del cuartel. Había estado allí cinco minutos antes, sentado en el umbral con mi hija. Pero coincidió que en ese momento había ido a comprar unos helados con ella. Cuando volvía a la casa me encontré a dos de los chavales corriendo la calle abajo. Y, después, mi suegra me dijo “ahí parece que han tirado unos cohetes”, pero claro, estábamos en fiestas, y nunca sospeché lo que había ocurrido, ni que habíamos estado a cinco o seis metros de donde murió el muchacho. Me enteré de la desgracia por la mañana. Y fue cuando vi los casquillos de las balas, la sangre y las heces”. Quien lo recuerda es Claudio Martínez, un maestro de Feria, jubilado ya, que por entonces daba clases en Canarias y pasaba en el pueblo las vacaciones.
Joaquín se ha puesto a defecar separándose un poco de los dos amigos. ¡Vámonos, Joaquín!, le dicen estos cuando terminan. Esperad un segundo, voy enseguida. Y en ese momento, emerge una sombra de un pequeño bancal. ¿Quién anda por ahí?, preguntan los chavales. Una sombra verde, un alma de charol, está a punto de consumar la canallada. Suena un primer disparo, la tierra de la pared donde impacta les cae sobre las cabezas, los amigos salen corriendo hacia la plaza. Medio minuto después silba de nuevo el presagio de la muerte. El tiro, a diez metros escasos de distancia, barrena el cuerpo de Joaquín. “Sangre resbalada gime muda canción de serpiente” (Lorca).
Joaquín ha muerto pero, salvo el homicida, nadie lo sabe. La barahúnda de las fiestas ha permitido que no se hayan escuchado y distinguido los disparos. Los amigos del fallecido han salido huyendo e ignoran qué ha ocurrido después. Han vuelto a las inmediaciones del cuartel en busca del compañero en dos ocasiones, al cuarto de hora y a la media hora, le han llamado a voces pero no contesta. En la segunda ocasión se encuentran con dos guardias que pasan armados con fusiles. Abandonan, se encaminan a sus casas y a primera hora de la mañana se van a coger almendras, ya que la campaña de recolección está en marcha. Será más tarde cuando se enteren del desenlace mortal. La madre de Joaquín tampoco se ha extrañado de la ausencia de su hijo porque durante los últimos días éste se ha quedado indistintamente en la casa de la familia o en la de sus tíos, los padres de Paco Becerra.
Mientras tanto, la maquinaria de disuasión y ocultación se ha puesto en marcha. Esa misma noche, empiezan a llegar guardias desde los pueblos aledaños y desde Badajoz en prevención de posibles incidentes. A algunos vecinos les resulta extraño, se extiende el rumor de que ha habido un muerto pero se ignoran la identidad y las circunstancias. “Ha sido un accidente, un accidente de tráfico en el cruce de la Fuente del Maestre”. Esa es la versión que dará el alcalde a las tres de la mañana a quienes le preguntan. El juez de paz no ha sido avisado hasta las dos de la madrugada, casi tres horas después de la muerte y a la médica del pueblo no se la informará hasta las 5:20 de la mañana. La noche transcurre sin que la población se alarme.
El cuerpo de Joaquín ha sido levantado antes de que llegara la médica, contraviniendo así la ley, extremo que la facultativa se niega a encubrir y que le costará serios disgustos. “Al final cayó mala y terminó por irse del pueblo”. El cadáver lo llevan a una cuadra, situada en un callejón cercano al cuartel. Allí transportó el ataúd Paulino Rodríguez, el carpintero encargado de esas faenas en la localidad. Y el cadáver no se llevó al cementerio hasta por la tarde. Al día siguiente se realizó el entierro, con la presencia de un gran número de policías. El hecho de que Joaquín no fuese un chaval que viviera en el pueblo y la confusión originada por la versión oficial desalentaron la protesta. “De aquí no se movió prácticamente nadie. Sólo algunos de Santa Marta, que vinieron al entierro, se cagaron en todo y se liaron a voces”, recuerda Paulino con pesadumbre.
En los días siguientes al crimen la Guardia Civil emite hasta tres comunicados que contienen contradicciones palmarias y motivan la indignación social y política. El primero se difunde en la mañana del 25 de agosto y en él se asegura que el cuartel ha sido “intensamente apedreado” y que el guardia de puerta salió al exterior “haciendo dos disparos de intimidación con su arma reglamentaria pensando que serían terroristas”. En esta primera comunicación se afirma que “al salir una patrulla para reconocer las alturas desde las que se realizó la agresión encontró el cadáver de un joven”. Horas más tarde, la Benemérita aporta una nueva versión que enmienda la primera, afirmando que tras el apedreamiento el guardia se acercó al grupo atacante, dio el alto y efectuó un disparo de intimidación, deteniendo después a “un joven que se había quedado retrasado y agazapado en el suelo”, que opuso resistencia y mantuvo un forcejeo con el agente, a quien “se le disparó el arma y alcanzó al joven en el pecho”. El tercer comunicado, firmado por el jefe de la 221 Comandancia, se publica una semana después de los hechos, en respuesta a las declaraciones e iniciativas de los parlamentarios socialistas, que han presentado en el Congreso diez preguntas sobre la muerte del joven extremeño. Del escrito del teniente coronel emana un aire de amenaza contenida: “las circunstancias reclaman que las cosas queden en su debido lugar para bien de todos”. En el comunicado se sostiene que “el joven ya había hecho sus necesidades y cayó a unos metros de allí”. Tendrán que pasar 11 años, hasta que en 1991 se reconozca que Joaquín Ladera falleció justo al lado de donde hacía de vientre y que fue abatido prácticamente a quemarropa. “El tiro se pudo hacer a unos nueve o diez metros de distancia del muchacho”, recuerda Valentín Portero que, en su condición de policía municipal de Feria, estuvo presente en la reconstrucción del suceso.
La versión oficial resultaba inverosímil para todo el mundo. Nadie podía creerse que tras haber “apedreado intensamente” el cuartel los jóvenes se pusieran a evacuar tan tranquilamente en las cercanías del mismo. Aún más disparatada era la tesis del posible ataque terrorista. ¿Terrorismo con piedras? Hacía apenas un mes, el 26 de julio, ETA había robado 7.000 kilos de goma2 en un polvorín de Santander. ¿Quién podía creerse la interpretación de un asalto terrorista con piedras a un cuartel de la guardia civil?
La Guardia Civil no tenía razones pero tenía la fuerza. Y con ella impuso su explicación delirante y la impunidad. Comenzó el calvario para la familia. Para empezar, la jurisdicción militar reclamó para sí el caso y, de ese modo, el juez ordinario de Zafra denegó la tramitación de la querella de los familiares. El consejo de guerra celebrado el 6 de noviembre de 1981, sin la asistencia de acusación particular ni testigos, declaró la absolución del guardia civil Juan Martínez Píriz. Tendrán que pasar cinco años para que el Tribunal Constitucional, en sentencia dictada el 29 de julio de 1985, admita la posibilidad de que la familia puede personarse en el caso. Y once años después del crimen se acordará una indemnización. Mientras tanto, el guardia civil en cuestión no ha asumido responsabilidad ni pena alguna, permaneciendo destinado en cuarteles de la provincia de Badajoz.
Miedo en vena
¿Cómo es posible que 38 años después persista la impunidad y que se hayan impuesto el olvido y el silencio? ¿Cómo es posible que la inmensa mayoría de los extremeños desconozcan este crimen?
El miedo manda en estas tierras. Un miedo hondo, transmitido de generación en generación, renovado en sus formas, intangible pero eficaz. La pedagogía de la plaza de toros de Badajoz y de las fosas comunes, la didáctica del hambre y la emigración, el eterno retorno del caciquismo, siempre con ropajes nuevos, el recuerdo perenne –hijo, no te signifiques- de hasta qué extremo puede llegar la infamia de los poderosos.
Aquellos días de agosto de 1980 los más viejos del lugar recordarían las tragedias del pasado reciente. El pasado, “con su mano de fiebre” (José Hierro), traía las primeras respuestas. A los pies del Castillo de Feria, durante décadas, los campesinos habían alzado su propia fortificación estratégica, levantando la esperanza de un mundo digno, de tierra y libertad para todos. Y ya en 1901, apresurándose y anticipando la primavera, como los almendros que pueblan aquellas sierras, organizaron “El porvenir de la clase obrera”, una de las primeras sociedades de apoyo mutuo en la región. Y, más tarde, La Vanguardia, La Junta de Segadores o la Casa del Pueblo tomarían el relevo de aquel sueño de reforma agraria y justicia. El 1 de enero de 1932 la durísima pugna entre el latifundio y el campesinado se tomará su primera víctima en la localidad: el jornalero Manuel Flores muere a manos de la Guardia Civil durante la huelga general convocada por la FNTT. Pero, a pesar de todas las trampas y de la represión, los terratenientes no son capaces de someter al pueblo. Y tendrán que poner en marcha un golpe militar y un plan de exterminio para que no quede ni rastro de la memoria republicana. Y así, a pesar de que no ha habido ni un solo represaliado de la derecha en Feria –como tiene que reconocer incluso José Muñoz Gil, en Historia de Feria en el Siglo XX, a pesar de la declarada tendenciosidad del libro- la represión fascista será atroz. El testimonio de Valentín Portero y Manuela Cornejo, pone los pelos de punta: al menos 96 personas de la población son fusiladas y arrojadas como ratas a las fosas comunes o a la mina del Salamanco durante los meses de agosto y septiembre de 1936.
No, la muerte de Joaquín Mendoza no es un tiro que se escapa en la plácida Extremadura. Como dice Víctor Chamorro, mataron para diez generaciones. Y la memoria del genocidio aún palpita en estas tierras y en los tuétanos tiembla despabilado el miedo… Pero volvamos del terror fundacional, durante la guerra y la posguerra, a los años de la transición y al caso que nos ocupa.
“Cada vez que había fiestas, el pueblo se llenaba de policías, estaba tomado”, recuerda, con conocimiento de causa Valentín Portero. Durante mucho tiempo los mandos policiales y de la guardia civil pensaron que podría haber algún tipo de conflictividad, conscientes quizás de la ignominia que se había cometido en Feria. Y a lo mejor la desaparición a mediados de los años ochenta del cuartel de la guardia civil en la localidad –su lugar lo ocupa ahora el Hogar del Pensionista-, también estaba relacionado en última instancia con el hecho que venimos denunciando.
Pero pongamos la atención en un episodio menor en cuanto a sus consecuencias pero muy revelador de los límites del momento político. 48 horas después del suceso, la noche del 26 de agosto, en Quintana de la Serena, otro pueblo de la provincia de Badajoz a 137 kilómetros de distancia de Feria, son detenidos los máximos dirigentes locales del PCE y del PSOE, por colocar pasquines exigiendo el esclarecimiento del crimen. Lo recuerda el historiador Guillermo León: “La Guardia Civil procedió a retirar los pasquines y a poner a los detenidos a disposición del juzgado de Castuera”. El día 28 la prensa regional hace referencias a los comunicados del PSOE y del PSPE. El primero de ellos hace “un llamamiento para que la indignación ante los sucesos de Feria no sirvan para que trabajadores y fuerzas del orden pierdan la serenidad que debe reinar en estos momentos de tensión y tristeza”.
Atado y bien atado: la Transición sangrienta
“Sólo hay futuro desde el recuerdo. Una democracia sin recuerdos es el olvido de la democracia. La mentira de la democracia” (Jesús Ibáñez)
Como le gusta explicar a Juan Andrade, el relato mítico de la transición nos presenta ese período de la historia de España como “el resultado de la acción virtuosa de unos dirigentes clarividentes y democráticos que fueron despejando los obstáculos institucionales de la dictadura para que pudiera producirse el despliegue de una sociedad reconciliada, modernizada y proyectada hacia Europa como espacio de normalidad y progreso”. Pero ese cuento de hadas, esa épica del consenso, hace abstracción de las coacciones de la Transición: “quienes añoran los acuerdos de aquellos años parecen ignorar (espero que no añorar) el miedo que los indujo”, añade Andrade. Un relato mítico que, a pesar de hacer aguas a los ojos de una parte creciente de la población, aún se permite amparar saraos autocomplacientes –por supuesto con dinero público- como los Encuentros Internacionales de Yuste sobre las Transiciones, celebrado en marzo de este mismo año.
Un componente fundamental de ese relato mítico lo constituirá la fantasía, machaconamente repetida, de la transición pacífica. Pero, como nos recuerdan historiadores como Sophie Baby, Xavier Casals o Mariano Sánchez Soler, la transición no puede entenderse sin la violencia política que tiene lugar durante esa etapa, sin “el voto de las armas”. Y no sólo del terrorismo sino además y de modo aún más determinante, de la violencia política de origen institucional. El asesinato de cinco trabajadores en la iglesia de San Francisco de Asís en Vitoria, el 3 marzo de 1976, el crimen de Francisco Javier Verdejo el 14 de agosto de ese mismo año en Almería, cuando junto a otros tres compañeros pintaba en una pared una consigna del momento: “Pan, trabajo y libertad”, la salvaje matanza de los abogados laboralistas de Atocha el 24 de enero de 1977, el homicidio de la dirigente estudiantil Yolanda González el 1 de febrero de 1980 o el caso Almería, la tortura y asesinato de tres jóvenes santanderinos que habían bajado a la comunión del hermano de uno de ellos, en mayo de 1981. Son sólo algunas de las fechorías cometidas durante esta etapa, una muestra de la violencia fabricada en las alcantarillas comunes de la extrema derecha y los sectores franquistas arraigados en los aparatos del Estado. Y al fondo, la sombra de los poderes trasnacionales, del amigo americano y del capital financiero. Tramas negras e incontrolados al servicio de la estrategia de la tensión permanente, “usada para frenar los avances rupturistas democráticos, imponer el pacto, aplacar a las izquierdas emergentes y desmovilizar a las masas reivindicativas” (Sánchez Soler). En definitiva para mantener en sus posiciones de dominio al núcleo duro de los poderes económico, judicial o militar, entre otros.
En la película Memorias del subdesarrollo, el cineasta cubano Tomás Gutiérrez Alea, presenta a algunos de los protagonistas de la invasión de Bahía de Cochinos (un sacerdote, un hombre de la libre empresa, un funcionario diletante, el torturador, el filósofo, el político y los innumerables hijos de buena familia) y concluye con una idea deslumbrante: a pesar de que Calviño, el torturador, es un criminal que causa horror y desprecio a los mismos burgueses, la verdad del grupo está en el asesino. La verdad de la Transición está -también en nuestro caso- en el crimen. La verdad de los botines, de los florentinos, de los urdangarines, de los diego de la concha, de los duques de feria-especuladores de Inditex, está en la transición sangrienta.
Ese es el marco en el que se produce el crimen de Feria y el que hace posible su impunidad. Seis meses después, el 23 de febrero de 1981, tendría lugar el golpe de Estado de Tejero, Armada y demás bribones. “La espada de Damocles de la involución, de una involución sangrienta, el zarpazo del león represivo del franquismo intocado”, del que hablara Manuel Vázquez Montalbán entraba en escena, clausurando definitivamente las posibilidades de ruptura democrática. Los arribistas de ambos bandos, como le gustaba decir a Rafael Chirbes, se disponían a tomar el poder de la nueva España y a escribir la historia a su medida.
La sangre de Joaquín Mendoza y de tantos inocentes nos llama. Rompamos los candados de la desmemoria.
Manuel Cañada
Se llamaba Joaquín Mendoza Ladera. El 24 de agosto de 1980 un disparo de fusil hecho a bocajarro le atravesó el corazón. Tenía sólo 17 años. Es el crimen de Feria, una de las grandes heridas de la Transición en Extremadura. Una herida escondida, arrinconada en el pacto de silencio, encerrada en los sótanos del olvido.
Joaquín vive con su familia en Hospitalet de Llobregat y ha venido a pasar unos días de vacaciones en el pueblo. Han venido sólo él y su madre, dado que el padre -que trabaja en la SEAT- no ha podido acompañarles por motivos laborales. Feria, como tantas localidades de Extremadura, ha sufrido la hemorragia de la emigración. “Francia, Cataluña, el País Vasco, Madrid, Valencia… hay gente de Feria por todos sitios. El que conseguía trabajo tiraba de la familia y esta a su vez de otra. El pueblo se quedó vacío”. Quien lo cuenta es Lázaro Portero, un vecino al que le tocó irse a Alemania. En 1950 la población contaba con 4.450 habitantes; al día de hoy, el número de residentes se ha reducido casi a una cuarta parte, no alcanza siquiera los 1.200.
La noche de la tragedia Joaquín está con dos de sus mejores amigos, Paco Becerra y Francisco Ramírez, también, como él, menores de edad. Los tres han dejado la escuela al llegar a los 14 años y han empezado a “despertar al tiempo y al amor”, como cantará por aquellas fechas Triana, la banda sevillana de rock. Forman parte de la generación de la transición, los hijos del agobio, los curriquis de barrio o de pueblo, la juventud temida y odiada por el poder, que se encargará de mancillarla sistemáticamente, tildándola como pasota, primero, y después como quincallera y yonki.
Son las fiestas del pueblo y prácticamente todo el mundo está en la verbena, en el baile de la plaza. A las once de la noche, los tres colegas se desplazan a unos barrancos cercanos al cuartel de la Guardia Civil para hacer sus necesidades, a hacer de vientre -la forma más común y púdica de decirlo por entonces. “Por allí iban y van muchos chavales y parejinas. Cosas de críos”. Ahora es José María Cordero, el dueño de un bar en la calle Atrás, muy cercano a donde ocurren los hechos, quien habla subrayando con la sonrisa la ausencia de malicia de los jóvenes.
Y entonces, el homicidio, el brutal y absurdo asesinato. “Por entonces yo tenía la casa donde fue a parar uno de los disparos, escasamente a 25 metros del cuartel. Había estado allí cinco minutos antes, sentado en el umbral con mi hija. Pero coincidió que en ese momento había ido a comprar unos helados con ella. Cuando volvía a la casa me encontré a dos de los chavales corriendo la calle abajo. Y, después, mi suegra me dijo “ahí parece que han tirado unos cohetes”, pero claro, estábamos en fiestas, y nunca sospeché lo que había ocurrido, ni que habíamos estado a cinco o seis metros de donde murió el muchacho. Me enteré de la desgracia por la mañana. Y fue cuando vi los casquillos de las balas, la sangre y las heces”. Quien lo recuerda es Claudio Martínez, un maestro de Feria, jubilado ya, que por entonces daba clases en Canarias y pasaba en el pueblo las vacaciones.
Joaquín se ha puesto a defecar separándose un poco de los dos amigos. ¡Vámonos, Joaquín!, le dicen estos cuando terminan. Esperad un segundo, voy enseguida. Y en ese momento, emerge una sombra de un pequeño bancal. ¿Quién anda por ahí?, preguntan los chavales. Una sombra verde, un alma de charol, está a punto de consumar la canallada. Suena un primer disparo, la tierra de la pared donde impacta les cae sobre las cabezas, los amigos salen corriendo hacia la plaza. Medio minuto después silba de nuevo el presagio de la muerte. El tiro, a diez metros escasos de distancia, barrena el cuerpo de Joaquín. “Sangre resbalada gime muda canción de serpiente” (Lorca).
Joaquín ha muerto pero, salvo el homicida, nadie lo sabe. La barahúnda de las fiestas ha permitido que no se hayan escuchado y distinguido los disparos. Los amigos del fallecido han salido huyendo e ignoran qué ha ocurrido después. Han vuelto a las inmediaciones del cuartel en busca del compañero en dos ocasiones, al cuarto de hora y a la media hora, le han llamado a voces pero no contesta. En la segunda ocasión se encuentran con dos guardias que pasan armados con fusiles. Abandonan, se encaminan a sus casas y a primera hora de la mañana se van a coger almendras, ya que la campaña de recolección está en marcha. Será más tarde cuando se enteren del desenlace mortal. La madre de Joaquín tampoco se ha extrañado de la ausencia de su hijo porque durante los últimos días éste se ha quedado indistintamente en la casa de la familia o en la de sus tíos, los padres de Paco Becerra.
Mientras tanto, la maquinaria de disuasión y ocultación se ha puesto en marcha. Esa misma noche, empiezan a llegar guardias desde los pueblos aledaños y desde Badajoz en prevención de posibles incidentes. A algunos vecinos les resulta extraño, se extiende el rumor de que ha habido un muerto pero se ignoran la identidad y las circunstancias. “Ha sido un accidente, un accidente de tráfico en el cruce de la Fuente del Maestre”. Esa es la versión que dará el alcalde a las tres de la mañana a quienes le preguntan. El juez de paz no ha sido avisado hasta las dos de la madrugada, casi tres horas después de la muerte y a la médica del pueblo no se la informará hasta las 5:20 de la mañana. La noche transcurre sin que la población se alarme.
El cuerpo de Joaquín ha sido levantado antes de que llegara la médica, contraviniendo así la ley, extremo que la facultativa se niega a encubrir y que le costará serios disgustos. “Al final cayó mala y terminó por irse del pueblo”. El cadáver lo llevan a una cuadra, situada en un callejón cercano al cuartel. Allí transportó el ataúd Paulino Rodríguez, el carpintero encargado de esas faenas en la localidad. Y el cadáver no se llevó al cementerio hasta por la tarde. Al día siguiente se realizó el entierro, con la presencia de un gran número de policías. El hecho de que Joaquín no fuese un chaval que viviera en el pueblo y la confusión originada por la versión oficial desalentaron la protesta. “De aquí no se movió prácticamente nadie. Sólo algunos de Santa Marta, que vinieron al entierro, se cagaron en todo y se liaron a voces”, recuerda Paulino con pesadumbre.
En los días siguientes al crimen la Guardia Civil emite hasta tres comunicados que contienen contradicciones palmarias y motivan la indignación social y política. El primero se difunde en la mañana del 25 de agosto y en él se asegura que el cuartel ha sido “intensamente apedreado” y que el guardia de puerta salió al exterior “haciendo dos disparos de intimidación con su arma reglamentaria pensando que serían terroristas”. En esta primera comunicación se afirma que “al salir una patrulla para reconocer las alturas desde las que se realizó la agresión encontró el cadáver de un joven”. Horas más tarde, la Benemérita aporta una nueva versión que enmienda la primera, afirmando que tras el apedreamiento el guardia se acercó al grupo atacante, dio el alto y efectuó un disparo de intimidación, deteniendo después a “un joven que se había quedado retrasado y agazapado en el suelo”, que opuso resistencia y mantuvo un forcejeo con el agente, a quien “se le disparó el arma y alcanzó al joven en el pecho”. El tercer comunicado, firmado por el jefe de la 221 Comandancia, se publica una semana después de los hechos, en respuesta a las declaraciones e iniciativas de los parlamentarios socialistas, que han presentado en el Congreso diez preguntas sobre la muerte del joven extremeño. Del escrito del teniente coronel emana un aire de amenaza contenida: “las circunstancias reclaman que las cosas queden en su debido lugar para bien de todos”. En el comunicado se sostiene que “el joven ya había hecho sus necesidades y cayó a unos metros de allí”. Tendrán que pasar 11 años, hasta que en 1991 se reconozca que Joaquín Ladera falleció justo al lado de donde hacía de vientre y que fue abatido prácticamente a quemarropa. “El tiro se pudo hacer a unos nueve o diez metros de distancia del muchacho”, recuerda Valentín Portero que, en su condición de policía municipal de Feria, estuvo presente en la reconstrucción del suceso.
La versión oficial resultaba inverosímil para todo el mundo. Nadie podía creerse que tras haber “apedreado intensamente” el cuartel los jóvenes se pusieran a evacuar tan tranquilamente en las cercanías del mismo. Aún más disparatada era la tesis del posible ataque terrorista. ¿Terrorismo con piedras? Hacía apenas un mes, el 26 de julio, ETA había robado 7.000 kilos de goma2 en un polvorín de Santander. ¿Quién podía creerse la interpretación de un asalto terrorista con piedras a un cuartel de la guardia civil?
La Guardia Civil no tenía razones pero tenía la fuerza. Y con ella impuso su explicación delirante y la impunidad. Comenzó el calvario para la familia. Para empezar, la jurisdicción militar reclamó para sí el caso y, de ese modo, el juez ordinario de Zafra denegó la tramitación de la querella de los familiares. El consejo de guerra celebrado el 6 de noviembre de 1981, sin la asistencia de acusación particular ni testigos, declaró la absolución del guardia civil Juan Martínez Píriz. Tendrán que pasar cinco años para que el Tribunal Constitucional, en sentencia dictada el 29 de julio de 1985, admita la posibilidad de que la familia puede personarse en el caso. Y once años después del crimen se acordará una indemnización. Mientras tanto, el guardia civil en cuestión no ha asumido responsabilidad ni pena alguna, permaneciendo destinado en cuarteles de la provincia de Badajoz.
Miedo en vena
¿Cómo es posible que 38 años después persista la impunidad y que se hayan impuesto el olvido y el silencio? ¿Cómo es posible que la inmensa mayoría de los extremeños desconozcan este crimen?
El miedo manda en estas tierras. Un miedo hondo, transmitido de generación en generación, renovado en sus formas, intangible pero eficaz. La pedagogía de la plaza de toros de Badajoz y de las fosas comunes, la didáctica del hambre y la emigración, el eterno retorno del caciquismo, siempre con ropajes nuevos, el recuerdo perenne –hijo, no te signifiques- de hasta qué extremo puede llegar la infamia de los poderosos.
Aquellos días de agosto de 1980 los más viejos del lugar recordarían las tragedias del pasado reciente. El pasado, “con su mano de fiebre” (José Hierro), traía las primeras respuestas. A los pies del Castillo de Feria, durante décadas, los campesinos habían alzado su propia fortificación estratégica, levantando la esperanza de un mundo digno, de tierra y libertad para todos. Y ya en 1901, apresurándose y anticipando la primavera, como los almendros que pueblan aquellas sierras, organizaron “El porvenir de la clase obrera”, una de las primeras sociedades de apoyo mutuo en la región. Y, más tarde, La Vanguardia, La Junta de Segadores o la Casa del Pueblo tomarían el relevo de aquel sueño de reforma agraria y justicia. El 1 de enero de 1932 la durísima pugna entre el latifundio y el campesinado se tomará su primera víctima en la localidad: el jornalero Manuel Flores muere a manos de la Guardia Civil durante la huelga general convocada por la FNTT. Pero, a pesar de todas las trampas y de la represión, los terratenientes no son capaces de someter al pueblo. Y tendrán que poner en marcha un golpe militar y un plan de exterminio para que no quede ni rastro de la memoria republicana. Y así, a pesar de que no ha habido ni un solo represaliado de la derecha en Feria –como tiene que reconocer incluso José Muñoz Gil, en Historia de Feria en el Siglo XX, a pesar de la declarada tendenciosidad del libro- la represión fascista será atroz. El testimonio de Valentín Portero y Manuela Cornejo, pone los pelos de punta: al menos 96 personas de la población son fusiladas y arrojadas como ratas a las fosas comunes o a la mina del Salamanco durante los meses de agosto y septiembre de 1936.
No, la muerte de Joaquín Mendoza no es un tiro que se escapa en la plácida Extremadura. Como dice Víctor Chamorro, mataron para diez generaciones. Y la memoria del genocidio aún palpita en estas tierras y en los tuétanos tiembla despabilado el miedo… Pero volvamos del terror fundacional, durante la guerra y la posguerra, a los años de la transición y al caso que nos ocupa.
“Cada vez que había fiestas, el pueblo se llenaba de policías, estaba tomado”, recuerda, con conocimiento de causa Valentín Portero. Durante mucho tiempo los mandos policiales y de la guardia civil pensaron que podría haber algún tipo de conflictividad, conscientes quizás de la ignominia que se había cometido en Feria. Y a lo mejor la desaparición a mediados de los años ochenta del cuartel de la guardia civil en la localidad –su lugar lo ocupa ahora el Hogar del Pensionista-, también estaba relacionado en última instancia con el hecho que venimos denunciando.
Pero pongamos la atención en un episodio menor en cuanto a sus consecuencias pero muy revelador de los límites del momento político. 48 horas después del suceso, la noche del 26 de agosto, en Quintana de la Serena, otro pueblo de la provincia de Badajoz a 137 kilómetros de distancia de Feria, son detenidos los máximos dirigentes locales del PCE y del PSOE, por colocar pasquines exigiendo el esclarecimiento del crimen. Lo recuerda el historiador Guillermo León: “La Guardia Civil procedió a retirar los pasquines y a poner a los detenidos a disposición del juzgado de Castuera”. El día 28 la prensa regional hace referencias a los comunicados del PSOE y del PSPE. El primero de ellos hace “un llamamiento para que la indignación ante los sucesos de Feria no sirvan para que trabajadores y fuerzas del orden pierdan la serenidad que debe reinar en estos momentos de tensión y tristeza”.
Atado y bien atado: la Transición sangrienta
“Sólo hay futuro desde el recuerdo. Una democracia sin recuerdos es el olvido de la democracia. La mentira de la democracia” (Jesús Ibáñez)
Como le gusta explicar a Juan Andrade, el relato mítico de la transición nos presenta ese período de la historia de España como “el resultado de la acción virtuosa de unos dirigentes clarividentes y democráticos que fueron despejando los obstáculos institucionales de la dictadura para que pudiera producirse el despliegue de una sociedad reconciliada, modernizada y proyectada hacia Europa como espacio de normalidad y progreso”. Pero ese cuento de hadas, esa épica del consenso, hace abstracción de las coacciones de la Transición: “quienes añoran los acuerdos de aquellos años parecen ignorar (espero que no añorar) el miedo que los indujo”, añade Andrade. Un relato mítico que, a pesar de hacer aguas a los ojos de una parte creciente de la población, aún se permite amparar saraos autocomplacientes –por supuesto con dinero público- como los Encuentros Internacionales de Yuste sobre las Transiciones, celebrado en marzo de este mismo año.
Un componente fundamental de ese relato mítico lo constituirá la fantasía, machaconamente repetida, de la transición pacífica. Pero, como nos recuerdan historiadores como Sophie Baby, Xavier Casals o Mariano Sánchez Soler, la transición no puede entenderse sin la violencia política que tiene lugar durante esa etapa, sin “el voto de las armas”. Y no sólo del terrorismo sino además y de modo aún más determinante, de la violencia política de origen institucional. El asesinato de cinco trabajadores en la iglesia de San Francisco de Asís en Vitoria, el 3 marzo de 1976, el crimen de Francisco Javier Verdejo el 14 de agosto de ese mismo año en Almería, cuando junto a otros tres compañeros pintaba en una pared una consigna del momento: “Pan, trabajo y libertad”, la salvaje matanza de los abogados laboralistas de Atocha el 24 de enero de 1977, el homicidio de la dirigente estudiantil Yolanda González el 1 de febrero de 1980 o el caso Almería, la tortura y asesinato de tres jóvenes santanderinos que habían bajado a la comunión del hermano de uno de ellos, en mayo de 1981. Son sólo algunas de las fechorías cometidas durante esta etapa, una muestra de la violencia fabricada en las alcantarillas comunes de la extrema derecha y los sectores franquistas arraigados en los aparatos del Estado. Y al fondo, la sombra de los poderes trasnacionales, del amigo americano y del capital financiero. Tramas negras e incontrolados al servicio de la estrategia de la tensión permanente, “usada para frenar los avances rupturistas democráticos, imponer el pacto, aplacar a las izquierdas emergentes y desmovilizar a las masas reivindicativas” (Sánchez Soler). En definitiva para mantener en sus posiciones de dominio al núcleo duro de los poderes económico, judicial o militar, entre otros.
En la película Memorias del subdesarrollo, el cineasta cubano Tomás Gutiérrez Alea, presenta a algunos de los protagonistas de la invasión de Bahía de Cochinos (un sacerdote, un hombre de la libre empresa, un funcionario diletante, el torturador, el filósofo, el político y los innumerables hijos de buena familia) y concluye con una idea deslumbrante: a pesar de que Calviño, el torturador, es un criminal que causa horror y desprecio a los mismos burgueses, la verdad del grupo está en el asesino. La verdad de la Transición está -también en nuestro caso- en el crimen. La verdad de los botines, de los florentinos, de los urdangarines, de los diego de la concha, de los duques de feria-especuladores de Inditex, está en la transición sangrienta.
Ese es el marco en el que se produce el crimen de Feria y el que hace posible su impunidad. Seis meses después, el 23 de febrero de 1981, tendría lugar el golpe de Estado de Tejero, Armada y demás bribones. “La espada de Damocles de la involución, de una involución sangrienta, el zarpazo del león represivo del franquismo intocado”, del que hablara Manuel Vázquez Montalbán entraba en escena, clausurando definitivamente las posibilidades de ruptura democrática. Los arribistas de ambos bandos, como le gustaba decir a Rafael Chirbes, se disponían a tomar el poder de la nueva España y a escribir la historia a su medida.
La sangre de Joaquín Mendoza y de tantos inocentes nos llama. Rompamos los candados de la desmemoria.
Manuel Cañada
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