Esta semana termina con la presidencia de Donald Trump en su
punto más airado y peligroso desde aquel 20 de enero del 2017 cuando se
convirtió en el mandatario de los Estados Unidos.
La justicia sigue su curso y dos de los principales colaboradores, socios, amigos y compinches del presidente norteamericano, están teniendo momentos de gran dificultad.
Paul Manafort, el que fue un día su director de campaña, ha sido condenado. No por delitos relacionados con esta, pero sí por fraude, evasión fiscal y por una serie de irregularidades económicas. Ese es sólo el primero de los procesos que tiene abiertos.
Su abogado personal. Su hombre de confianza. Su chico para arreglarlo todo. Michael Cohen ha decidido declararse culpable de una serie de delitos y, aunque no se ha hecho pública su aceptación como testigo protegido o colaborador con la investigación del fiscal Mueller –por los ilícitos que ya ha confesado–, termina manchando la presidencia de Donald Trump de una manera muy difícil de limpiar.
Todo el mundo sabíamos que Trump era un tramposo. Otra cosa muy distinta es que se lo pudieran probar. Otra, es que esa prueba vaya a tener las consecuencias políticas que una vez hubo en los Estados Unidos de América, donde existe un delito llamado perjurio. En ese país en el que mentir, no solamente no es gratis, sino que te puede llevar más de cinco años a la cárcel y costar la primera silla del país. Si no, que se lo pregunten a Richard Nixon.
Trump, en su particular campaña habitual de tuits y fake news, podía simplemente seguir hacia adelante, como si jamás nada de lo que ha hecho –o alguno de los que le rodean– le pudiera llegar a salpicar.
Ahora, el camino empieza a ser mucho más complicado. Porque si Cohen se dedicó a pagarles a las mujeres con las que el habitante de la Casa Blanca había tenido relaciones íntimas, no lo hacía –y así lo ha aclarado– como un gesto de lealtad, amistad o solidaridad con su amigo, sino que lo hacía dentro de un plan que en el fondo sólo estaba arreglándole los trapos sucios a su cliente y amigo: el presidente Trump.
No sé si estamos lejos o cerca de la colusión rusa. Personalmente, nunca he pensado que Trump tuviera una relación directa con el fenómeno, pero sí creo que es un país en el que solamente hay dos alternativas: o es posible seguir mintiendo, traicionando y sobre todo dejando al descubierto lo que es la práctica moral y legal de la historia de los Estados Unidos; o bien, mentir, engañar y hacer cosas ilegales que siguen teniendo consecuencias en ese país, aunque uno sea el presidente.
El futuro del régimen y de la democracia del norte pasa por el grado de impunidad que llegue a tener Donald Trump.
Todo esto está muy bien, sobre todo en el cuartel general republicano, de cara a las elecciones de noviembre, donde puede comenzar no el principio del fin de Trump, sino el fin acelerado de Trump.
La justicia sigue su curso y dos de los principales colaboradores, socios, amigos y compinches del presidente norteamericano, están teniendo momentos de gran dificultad.
Paul Manafort, el que fue un día su director de campaña, ha sido condenado. No por delitos relacionados con esta, pero sí por fraude, evasión fiscal y por una serie de irregularidades económicas. Ese es sólo el primero de los procesos que tiene abiertos.
Su abogado personal. Su hombre de confianza. Su chico para arreglarlo todo. Michael Cohen ha decidido declararse culpable de una serie de delitos y, aunque no se ha hecho pública su aceptación como testigo protegido o colaborador con la investigación del fiscal Mueller –por los ilícitos que ya ha confesado–, termina manchando la presidencia de Donald Trump de una manera muy difícil de limpiar.
Todo el mundo sabíamos que Trump era un tramposo. Otra cosa muy distinta es que se lo pudieran probar. Otra, es que esa prueba vaya a tener las consecuencias políticas que una vez hubo en los Estados Unidos de América, donde existe un delito llamado perjurio. En ese país en el que mentir, no solamente no es gratis, sino que te puede llevar más de cinco años a la cárcel y costar la primera silla del país. Si no, que se lo pregunten a Richard Nixon.
Trump, en su particular campaña habitual de tuits y fake news, podía simplemente seguir hacia adelante, como si jamás nada de lo que ha hecho –o alguno de los que le rodean– le pudiera llegar a salpicar.
Ahora, el camino empieza a ser mucho más complicado. Porque si Cohen se dedicó a pagarles a las mujeres con las que el habitante de la Casa Blanca había tenido relaciones íntimas, no lo hacía –y así lo ha aclarado– como un gesto de lealtad, amistad o solidaridad con su amigo, sino que lo hacía dentro de un plan que en el fondo sólo estaba arreglándole los trapos sucios a su cliente y amigo: el presidente Trump.
No sé si estamos lejos o cerca de la colusión rusa. Personalmente, nunca he pensado que Trump tuviera una relación directa con el fenómeno, pero sí creo que es un país en el que solamente hay dos alternativas: o es posible seguir mintiendo, traicionando y sobre todo dejando al descubierto lo que es la práctica moral y legal de la historia de los Estados Unidos; o bien, mentir, engañar y hacer cosas ilegales que siguen teniendo consecuencias en ese país, aunque uno sea el presidente.
El futuro del régimen y de la democracia del norte pasa por el grado de impunidad que llegue a tener Donald Trump.
Todo esto está muy bien, sobre todo en el cuartel general republicano, de cara a las elecciones de noviembre, donde puede comenzar no el principio del fin de Trump, sino el fin acelerado de Trump.
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